El Estado está obligado a
formar ciudadanos, no creyentes.
Estoy cansado de repetir que,
cuando un alumno salga de la escuela o del instituto es libre para irse de
paseo, jugar al fútbol, irse a su casa a estudiar o ir a la parroquia más
cercana al centro y/o a su vivienda para recibir instrucción religiosa.
La iglesia, como espacio, es
el lugar adecuado para la catequesis y la formación religiosa, y es allí donde
deben estar los curas o pastores de las confesiones correspondientes.
Se puede ser/se debe ser,
además de creyente practicante ser un buen ciudadano y ésta es la misión del
Estado, la “ciudadanía”, y no la “religiosidad”, que debe ser enseñada en los
lugares religiosos.
Todos sabemos (sobre todo los
que hemos estado muchos años implicados en la enseñanza) las famosas notas del
cura correspondiente que, además, no está ahí por haber aprobado una oposición,
sino por el método digital, nombrado por el Obispo, pero pagado por el estado.
En la próxima reforma de la Constitución , cuando
ella sea, sería necesario romper el Concordato con el Vaticano y su
consecuencia, sacar la religión de la escuela.
¿Los padres tienen derecho a
la educación de sus hijos? Por supuesto que sí, pero si quieren una educación
religiosa que acudan a los colegios religiosos, pero no a la escuela pública.
Neutralidad total, pues, del
Estado ante las diversas confesiones religiosas, no prohibirlas (allá ellas)
pero cerrarle el paso a la escuela pública.
Cuando, alegremente, se
denuncia cómo se hiere el “sentimiento religioso”, eso mismo podía decir un
ateo de cómo la exhibición pública de creencias hiere sus sentimientos ateos.
Recuerdo mis tiempos de
profesor en Córdoba y cómo los creyentes aplaudían la actitud no sólo
tolerante, sino respetuosa del ento9nces su alcalde, comunista, Julio Anguita,
durante cuyo mandato se dieron todas las facilidades a todas las cofradías para
procesionar sus imágenes, cerrando al tráfico rodado las calles de “la carrera
procesional”.
Las religiones son –y no creo
que haya alguien que lo dude – formas de expresión de valores, de experiencias,
de anhelos humanos, sabiéndose mortales en este mundo transitorio.
Despreciarlas por su nulo
carácter científico es una señal de incultura, pues las tradiciones religiosas
pertenecen a la interpretación y valoración de la existencia humana en el
mundo, no a la descripción del funcionamiento del mundo, que corresponde a la
ciencia.
Pero como hemos expuesto
antes, las orientaciones morales y sociales de los textos sagrados son
sumamente ambiguas (por no decir algo peor).
Como provienen de épocas muy
antiguas y de circunstancias históricas diferentes de las actuales, tomar
literalmente sus preceptos son, con frecuencia, opuestos a los valores cívicos
de la modernidad.
Me viene a la mente el
mandamiento del día del Señor, el Domingo en el cristianismo, dedicado al
Señor, con la obligación de oír “misa entera” y con la prohibición de trabajar
(y yo me imagino a ésta mi Málaga, sin autobuses, sin taxis, sin panaderías,
sin bares, sin aviones ni trenes, sin gasolineras,…porque es el día del
descanso obligatorio).
(Y tengo anécdotas de mi
pueblo, multando por segar o por trabajar en la era, los domingos y “fiestas de
guardar”, y…y……)
Los Libros Sagrados, sus
preceptos, chocan de frente, totalmente, en el día de hoy con la vida moderna
y, a veces, son recomendaciones monstruosas.
Releo, a veces, el Antiguo
Testamento y tengo que cerrarlo por los mandatos de Yahvé, celoso y
sanguinario, a su pueblo con los creyentes en otros dioses.
El que cree, cree y
experimenta una verdadera creencia, otra cosa es que sea verdad lo creído.
La experiencia religiosa es
totalmente privada y no hay criterio objetivo para justificar su verdad y
cuando entran en conflicto con verdades científicas y universales deben volver
a su ámbito privado.
Cuando hay colisión entre la
legislación de una sociedad democrática y un mandato o prohibición de un libros
sagrado, deben prevalecer los valores instituidos en aquella, en la legislación
democrática.
Lo que costará mucho a los
dogmáticos creyentes que afirmarán que la verdad revelada debe estar por encima
de la verdad humana.
La situación insostenible que
se produciría si los dogmáticos de todas las religiones tuvieran que convivir
en una sociedad democrática.
Si cada grupo afirma y se
reafirma en su singularidad cultural la tragedia está anunciada a no ser que
todos se consideren “ciudadanos” de la misma comunidad política sin afectar a
su singularidad religiosa.
Todos deben cumplir las
mismas normas de circulación o las obligaciones con Hacienda y cumpliendo sus
liturgias y rituales religiosos en sus lugares respectivos sean los viernes,
los sábados o los domingos.
Son las Constituciones
correspondientes los fundamentos normativos y los límites a su propia
legitimidad.
Pero, igual que los creyentes
tienen sus derechos en manifestar sus creencias, también los no creyentes
tienen los suyos a exteriorizar libremente sus críticas antirreligiosas y
anticlericales (y se me viene a la mente la manifestación, en España, con la
“Procesión del Coño Insumiso”.
Igual que hay religiosos
convencidos, con sus derechos, también hay/puede haber antirreligiosos
convencidos, con los suyos.
Y las creencias y tradiciones
religiosas no deberían gozar de ninguna bula especial, que tantas veces se
reclama.
Nadie pone en duda que las
religiones generan miedo, supersticiones, sumisiones intelectuales y, todas o
casi todas ellas se rigen por promesas imposibles de saber su cumplimiento.
La unión que ellas causan
entre la comunidad en la que rige choca o puede chocar con otra comunidad que
se rige por otra religión por lo que la sociedad en que ambas se encuentran
queda tocada.
Y si para el creyente es más
importante su credo, y se reafirma en él, que las obligaciones de la ciudadanía
que comparte con todos, el problema está servido y habrá que controlar a sus
autoridades eclesiásticas, las enseñanzas que promueven y las pretensiones de
poder que comportan.
Y todos sabemos que los
discursos religiosos están llenos de falsedades, distorsiones y mucha
propaganda y es la cultura laica la que debe promover la crítica de estas
cosas.
Una sociedad laica es aquella
en la que es posible desenmascarar las imposturas del clero y, en general, de
los profetas religiosos poniendo a disposición de los ciudadanos instrumentos
para emanciparse de las enseñanzas religiosas.
El Estado tiene todo el
derecho a inmiscuirse en las enseñanzas religiosas si éstas crean o pueden
crear distorsiones en la convivencia ciudadana o en la salud mental del
convencido creyente antes de que pase al estado de fanatismo con las posibles
consecuencias terroristas que puede causar.
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