La Ilustración en España poco o nada tuvo que ver con la Ilustración
en Francia, en Inglaterra o en EEUU. Las fronteras geográficas y culturales
estuvieron muy protegidas por los interesados de que aquí no prendiese la
llama, aunque sí habría una evolución en el pensamiento de algunos que irían
poniendo los pilares de la futura Constitución de Cádiz.
Y, frente al despotismo y al absolutismo, los
revolucionarios y los románticos clamaban a favor de las libertades y de los
derechos individuales, colocando cargas de profundidad en los cimientos del
antiguo edificio social.
La Ilustración supone un cambio de paradigma social,
político, religioso, ético,….al pasar de la mentalidad de vasallo, sometido al
Rey, y de la mentalidad de feligrés, sometido a la Iglesia, única depositaria
de la verdad revelada (la “única verdad auténtica”), a la mentalidad de
ciudadano, libre, que sólo se somete a la voluntad general del pueblo, del que
él forma parte, y que se refleja en una Constitución, no otorgada sino
conseguida y consensuada, desde abajo, no desde el arriba, ni real ni divina.
España ya era “la reserva espiritual de Europa” y aquí la
filosofía escolástica, tomista o suareciana, estaba tan asentada a través de
las Universidades de la Iglesia, que asfixiaban, de raíz, todo intento
innovador.
Los “novatores” no lo tuvieron fácil.
El pensamiento era casi “único”.
Igualmente el desprestigio de la profesión médica campaba a
sus anchas, alimentada de erudición y citas de Hipócrates y Galeno, lo que
suponía el desprestigio de la observación y experimentación (que –cosa curiosa-
tan intensamente había llevado a cabo Hipócrates más de 2.000 años antes).
Lo que, durante toda la historia, había ocurrido con el
trabajo manual, considerado indigno para la clase pudiente (para eso estaban
los esclavos, los siervos y los obreros), lo mismo ocurría con la profesión
médica en España.
Si el traje de seda no es el mono azul, nada tiene que ver
la observación y experimentación (y el método inductivo), siempre individuales
y concretas, con la certeza del método deductivo, universal.
El alimento del alma (la razón filosófica) sustituido por el
sucedáneo del maná celestial dispensado por la Iglesia, mientras el cuerpo
(materia y cárcel del alma) no merecería la atención y el cuidado al ser uno de
los enemigos del alma.
Y la Iglesia, monopolizadora, así lo sentenciaba.
Mientras las autoridades tradicionales, bien filósofos
escolásticos religiosos, bien médicos eruditos, no se sacudieran de encima y se
emanciparan de la Iglesia, nada nuevo podía hacerse.
El método empírico, que parte de la observación y
experimentación siempre individual, será siempre denigrado por la autoridad
tradicional, defensora y habitante del método deductivo que parte de premisas
“verdaderas” (sea la Biblia o los Santos Padres, sean las Autoridades de
Hipócrates y Galeno o de Aristóteles).
“La Biblia dice”, “Santo Tomás dice” o “Hipócrates dice”,
“Aristóteles dice”,... prima sobre lo que diga un particular o varios
particulares actuales.
Si la verdad viene de arriba, a lo más que puede llegarse es
a “clarificarla”, no a sustituirla.
Caminar desde abajo, de verdad en verdad, siempre supone la
posibilidad del error de dar un salto equivocado, al subir, cuando todo es tan
fácil, al bajar, desde la verdad establecida desde arriba.
Nada que ver el conocimiento, siempre provisional y
superable”, de “incierta certeza”, con la “cierta certeza deductiva” de quien
parte de la verdad ya establecida por la autoridad de Dios o autoridades
históricas.
Es verdad que no hay evidencia lógica en las Ciencias
Empíricas pero eso no le resta la condición de auténticas ciencias, al no ser
Ciencias Formales, ni eso debe servir de desdoro científico. Son otro tipo de
Ciencias.
La actitud escéptica, pues, es connatural a dichas Ciencias Experimentales,
al usar el método inductivo-deductivo, el método hipotético deductivo.
Aunque la seguridad del saber desaparezca, no por eso, por
andar sin cinturón de seguridad, se debe renunciar a la aventura del viaje.
Al revés que el dogmático que, al no admitir otras verdades
que las suyas, descansa en el colchón psicológico de la estancia segura,
renuncia, al mismo tiempo, al viaje del progreso en el conocimiento.
El dogmático todo, absolutamente todo, lo sabe con certeza,
desde cómo es y cómo funciona el mundo, hasta las normas correctas de conducta
o hasta quienes van a ir al cielo y quienes van a condenarse.
Los médicos españoles, los “novatores”, fueron los primeros
científicos que se apartaron del sistema universitario vigente y fuertemente
implantado, comenzando a crear “tertulias”, lugares de encuentro de
observadores y experimentadores, intercambiando conocimientos, partiendo de que
el otro contertulio, con sus conocimientos, podía tener igual, menos o más
razón que él mismo, esgrimiendo, siempre, los mismos argumentos, los datos
empíricos.
Famosas fueron estas “tertulias” de medicina, en Sevilla.
Estas tertulias, en casas particulares, serán los anticipos
de las Academias, ya en el siglo XVIII.
Era una primera alternativa a la Universidad, aunque no
expidieran título alguno de cierto prestigio, significando una primera ruptura
con la tradición del “saber griego y latino” como único saber a enseñar y a
aprender.
