Estuve cinco años en La
Rambla (Córdoba), pueblo alfarero por excelencia y que lleva la cerámica en sus
venas, en el que abundan muchos industriales, no son pocos los artesanos y en
el que, también, hay artistas.
Allí aprendí el secreto de
tener, siempre, el agua fresquita en el botijo sudoroso de barro blanco y
donde, también, aprendí a levantar el codo como Dios manda, sin gota que cayera
al suelo.
No son pocos los recuerdos
que guardo, con cariño, en forma de platos, de ánforas, de canastillas, de
botijos decorativos,… siempre pintados a mano, como gratificaciones por
participar en actos culturales.
Y sin contar la insignia de
plata, concedida por la Corporación Municipal, el día que pronuncié el pregón
de las fiestas de San Lorenzo.
De los mejores años de mi
vida profesional en el Instituto Profesor Tierno Galván y cuando mis hijas
comenzaron a tener hambre de aprender (máxima aspiración de un padre profesor),
donde cultivaron la amistad de amigas siempre cercanas y donde, en cualquier
momento en que, paseando, el guardia civil de turno se me cuadraba, en la
calle, y me decía: “Don Tomás, sus hijas se encuentran jugando a la comba en la
plaza del torreón”.
La cerámica.
He escrito mucho sobre el
papel fundamental de la mujer en épocas prehistóricas, sobre todo en el
Neolítico, cuando el hombre deja de ser errante, nómada, siempre detrás de y
buscando comida el forma de caza, de pesca o de frutos de las tierra.
Se ha establecido, ha fijado
su residencia. Ha aprendido a tener a mano la carne (con la domesticación de
animales) y los productos de la tierra (con la inauguración de la agricultura
que, en un primer momento, parece una
locura “enterrar” parte de la comida, por la experiencia de que la tierra se la
devolverá con creces.
Pero para no perder la
dentadura y poder comer tuvo, también, que inventar la cerámica para cocer y
ablandar los alimentos, en ese fuego que no se dejaba apagar pero que, si se
apagaba, ya sabía cómo producirlo de nuevo.
Y allí estaría la mujer, en
primer plano, cuando ya no era fundamental la fuerza física y sí la habilidad
manual.
Igual que de su vientre
salía, a los pocos meses, una nueva vida, sin saber su misterio, también haría
que las hembras trajeran al mundo nuevas vidas, para su alimento de carne, alimentadas
con los productos de la tierra por ella cultivados.
También la tierra paría, de
su vientre, alimentos.
La maldición divina del dolor
fue mucho más allá del dolor del parir, tuvo que ser el sacrificio del criar
(amamantar, alimentar, defender, educar, enseñar, moldear,…)
Es de mentalidad histórica
machista echarle la culpa a la mujer del primer pecado, no sólo original sino
hereditario, y todo por querer saber sin tener que preguntar.
Si probó del Árbol de la
Ciencia del Bien y del Mal y, gracias a ello, se nos quedó el regusto de poder
saber por nosotros mismos, es una lástima que no probara del otro Árbol que,
también, se encontraba en el centro del Jardín, el Árbol de la Vida.
Igual que somos, cada vez
más, conocedores de verdades teóricas y prácticas, también hoy seríamos más
inmortales, como Dios.
Eso debió ser lo que no
soportó Dios y lo sacó de sus casillas, echándolos de casa, no siendo que, de
nuevo, a la mujer le diera por probar de ese otro Árbol.
Si el Paleolítico fue, sobre
todo varonil (era necesaria la fuerza física), el Neolítico es fundamentalmente
femenino, donde la maña, la astucia y el cuidado sustituyen a la fuerza como
estrategia alimenticia.
La mujer, dadora de vida
(dentro de su vientre), cooperadora de vidas (en el vientre de las hembras
domesticadas), productora de frutos alimenticios conservadores de vida (en el
vientre de la tierra).
La mujer y la vida.
La mujer como artesana,
moldeando el barro, como Dios. Pero con una diferencia.
(Copio y pego del Boletín
Informativo Municipal de La Rambla de Agosto del 2.013, en un artículo de
Miguel Ángel Torres)
Oficio noble y bizarro
De entre todos el primero
Pues, siendo el hombre de
barro.
Dios fue el primer alfarero.
Y el hombre el primer
cacharro.
(Anónimo)
El varón, no la mujer, fue el
primer cacharro, que salió defectuoso, que le salió “rana” a Dios. Por eso no
repitió, según una de las dos versiones del Génesis, la preferida por la
tradición eclesial y, fundamentalmente, la más y mejor enseñada.
La mujer como complemento (no
como substancia) del varón, sacada (no creada) de una de sus costillas y, por
débil, culpable del primer pecado y de haber incitado a pecar al “pobre e
inocente” varón.
Me imagino a esa mujer
neolítica, con el crío agarrado a su teta caída, alimentándolo, moldeando el
barro, labrando la tierra y cuidando los animales, como lo vemos en las tribus
humanas aún no subidas al carro de la tecnología.
La primera alfarera humana
seria (tras el primer alfarero del “anónimo” anterior), no sólo dadora, también
conservadora de vida.