Recordemos el famoso juicio a
Galileo que, generalmente, está mal interpretado.
La cuestión que se planteó en
el juicio fue si
Desde la perspectiva de los
jueces, el error de Galileo consistió en describir el cosmos sin contar con las
Sagradas Escrituras (que es como entonces se interpretaba).
Su empeño en hallar para sus
hipótesis demostraciones lógicas (lógicas en sentido griego, esto es,
sustentadas en la realidad), no míticas (basadas en la tradición o la fe),
resultaba inaceptable para
Ese, y no otro, era el
problema.
Entre ambas posturas no había
ni podía haber término medio.
«Nadie abandona mediante
razones una creencia a la que no ha llegado mediante razones».
La existencia histórica,
entonces, era siempre existencia en un contexto espiritual, que Galileo no
contemplaba.
No es igual vivir en unas
circunstancias que en otras.
Ortega nos lo advertiría
constantemente: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me
salvo yo”
Si Yo soy la suma de dos
sumandos no puede obviarse uno de ellos.
Idénticos hechos son
interpretados de distinta manera.
Hoy sería ridículo que un
barco evitara ciertas islas por temor a las sirenas, pero en tiempos de Homero
hubiera parecido una medida prudente, porque se creía en ellas.
La gente creía en ellas como
en las ballenas o los elefantes.
Esto no quita que el marinero
que aseguraba haberlas visto estuviera mintiendo o engañándose. El peso de las
creencias puede ser tan fuerte que se imponga a la propia realidad, aunque la
realidad, de la que no deberíamos olvidar nunca que forma parte la muerte,
acaba asomando por alguna parte y dictando su sentencia inapelable.
«Se puede engañar a todo el
mundo alguna vez y a algunas personas todo el tiempo, pero no se puede engañar
a todo el mundo todo el tiempo», dijo Franklin.
El que cree sin razones para
creer no admite razones para dejar de hacerlo.
El mecanismo por el que el
marinero griego tomaba en serio los relatos sobre sirenas y otras criaturas
fantásticas es el mismo que llevaba al soldado medieval a creer en la intervención
de Santiago apóstol en las batallas contra los infieles (“Santiago matamoros”).
Nadie lo había visto y seguro
que muchos recelaban de tales fábulas, si bien no estaba en el espíritu de la
época cuestionarlas.
Si Dios quiso hacerse carne
(“encarnación”) para salvar al hombre del pecado, puede en cualquier momento
enviar sus legiones celestiales en auxilio de quienes combaten por él.
Hoy asombra la credulidad de
nuestros antepasados, aunque la sorpresa que suscita su fe en la existencia de
criaturas imaginarias no es, en verdad, muy diferente de la que nos produce la
confianza ciega que se ha profesado en el siglo XX a caudillos iluminados («Yo
no pienso, Stalin lo hace por mí», ironizaba Koestler cuando la discusión con
algún miembro del partido lo conducía a posiciones peligrosas para la salud) y
la que provocará posiblemente también en el futuro el apego que todavía
sentimos hacia otro tipo de entelequias políticas de las que no hemos
conseguido distanciarnos, pese a los avances de la globalización: nación,
pueblo, etcétera.
Probablemente, bastará con
que esta clase de categorías pierdan utilidad social y dejen de ser efectivas
para que corran el mismo destino que otras equivalentes antaño tomadas en
serio: hidalguía, limpieza de sangre, raza…
Horizonte, constelación de
sentido, sistema de creencias, paradigma, contexto espiritual, da igual cómo
llamemos a ese círculo dentro del cual nos movemos y desde el cual afrontamos
la realidad, lo esencial es que formamos parte de él y que de él procede nuestra
forma de entender lo que nos circunda.
Como nuestra inserción no es
accidental, al contrario, formamos parte de lo mismo que nos constituye,
resulta sumamente difícil distanciarse de los supuestos que alimentan nuestro
pensamiento.
Estamos condicionados (aunque
no determinados) por ellos y lo sabemos, pero no podemos hacerlos visibles.
Aunque haber vivido durante
siglos bajo la fe en un Dios que trasciende todos los límites pueda hacer
pensar que la conciencia de que las cosas son así se remonta a fechas
recientes, en realidad, acompaña a la filosofía y, por tanto, a la civilización
occidental, desde su origen.
Parménides, en el principio
de esta historia occidental, opta la «vía de la verdad», que es el camino que
hace el pensador que se esfuerza por poner al descubierto eso que la tradición
encubre con sus prejuicios.
En un conocido pasaje del
libro VI de La república, con la alegoría del Sol, Platón fue más
lejos en la comprensión del asunto al observar que, así como la visibilidad que
permite al ojo ver los objetos visibles no es un objeto visible, la
inteligibilidad que permite a la mente comprender los objetos inteligibles
tampoco es un objeto inteligible.
Expresado en un lenguaje
actual: cualquier afirmación o negación implica un horizonte de sentido que no
es susceptible de afirmación o negación, pues es precisamente él el que vuelve
inteligibles nuestras afirmaciones y negaciones.
Platón partió de esto para
afirmar la imposibilidad de que la filosofía deviniera alguna vez plena sabiduría
porque nos condiciona esa luz sin la cual nada veríamos.
“Ni contigo, ni sin ti, tiene
el conocimiento de la verdad remedio. Contigo porque…, sin ti porque…..”
