Las dos condiciones
indispensables de cualquier sistema democrático, bases de la laicidad, son:
1.- El Estado debe estar
vigilante y velar porque a ningún ciudadano se le “imponga” una afiliación religiosa o se le “impida”
ejercer la que ha elegido.
2.- El respeto a las leyes
del país debe estar por encima de los preceptos particulares de cada religión.
Las Iglesias pueden hacer
recomendaciones morales a sus fieles pero no exigirlas al resto de la
comunidad, como muy a menudo ocurre.
El abuso, fundamentalmente,
viene del clero pero, a veces, los políticos, para arañar votos, suelen
convertir en programa público lo que sólo debería pertenecer al ámbito de la
conciencia de cada cual.
¿Y la educación?
Por una parte, los padres
tienen derecho a formar a sus hijos en la religión que ellos profesan pero, por
otra, la sociedad debe garantizar a cada neófito los instrumentos intelectuales
necesarios y la información suficiente sobre otras alternativas, de modo que
cada cual pueda elegir libre y responsablemente sus creencias cuando alcance la
debida madurez para ello.
Nadie, pues, debe estar
determinado desde la cuna a profesar tales o cuales creencias, por respetables
que ellas sean.
Los padres tienen derecho a
transmitir a los hijos sus valores y su visión espiritual de la vida, bien de
manera directa, en la familia, bien a través de intermediarios que crean
adecuados, pero esa no puede ser la única perspectiva que reciban los niños,
blindándolos contra cualquier otra forma de pensar.
Ni en lo moral, ni en lo
intelectual, pueden ser los padres los únicos intervinientes.
La escuela no sólo es un
derecho del niño, es un deber para los padres y su incumplimiento podrá ser
denunciado y debidamente castigado.
No se educa a los niños para
la “armonía familiar” sino para la “armonía social”, por lo tanto la
responsabilidad de la enseñanza le corresponde a la sociedad entera.
Si el niño, al llegar a la
adolescencia, se comporta de acuerdo con lo que sus padres quieren pero de modo
que la comunidad democrática resulte lesionada, la educación habrá causado más
daño que beneficio.
Entre los emigrantes suele no
ser rara la respuesta de que no es la sociedad en la que están la que les
dificulta la integración, sino los propios padres.
Estamos asistiendo, en
España, a que la mayor amenaza para los maestros/profesores no proviene de los
alumnos, sino de sus padres que, ingenuamente, creen a pies juntillas lo que
sus hijos les cuentan y tal como se lo cuentan, lo que a veces es la
autojustificación para sus bajas calificaciones (“mi maestro/profesor me tiene
tirria”)
En la primitiva cristiandad
se esperaba a que los niños se hicieran mayores y pidieran voluntariamente ser
bautizados, o no, lo que hoy no se admite porque se ve normal que el niño
recién nacido pertenece, obligatoriamente, a la religión de los padres.
¿Afiliación religiosa por
cuestión hereditaria?
¿Sería mucho pedir que se
esperara a la edad adulta para que una persona, con conocimiento de causa, opte
por esto o por lo otro?
¿No sería más lógico?
Pero en el cristianismo salta
la sentencia: “si el niño muere sin bautizar muere en pecado (el original) por
lo que no podrá entrar en el cielo”
Porque sabemos que el rito
para entrar y pertenecer a la
Iglesia es el bautismo, que borra el pecado original.
Son los padres que intentan
encerrar ideológicamente a sus hijos en la ortodoxia familiar, sin permitirles
“contagios exteriores”, los que más se oponen a que sea el Estado laico el que
los eduque en valores, para formarlos como personas y que puedan libremente
elegir la religión por la que opten.
Como todos quienes me sigan
en mi recorrido intelectual y moral saben que soy un defensor acérrimo de la Cultura Religiosa
(instrumento fundamental para entender la historia, el arte, la literatura, …)
y un acérrimo opositor a que la
Religión se imparta en los centros públicos con el agravante
añadido de que los profesores no pasan el filtro de la idoneidad y son
nombrados a dedo por el Obispo de turno (y despedidos por causas morales: estar
divorciado, o separado, o “arrejuntado”…) pero cobrando, en nómina mensual, del
erario público, del Estado.
Y cuando se afirma que en los
centros públicos se impartan, además, otras religiones, peor todavía.
Ninguna religión, no todas
las religiones, que en la mente en formación del niño lo desprotege más que lo
auxilia al no tener aún criterio formado propio.
No se necesitan escuelas para
formar creyentes, sí las necesitamos para formar seres pensantes, autónomos y
críticos.
El niño no puede, todavía,
discernir entre la libre discusión racional y las predicaciones religiosas y
proféticas, la primera busca la verdad, la segunda la obediencia y la mente del
niño saldría confusa.
La teocracia es incompatible
con la democracia, basada en razones, y no en revelaciones.
El ideal político es “mejorar
este mundo”, el ideal religioso es “alcanzar el otro mundo”
Son actitudes muy distintas
y, muchas veces, opuestas.
Proclamar que “otro mundo es
posible” es bifronte, pero a los humanos lo primario es “este mundo el que es
posible mejorar” y a ello deben dedicarse los políticos representativos del
pueblo que los ha elegido, para eso y no para otra cosa.
En las sociedades
democráticas debe estar garantizada la “libertad de conciencia”, pero ésta no
es absoluta, tiene el límite del “bien social” que no puede salir perjudicado
de una decisión libre y que, por ello, también debe ser responsable y responder
de las consecuencias de esa decisión voluntaria.
Tienes derecho a nadar, pero
dentro del río.
Tienes derecho a caminar,
pero no a entrar en la propiedad privada.
“Ser” y “estar”.
Tú puedes optar por “ser” de
una forma o de otra, según tus preferencias pero “estás” en una sociedad que
busca la convivencia armónica de todos y, en caso de colisión entre tu “ser”
personal y tu “estar social”, éste debe primar.
El “ser” es una búsqueda
personal pero el “estar” es una exigencia conjunta, fundamentadota de las
libertades que permiten la pluralidad de identidades o formas de ser.
El laicismo democrático no
tiene otro objetivo que éste.
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