domingo, 1 de septiembre de 2013

LA ILUSTRACIÓN EN ESPAÑA (2).


 
La Ilustración en España poco o nada tuvo que ver con la Ilustración en Francia, en Inglaterra o en EEUU. Las fronteras geográficas y culturales estuvieron muy protegidas por los interesados de que aquí no prendiese la llama, aunque sí habría una evolución en el pensamiento de algunos que irían poniendo los pilares de la futura Constitución de Cádiz.

Y, frente al despotismo y al absolutismo, los revolucionarios y los románticos clamaban a favor de las libertades y de los derechos individuales, colocando cargas de profundidad en los cimientos del antiguo edificio social.

La Ilustración supone un cambio de paradigma social, político, religioso, ético,….al pasar de la mentalidad de vasallo, sometido al Rey, y de la mentalidad de feligrés, sometido a la Iglesia, única depositaria de la verdad revelada (la “única verdad auténtica”), a la mentalidad de ciudadano, libre, que sólo se somete a la voluntad general del pueblo, del que él forma parte, y que se refleja en una Constitución, no otorgada sino conseguida y consensuada, desde abajo, no desde el arriba, ni real ni divina.

España ya era “la reserva espiritual de Europa” y aquí la filosofía escolástica, tomista o suareciana, estaba tan asentada a través de las Universidades de la Iglesia, que asfixiaban, de raíz, todo intento innovador.

Los “novatores” no lo tuvieron fácil.

El pensamiento era casi “único”.

Igualmente el desprestigio de la profesión médica campaba a sus anchas, alimentada de erudición y citas de Hipócrates y Galeno, lo que suponía el desprestigio de la observación y experimentación (que –cosa curiosa- tan intensamente había llevado a cabo Hipócrates más de 2.000 años antes).

Lo que, durante toda la historia, había ocurrido con el trabajo manual, considerado indigno para la clase pudiente (para eso estaban los esclavos, los siervos y los obreros), lo mismo ocurría con la profesión médica en España.

Si el traje de seda no es el mono azul, nada tiene que ver la observación y experimentación (y el método inductivo), siempre individuales y concretas, con la certeza del método deductivo, universal.

El alimento del alma (la razón filosófica) sustituido por el sucedáneo del maná celestial dispensado por la Iglesia, mientras el cuerpo (materia y cárcel del alma) no merecería la atención y el cuidado al ser uno de los enemigos del alma.

Y la Iglesia, monopolizadora, así lo sentenciaba.

Mientras las autoridades tradicionales, bien filósofos escolásticos religiosos, bien médicos eruditos, no se sacudieran de encima y se emanciparan de la Iglesia, nada nuevo podía hacerse.

El método empírico, que parte de la observación y experimentación siempre individual, será siempre denigrado por la autoridad tradicional, defensora y habitante del método deductivo que parte de premisas “verdaderas” (sea la Biblia o los Santos Padres, sean las Autoridades de Hipócrates y Galeno o de Aristóteles).

“La Biblia dice”, “Santo Tomás dice” o “Hipócrates dice”, “Aristóteles dice”,... prima sobre lo que diga un particular o varios particulares actuales.

Si la verdad viene de arriba, a lo más que puede llegarse es a “clarificarla”, no a sustituirla.

Caminar desde abajo, de verdad en verdad, siempre supone la posibilidad del error de dar un salto equivocado, al subir, cuando todo es tan fácil, al bajar, desde la verdad establecida desde arriba.

Nada que ver el conocimiento, siempre provisional y superable”, de “incierta certeza”, con la “cierta certeza deductiva” de quien parte de la verdad ya establecida por la autoridad de Dios o autoridades históricas.

Es verdad que no hay evidencia lógica en las Ciencias Empíricas pero eso no le resta la condición de auténticas ciencias, al no ser Ciencias Formales, ni eso debe servir de desdoro científico. Son otro tipo de Ciencias.

La actitud escéptica, pues, es connatural a dichas Ciencias Experimentales, al usar el método inductivo-deductivo, el método hipotético deductivo.

Aunque la seguridad del saber desaparezca, no por eso, por andar sin cinturón de seguridad, se debe renunciar a la aventura del viaje.

Al revés que el dogmático que, al no admitir otras verdades que las suyas, descansa en el colchón psicológico de la estancia segura, renuncia, al mismo tiempo, al viaje del progreso en el conocimiento.

El dogmático todo, absolutamente todo, lo sabe con certeza, desde cómo es y cómo funciona el mundo, hasta las normas correctas de conducta o hasta quienes van a ir al cielo y quienes van a condenarse.

Los médicos españoles, los “novatores”, fueron los primeros científicos que se apartaron del sistema universitario vigente y fuertemente implantado, comenzando a crear “tertulias”, lugares de encuentro de observadores y experimentadores, intercambiando conocimientos, partiendo de que el otro contertulio, con sus conocimientos, podía tener igual, menos o más razón que él mismo, esgrimiendo, siempre, los mismos argumentos, los datos empíricos.

Famosas fueron estas “tertulias” de medicina, en Sevilla.

Estas tertulias, en casas particulares, serán los anticipos de las Academias, ya en el siglo XVIII.

Era una primera alternativa a la Universidad, aunque no expidieran título alguno de cierto prestigio, significando una primera ruptura con la tradición del “saber griego y latino” como único saber a enseñar y a aprender.