Mientras este nuevo médico quiere aprender y aprende palpando
al enfermo, esto mismo sería un desdoro para un médico-profesor universitario,
al mancharse las manos con tan baja práctica médica, para eso estaban los
cirujanos, sin estudios.
Nunca un sacamuelas o un sangrador necesitaron estudios
universitarios de odontología o de medicina, como un farmacéutico no necesitaba
estudios de química para hacer sus fórmulas magistrales.
El padre maestro Benito Jerónimo Feijoo, en los 8 volúmenes (más 1 de suplementos) de su Teatro Crítico Universal, en sus 118 discursos, así como sus 163 “Cartas eruditas y curiosas” enseñaba a sus lectores a pensar escépticamente, a vivir sin la seguridad del saber, a descubrir la falibilidad de cuando recibieron y aprendieron de sus mayores.
Y no es que, precisamente él, fuera un descreído,
sencillamente era un crítico, un ilustrado.
Y puede uno imaginarse el grito en el cielo por parte de los
profesores universitarios y jerarcas eclesiásticos, “en posesión del saber”.
(Véase, post, Feijoo 1 y 2)
Estudiantes que ponen entre paréntesis la Filosofía
Escolástica, única filosofía verdadera, y pacientes que dudan y desconfían de
sus médicos de toda la vida, con título universitario.
Feijoo denunciará casos de falsos milagros, de tradiciones
piadosas sin fundamento histórico alguno, de cuestiones morales mal planteadas
o peor decididas.
Defenderá la experiencia (seguidor y admirador de Bacon) y
juicios propios sobre tabúes y miedos que impone la opinión general.
“¿Por qué –se preguntaba- no puede/no debe comerse nada
después de comer chocolate?”. Su único fundamento era que todos lo repetían.
Por lo que él mismo hará la prueba, lo experimentará,
comiendo muchos melocotones tras ingerir un gran vaso de chocolate y no
ocurriéndole nada, no muriéndose.
Igualmente hará pruebas al enfrentarse con supuestos
vampiros y fantasmas, y tampoco pasándole nada.
¿Por qué creer lo que otros dicen que ocurre y no creerme a
mi mismo si estoy experimentándolo y no me ocurre nada de eso que dicen que
ocurrirá?
Pruebas empíricas y actitud de desconfianza hacia las
opiniones ajenas comunes.
Algo no va a ser verdad por el único argumento de que “todos
lo dicen.”
Pienso en Galileo y la anécdota de los babilónicos con el
calentamiento de los huevos en la honda, al girarla velozmente y pienso en Kant
pensando que Feijoo podría haber sentenciado: “observare et experiri aude”
(“atrévete a observar y a experimentar por ti mismo”).
Pero también le levanta las faldas a la tradición religiosa,
a los milagros tradicionalmente admitidos, a lo que narran los historiadores
eclesiásticos.
Es un ilustrado que se distingue por desobedecer y no
aceptar la opinión de autoridad alguna.
Se declara como “escéptico”, no pirrónico, sino como una
actitud de cautela.
El argumento de autoridad –como ya había afirmado Galileo-
es el argumento más débil de todos los argumentos.
Era la “medicina galénica” versus la “medicina
experimental”.
Eran “los textos” versus las “observaciones y experimentos”.
Rechaza toda heteronomía en cuestiones de conocimiento
natural.
Esta incipiente medicina autónoma desplaza, también, a los
confesionarios en cuestiones de moral, de sexualidad, empezando a valorarse la
dietética y la higiene.
No se puede ser cartesiano, en el conocimiento natural, en
un ambiente empírico.
Newton era un maestro empírico a imitar, a pesar de que la
invisible fuerza de la gravitación y el aparato matemático de esa teoría le
parezca un retorno a los sistemas y conocimientos dogmáticos.
Locke (su doctrina) triunfará pronto en España, en su
defensa del origen sensible del conocimiento, su “tabula rasa in qua nihil…”
Igualmente Condillac, con su sensismo.
Como el escepticismo evita consecuencias metafísicas y
antirreligiosas (lo que no evita el materialismo, que niega seres
sobrenaturales, la inmortalidad del alma,…) será mejor aceptado que el
materialismo.
Pero no todas fueron alabanzas. También la Ilustración tiene/tuvo
su leyenda negra y sus detractores.
En España, en concreto, Don Marcelino Menéndez Pelayo, que
tuvo que admitir que algo raro y nuevo había sucedido en aquella centuria, pero
que denominaría “afrancesados”, despectivamente, a quienes se apartaron de la
tradición y de la ortodoxia tradicional.
Lo que intentaba no era describir los hechos sino arengar a
sus paisanos en la lucha contra el liberalismo.
¡Como si en España no hubiera habido herejes y auténticos heterodoxos!
Menéndez Pelayo veía la Ilustración desde la perspectiva del
catolicismo del siglo XIX, por lo que fue un nostálgico del pasado y, junto a
otros del mismo corte, tacharían al Siglo de las Luces como materialista y ateo,
en un tono de condena y escándalo.
Más arriba, sin embargo, hemos afirmado que fue un siglo más
escéptico que materialista (aunque alguno había), y teísta más que ateo (aunque
alguno hubiera).
Aunque, también, haya habido desde defensores exagerados de
una auténtica Ilustración en España hasta los que lo niegan admitiendo, en
cambio, un desarrollo material y moral gracias al prestigio de Carlos III,
nuestro “rey ilustrado” y sus ministros, aunque todo se perdiera con Carlos IV.
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