Esa, y no otra, ha sido
(¿sigue siéndolo?) la moral cristiana.
Y no sólo eso, sino que lo
que piensa de su vida desea y quiere imponérselo a los demás, incluso contra la
voluntad del otro: “lo hago por tu bien”, “en la otra vida me lo agradecerás”
Minusvalorar la propia vida,
en cambio, lleva/puede llevar a menospreciar la vida ajena.
Considerar esta vida natural
y terrena como la necesaria purificación para conseguir la vida sobrenatural y
eterna puede llevar al fanático creyente (terrorista islamista) a lanzarse con
una furgoneta por las Ramblas de Barcelona, a disparar a discreción a paseantes
pacíficos, o a colocarse cinturones de explosivos y hacerlos estallar en una
discoteca de “infieles” equivocados.
Es nuestra condición mortal
la que necesita pautas morales que prohíban hacer daño a los otros y prescriban
ayuda, apoyo, solidaridad,… porque nos necesitamos mutuamente, porque es lo
mejor para todos.
Para esto no hacen falta los
dioses, basta con pensar: “nos conviene hacer a los otros lo que nos gustaría
que nos hicieran a nosotros y no hacerles lo que nos gustaría que no nos lo
hicieran”.
La moral es social, no
divina, pero si consideras que es Dios el autor de nuestra naturaleza, y ésta
es mortal, y nos necesitamos mutuamente para mejorar nuestras vidas; si “causa
(Dios) causae (naturaleza humana) est “causa causati” (solidaridad y ayudas
necesarias), Dios es el que dicta los mandamientos naturales a cumplir.
Las leyes morales, los
mandamientos, naturales, en última instancia provienen de Dios que, además, nos
revela lo que nos espera tras la muerte y nos indica el buen camino para llegar
a buen fin.
Y si la muerte es, entonces,
sólo un tránsito, la vida no es sino el campo de pruebas para exaltar el más
allá y el después, a costa del más acá y del ahora.
No otra cosa es la sentencia
de Dostoievski: “Si Dios no existe, todo está permitido” es decir, los hombres
no aceptarían ninguna restricción moral sino por la sumisión al espanto ante
los castigos infernales o, lo que es lo mismo, que las normas no tienen otra
base que la voluntad divina así que si en este mundo, tú….
Las normas morales (de la
moral cristiana), pues, tienen mucho que ver con la “obediencia a” y el “miedo
de” ese Dios, y nada que ver con lo que realmente necesitamos y queremos.
Si lo pensamos bien, y
fríamente, la vida buena no es la vida eterna, religiosamente premiada o
castigada (ésta es otra cosa) sino la que comprende y respeta la que la muerte
significa para quienes estamos sujetos a ella: es la forma más intensa de
compañerismo, “compañeros de fatigas que se ayudan mutuamente”
Pero si fuéramos de naturaleza
inmortal los preceptos de ese Dios Absoluto, Eterno, Inmortal,…no serían sino
sólo enunciados de una prueba de obediencia pero destinada no a mejorar nuestro
“tránsito” por este mundo, sino a aceptar y asentar el poder del Dueño del
Universo.
¿Cómo se explica, si no, el
dicho bíblico: “De todos los árboles del jardín podéis comer pero de “ese”
árbol que está en el centro del jardín no comeréis porque….y seréis como
dioses?”.
Dios no quiere que seamos
dioses, como Él, no tendríamos necesidad de El, seríamos autónomos,
independientes,…lo que Él no puede consentir, porque es Él el que necesita
seres subordinados e imperfectos que le adoren, que le reconozcan su
superioridad,…
La “vida buena”, éticamente
hablando, es la vida autónoma, porque obrar por el premio a conseguir o por el
peligro a evitar, es una vida y una ética heterónoma.
Pero no son irreconciliables
el compañerismo por amor al compañero y el cumplimiento del precepto divino.
No en vano, Jesús de Nazaret
nos lo recordó: ``En verdad os digo que todo cuanto hicisteis a uno de
estos hermanos míos, aun a los más pequeños, a Mí me lo hicisteis”.
(Mateo 25:40)
La disposición de la persona
éticamente recta, que busca una vida buena en los límites de la mortalidad,
pero sometida al pánico de la segura muerte e insegura hora, debe ser
“utilitaria”, buscando y luchando por el bien de todos los que participan de la
misma naturaleza mortal y que favorece la armonía social mientras estamos
vivos, conviviendo.
Cada vez que elegimos aceptar
una injusticia (y sus consecuencias) en vez de cometerla, estamos actuando como
si fuéramos inmortales pero sabiendo que no lo somos.
Y, si hay algo, después de la
muerte, además de la tranquilidad de conciencia, en esta vida, por haber obrado
así, lo otro se te dará por añadidura.
O como decía Tierno Galván:
“Dios no abandona nunca a un buen marxista”
Debemos obrar como
inmortales, sin el miedo y el afán que la muerte impone, pero sabiendo que
somos mortales y que por eso, y sólo por eso, debemos comportarnos éticamente
con nuestros semejantes en tal destino.
Ya lo había dicho Kant,
aunque con otras palabras: “lo éticamente relevante para los mortales no es
llegar a ser felices sino merecer la felicidad, ser dignos de merecer la
felicidad”
Ésta sería la forma laica de
la santidad.