Mientras este nuevo médico quiere aprender y aprende palpando al enfermo, esto mismo sería un desdoro para un médico-profesor universitario, al mancharse las manos con tan baja práctica médica, para eso estaban los cirujanos, sin estudios.

Nunca un sacamuelas o un sangrador necesitaron estudios universitarios de odontología o de medicina, como un farmacéutico no necesitaba estudios de química para hacer sus fórmulas magistrales.

El padre maestro Benito Jerónimo Feijoo, en los 8 volúmenes (más 1 de suplementos) de su Teatro Crítico Universal, en sus 118 discursos, así como sus 163 “Cartas eruditas y curiosas” enseñaba a sus lectores a pensar escépticamente, a vivir sin la seguridad del saber, a descubrir la falibilidad de cuando recibieron y aprendieron de sus mayores.

Y no es que, precisamente él, fuera un descreído, sencillamente era un crítico, un ilustrado.

Y puede uno imaginarse el grito en el cielo por parte de los profesores universitarios y jerarcas eclesiásticos, “en posesión del saber”.

(Véase, post, Feijoo 1 y 2)

Estudiantes que ponen entre paréntesis la Filosofía Escolástica, única filosofía verdadera, y pacientes que dudan y desconfían de sus médicos de toda la vida, con título universitario.

Feijoo denunciará casos de falsos milagros, de tradiciones piadosas sin fundamento histórico alguno, de cuestiones morales mal planteadas o peor decididas.

Defenderá la experiencia (seguidor y admirador de Bacon) y juicios propios sobre tabúes y miedos que impone la opinión general.

“¿Por qué –se preguntaba- no puede/no debe comerse nada después de comer chocolate?”. Su único fundamento era que todos lo repetían.

Por lo que él mismo hará la prueba, lo experimentará, comiendo muchos melocotones tras ingerir un gran vaso de chocolate y no ocurriéndole nada, no muriéndose.

Igualmente hará pruebas al enfrentarse con supuestos vampiros y fantasmas, y tampoco pasándole nada.

¿Por qué creer lo que otros dicen que ocurre y no creerme a mi mismo si estoy experimentándolo y no me ocurre nada de eso que dicen que ocurrirá?

Pruebas empíricas y actitud de desconfianza hacia las opiniones ajenas comunes.

Algo no va a ser verdad por el único argumento de que “todos lo dicen.”

Pienso en Galileo y la anécdota de los babilónicos con el calentamiento de los huevos en la honda, al girarla velozmente y pienso en Kant pensando que Feijoo podría haber sentenciado: “observare et experiri aude” (“atrévete a observar y a experimentar por ti mismo”).

Pero también le levanta las faldas a la tradición religiosa, a los milagros tradicionalmente admitidos, a lo que narran los historiadores eclesiásticos.

Es un ilustrado que se distingue por desobedecer y no aceptar la opinión de autoridad alguna.

Se declara como “escéptico”, no pirrónico, sino como una actitud de cautela.

El argumento de autoridad –como ya había afirmado Galileo- es el argumento más débil de todos los argumentos.

Era la “medicina galénica” versus la “medicina experimental”.

Eran “los textos” versus las “observaciones y experimentos”.

Rechaza toda heteronomía en cuestiones de conocimiento natural.

Esta incipiente medicina autónoma desplaza, también, a los confesionarios en cuestiones de moral, de sexualidad, empezando a valorarse la dietética y la higiene.

No se puede ser cartesiano, en el conocimiento natural, en un ambiente empírico.

Newton era un maestro empírico a imitar, a pesar de que la invisible fuerza de la gravitación y el aparato matemático de esa teoría le parezca un retorno a los sistemas y conocimientos dogmáticos.

Locke (su doctrina) triunfará pronto en España, en su defensa del origen sensible del conocimiento, su “tabula rasa in qua nihil…”

Igualmente Condillac, con su sensismo.

Como el escepticismo evita consecuencias metafísicas y antirreligiosas (lo que no evita el materialismo, que niega seres sobrenaturales, la inmortalidad del alma,…) será mejor aceptado que el materialismo.

Pero no todas fueron alabanzas. También la Ilustración tiene/tuvo su leyenda negra y sus detractores.

En España, en concreto, Don Marcelino Menéndez Pelayo, que tuvo que admitir que algo raro y nuevo había sucedido en aquella centuria, pero que denominaría “afrancesados”, despectivamente, a quienes se apartaron de la tradición y de la ortodoxia tradicional.

Lo que intentaba no era describir los hechos sino arengar a sus paisanos en la lucha contra el liberalismo.

¡Como si en España no hubiera habido  herejes y auténticos heterodoxos!

Menéndez Pelayo veía la Ilustración desde la perspectiva del catolicismo del siglo XIX, por lo que fue un nostálgico del pasado y, junto a otros del mismo corte, tacharían al Siglo de las Luces como materialista y ateo, en un tono de condena y escándalo.

Más arriba, sin embargo, hemos afirmado que fue un siglo más escéptico que materialista (aunque alguno había), y teísta más que ateo (aunque alguno hubiera).

Aunque, también, haya habido desde defensores exagerados de una auténtica Ilustración en España hasta los que lo niegan admitiendo, en cambio, un desarrollo material y moral gracias al prestigio de Carlos III, nuestro “rey ilustrado” y sus ministros, aunque todo se perdiera con Carlos IV.

 

 

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