Afirma Fernando Savater que le pidió al filósofo Sciascia que le definiera qué era la “inteligencia” a lo que el filósofo italiano respondió: “algo de lo que suelen presumir los estúpidos”.
Por lo que F. Savater, en su
Diccionario Filosófico, (que ha sido considerado por la crítica como la obra
más madura del filósofo español está siendo muy leída aunque las más leídas
hayan sido/sean las dos obras dedicadas a su hijo Amador, Ética para Amador y
Política para Amador que, tantas veces utilicé en mis clases de Ética) en la
entrada “intelectuales” escribe: “véase “estupidez”).
Porque Savater considera la
estupidez como “la silicosis del intelectual, su enfermedad profesional”.
Por lo que algunos lo han
definido como “azote de estúpidos”, “filósofo provocador”, “eterno disidente”,
“filósofo de lo posible contra lo probable”, “filósofo inconformista”, de
“anarquista moderado” consta en la ficha policial franquista.
Es decir, un filósofo
atípico, un personaje entre dos aguas: el escepticismo y el sentido común.
Él se considera, más que como
un filósofo clásico, académico y tradicional, un “filósofo de compañía”.
Y es verdad que es un placer
leer cualquiera de sus obras porque escribe para que también los no filósofos
lo entiendan perfectamente.
Sus obras son “autorizadas
para todos los públicos” por lo que también se le ha llamado “filósofo de la
obviedad” porque es un maestro en manejar el arte de tratar los temas más
complejos con envidiable claridad, tanto literaria como conceptual.
Aún sigo disfrutando de El
Jardín de las dudas, novela ambientada en
Obra que, además, quedó
finalista del Premio Planeta en 1.993.
En su sólida formación
filosófica siempre está Voltaire: “lo más volteriano en mí, lo más noblemente
volteriano, es la pasión por la “tolerancia” y el aborrecimiento del
autoritarismo y de los fanáticos” de ahí su condena del terrorismo vasco (él es
vasco, nacido en San Sebastián, en 1.947) y habiendo estado, pública y
privadamente, amenazado por ETA.
No le gusta mirar al pasado,
siempre edulcorado por los buscadores del origen, y que no es otra cosa que la
placenta protectora en la que se refugian, por miedo a enfrentarse con el
presente para poder preparar el futuro al que ven negro, muy negro.
A él le gusta “reflexionar
sobre el presente para buscar lo posible”, “yo no me resigno a lo probable,
busco también lo posible” y, si no existe la “felicidad perfecta” tampoco
existe la “infelicidad perfecta” por lo que a él le interesa la “felicidad
posible”.
No muy amigo de compañías y
si, es el caso, “un máximo de tres horas y media y un mínimo de diecinueva
minutos” y, además, charlas sin programa o guión previo (lo que G. García
Márquez llama un “conversatorio”) reflexionando en voz alta.
Dice, entonces, lo que piensa
sabiendo que puede equivocarse y que rectificará al día siguiente si ello fuera
necesario.
Le gusta desmontar los
lugares comunes y desmitificar utopías de uso corriente.
Es un inconformista, pero muy
coherente y amigo del sentido común.
Conocedor de todos (o casi
todos –supongo) los filósofos de la historia y de la actualidad.
Cuando una persona es culta
menos dinero necesita para hacer unas vacaciones o pasar un día feliz.
Y, al revés, cuanta menos
cultura posee, más derroche, más gasto, más pirotecnias, más ritos necesitan,
porque no es fácil amueblar un vacío.
Una persona culta tiene
abiertas tantas puertas y tan variadas que sabe que puede optar por abrirlas
todas, pero que sabe que no puede entrar por todas, porque dominar lo que hay
tras ellas es imposible.
Una persona inculta o no
tiene puertas para abrir o tiene sólo una en la que entrar o él mismo la
construye y se divierte con fuegos artificiales.
Un edificio con muchas
puertas que abrir supone unos buenos y sólidos cimientos, una sólida base cultural,
de la que carece el inculto.
El inculto envidia el coche,
el reloj, el piso, el ordenador,… de la persona culta, pero no envidia el
bagaje intelectual y el elenco de palabras y conceptos que usa en una
conversación porque su pequeño diccionario intelectual es incapaz de
recogerlos, al sentirse desbordado.
Si el ordenador te corrige tu
minúsculo dominio de la ortografía está como invitándote a que no te esfuerces
en dominarla, te incita al mínimo esfuerzo (ley muy de moda en la enseñanza
actual).