Con lo a gusto que vivía el hombre, divinamente ubicado en
un planeta central siendo él el centro de ese planeta, creado por Dios, con la
vida como prueba o examen a aprobar para conseguir ser eternamente feliz….
Y en el Renacimiento comienzan los zamarreos.
Nicolás de Cusa, que afirma que el hombre no quiere ser Dios
ni como Dios, que no quiere ser otra cosa que hombre, como cada cosa, que a lo
que aspira es a ser ella misma y no otra.
Y si Dios puede crearlo todo el hombre dispone de un arma,
que es el conocimiento, con el que conocer todo lo creado. El hombre es el ojo
que ve la obra del Dios alfarero.
Si Dios es el acuñador de monedas, el hombre es el que las
pondera, las pesa y las valora.
Copérnico había puesto a la tierra a rotar y a girar,
descentrándola no sólo del universo, también del sistema solar. La tierra,
asentada en el centro, ha perdido el privilegio de contemplar el universo
girando a su alrededor.
Fue la primera Gran Humillación, luego llegaría la de
Darwin, posteriormente la de Freud y hoy la cuarta humillación, la genética, la
que nos hace compartir casi todos nuestros genes con todos los demás animales.
Ya con Copérnico se instauró la pérdida de la confianza
total en un Dios que nos había arrinconado en el universo. El hombre se vio
transido por la Inseguridad, sin morada especial, quebradizo como una caña,
aunque fuera pensante pascaliana.
El hombre comenzó, por primera vez, a vivir a la intemperie.
¿Qué es el hombre en ese infinito que lo rodea por doquier y
en el que se mueve y se siente tragado por él?.
El hombre se extraña y se admira de su insignificancia entre
esos dos grandes infinitos que lo aprisionan, lo infinitamente grande, del
telescopio, y lo infinitamente pequeño, del microscopio.
Él, limitado, insuficiente, provisional.
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