La experiencia es la piedra
de toque, el juez al que obligatoriamente hay que recurrir para que dictamine.
Pero las verdades científicas
(y los científicos lo saben) deben ir, siempre, escritas en minúsculas, porque
mañana mismo otro científico u otro equipo de científicos, descubren algo
incompatible y superior a lo que hasta ahora era tenido como verdadero, y deja
de ser tenido en cuenta y esa verdad, hasta entonces “verdad”, es sustituida,
formando ya parte de la historia de la verdad o de la historia de los errores.
Las verdades científicas
vienen con fecha de caducidad incluida, y esa fecha es “en cualquier momento”.
Lo que era verdadero deja de
serlo y no hay problema.
Así ha sido, y es, el avance
de ciencia, ésta es su maquinaria impulsiva, apoyarse sobre lo anterior para
afirmarlo, reafirmarlo, ampliarlo o para refutarlo.
Claro que los científicos no
son “el 007 con licencia para matar”.
Lo que puede ser investigado
es mucho más amplio de lo que debe ser investigado.
La ciencia debe tener unos
márgenes fuera de los cuales no puede moralmente, (no debe, pues) poner sus
manos.
Lo llamaremos “limitación
ética de la ciencia”.
Pero cuando un científico,
con el prestigio científico ganado a pulso, comienza a pisar el campo
religioso, debería hacerlo como hombre creyente o no creyente, y no como hombre
científico.
Porque el hombre (en esto
todos estamos de acuerdo) es mucho más que científico, pero nunca estaría demás
ponerlo de manifiesto, aunque él sea consciente de su doble vertiente.
Pero muchos, no científicos y
más heterónomos, cometen la falacia al razonar: “si este hombre, tan sabio,
dice lo que dice y cree lo que cree sobre Dios, tiene que ser verdad”.
¡El conocimiento¡
El conocimiento no es otra
cosa que la simplificación del mundo real y no todo lo real se somete a ser
tratado científicamente.
¿Cuánto de la materia viva y
de la materia inteligente y, más aún, cuánto del alma humana queda fuera de las
redes del conocimiento, porque se le escurre como el agua en una cesta?
Meto la cesta en el agua, en
la realidad, y ¿qué es lo que “pesco” de ella?
Algo, quizá bastante, pero
nunca todo.
La cesta debería ser cazuela,
o sea, el conocimiento debería no ser conocimiento, porque éste es una red.
Pero, además, no practicamos
la actividad de conocer por el simple y mero placer de saber.
Es verdad que el saber sabe
bien, que el saber es sabroso.
“Oh, ¡qué buen sabor tiene el
saber¡ ¡qué gozada el saberlo”¡.
Pero es como cuando comemos,
nos guste o no el sabor de la comida, ésta tiene consecuencias para nuestra
salud desde disparar el colesterol, la glucemia o la adiposidad hasta, por el
contrario, regularlo todo con esa dieta equilibrada.
Igualmente, el conocimiento
nunca es sólo y totalmente teórico.
El saber, trae, en su kit,
consecuencias, sirve para algo.
Puede ser para mejorar
nuestras vidas individuales o para mejorar la convivencia entre los hombres.
Puede servir para acaparar,
en solitario, ventajas o para distribuirlas.
Pero ¿y cuando el
conocimiento científico se aplica, ya no a la producción de cosas para vivir
más y mejor, sino para regular, de manera científica, la convivencia humana?
Estoy refiriéndome a la
“democracia”, a la aplicación del método científico a la política, que es,
hasta el momento presente, no sólo “la peor forma de gobierno, excluidas todas
las demás”, no sólo es “la menos mala”, sino la más sensata.
La “res publica” debe estar
en manos de “el público”, de la sociedad toda”.
“El poder reside en el
pueblo”, aunque, durante cierto tiempo le demos permiso, lo depositemos en
alguien.
Lo que de todos es, que todos
puedan manejarlo.
Por esta forma de
convivencia, por esta forma de gobierno es por la que ha apostado Occidente.
El mundo occidental, que
desarrolló y sigue desarrollando la
Razón científica y la Razón tecnológica, que está poniendo en práctica la Razón Política y que,
cada vez más, deberá ir desarrollando la Razón Ética, una razón laica (no anti-nada), una
Ética sin flecos religiosos ni divinos.
Los problemas humanos, que
nos hemos creado los hombres, los hombres debemos solucionarlos.
Y cuando veamos que estamos errando,
corrijámonos, afinemos, nunca nos movamos con el lema de “mantenello y no
enmendallo”.
Hay que enmendar todo lo
enmendable y mantener lo mantenible.
Pero siempre desde la
práctica, desde la experiencia, desde abajo, con los pies en el suelo.
El otro método de
conocimiento, el método divino, aplicado a la realidad, se ha mostrado inútil y
aplicado a la política está mostrándose dañino, catastrófico, sobre todo por
aquello de las interpretaciones de que antes hablamos y de la “credulidad” (no
me atrevo a llamarla “fe”) de tanta gente que aparcan su conciencia y le
entregan las llaves del vehículo y de la casa al “escribidor o al
telepredicador de turno”.
Cuando geográfica y
socialmente se acercan ambos métodos de gobierno chocan, se repelen, como los
polos de un imán. Pero con una gran diferencia: mientras unos son capaces de
exigir mártires propios y víctimas ajenas, los otros tienen como norma el
respeto a TODAS las personas, por el hecho de ser personas, aunque sean
intolerables las ideas que proponen y exigen poner en práctica.
Cuando algo va mal en una
sociedad que se rige por el método científico, porque lo previsto anticipado no
concuerda con lo presente real, se corrigen, se cambian las premisas, los
presupuestos de que se partía y a ensayar de nuevo, hasta que se dé con la
tecla.
Cuando algo va mal en una
sociedad que se rige por el método divino y la realidad se deteriora, no por
eso habrá que cambiar ni el método ni los presupuestos, sino que la deteriorada
realidad será interpretada, no como un error, sino como una prueba divina para
superar el test de la vida terrena y poder, así, hacerse merecedores de la vida
eterna feliz.
Para los que usan el método
divino en la forma de gobernarse, la realidad nunca refuta sus presupuestos,
que, por otra parte, son los presupuestos de Dios.
¡Y Dios no va a estar
equivocado¡.