Nosotros podemos añadir otra
cosa respecto de la mentira: su tendencia a revelarse de forma tardía, cuando
un cambio de horizonte la desconecta del sistema de creencias dentro del cual
parecía lo contrario.
La dependencia de la verdad
de un horizonte de sentido no implica que no haya verdades más allá de ellos,
verdades que trascienden épocas o mentalidades, como las que encontramos en la
ciencia o las que revelan las obras maestras del arte.
El problema de estas verdades
es que nunca son las mismas.
Cada horizonte hace con ellas
lo que cada nuevo amor con las vivencias del individuo: conferirles otro
sentido.
La visión de la naturaleza en
Todos sabemos la barbaridad
que supone juzgar una obra de arte contemporánea con los criterios del arte
moderno o del arte clásico, como absurdo es evaluar las investigaciones de la
astronomía actual con los parámetros de la astronomía de Ptolomeo.
Existir en el tiempo,
históricamente, resulta incompatible con la posibilidad de alcanzar la verdad,
entendida como una experiencia incondicionada, completa, definitiva de la
realidad.
Para creer que pueda
explicarse por completo la realidad, en su incesante hacerse y rehacerse, o
bien hay que salirse del tiempo, saltando a la eternidad, o bien hacerse la
ilusión de poseer un sistema de ideas capaz de reducir cualquier fenómeno
pasado, presente o futuro a sus categorías.
En un caso, se prescinde de
la razón; en el otro, se hace un uso aberrante de ella.
El fanatismo religioso o los
totalitarismos del siglo XX, herederos de Hegel, el pensador que se
vanagloriaba de haber llevado la filosofía a la sabiduría, son dos ejemplos de
las desastrosas consecuencias a las que suelen conducir ambos caminos.
Recordemos el famoso juicio a
Galileo que, generalmente, está mal interpretado.
La cuestión que se planteó en
el juicio fue si
Desde la perspectiva de los
jueces, el error de Galileo consistió en describir el cosmos sin contar con las
Sagradas Escrituras (que es como entonces se interpretaba).
Su empeño en hallar para sus
hipótesis demostraciones lógicas (lógicas en sentido griego, esto es,
sustentadas en la realidad), no míticas (basadas en la tradición o la fe),
resultaba inaceptable para
Ese, y no otro, era el
problema.
Entre ambas posturas no había
ni podía haber término medio.
«Nadie abandona mediante
razones una creencia a la que no ha llegado mediante razones».
La existencia histórica,
entonces, era siempre existencia en un contexto espiritual, que Galileo no
contemplaba.
No es igual vivir en unas
circunstancias que en otras.
Ortega nos lo advertiría
constantemente: “Yo soy yo y mi circunstancia, y si no la salvo a ella no me
salvo yo”
Si Yo soy la suma de dos
sumandos no puede obviarse uno de ellos.
Idénticos hechos son
interpretados de distinta manera.
Hoy sería ridículo que un
barco evitara ciertas islas por temor a las sirenas, pero en tiempos de Homero
hubiera parecido una medida prudente, porque se creía en ellas.
La gente creía en ellas como
en las ballenas o los elefantes.
Esto no quita que el marinero
que aseguraba haberlas visto estuviera mintiendo o engañándose. El peso de las
creencias puede ser tan fuerte que se imponga a la propia realidad, aunque la
realidad, de la que no deberíamos olvidar nunca que forma parte la muerte,
acaba asomando por alguna parte y dictando su sentencia inapelable.
«Se puede engañar a todo el
mundo alguna vez y a algunas personas todo el tiempo, pero no se puede engañar
a todo el mundo todo el tiempo», dijo Franklin.
El que cree sin razones para
creer no admite razones para dejar de hacerlo.
El mecanismo por el que el
marinero griego tomaba en serio los relatos sobre sirenas y otras criaturas
fantásticas es el mismo que llevaba al soldado medieval a creer en la intervención
de Santiago apóstol en las batallas contra los infieles (“Santiago matamoros”).
Nadie lo había visto y seguro
que muchos recelaban de tales fábulas, si bien no estaba en el espíritu de la
época cuestionarlas.
Si Dios quiso hacerse carne
(“encarnación”) para salvar al hombre del pecado, puede en cualquier momento
enviar sus legiones celestiales en auxilio de quienes combaten por él.
Hoy asombra la credulidad de
nuestros antepasados, aunque la sorpresa que suscita su fe en la existencia de
criaturas imaginarias no es, en verdad, muy diferente de la que nos produce la
confianza ciega que se ha profesado en el siglo XX a caudillos iluminados («Yo
no pienso, Stalin lo hace por mí», ironizaba Koestler cuando la discusión con
algún miembro del partido lo conducía a posiciones peligrosas para la salud) y
la que provocará posiblemente también en el futuro el apego que todavía
sentimos hacia otro tipo de entelequias políticas de las que no hemos
conseguido distanciarnos, pese a los avances de la globalización: nación,
pueblo, etcétera.
Probablemente, bastará con
que esta clase de categorías pierdan utilidad social y dejen de ser efectivas
para que corran el mismo destino que otras equivalentes antaño tomadas en
serio: hidalguía, limpieza de sangre, raza…
Horizonte, constelación de
sentido, sistema de creencias, paradigma, contexto espiritual, da igual cómo
llamemos a ese círculo dentro del cual nos movemos y desde el cual afrontamos
la realidad, lo esencial es que formamos parte de él y que de él procede nuestra
forma de entender lo que nos circunda.
Como nuestra inserción no es
accidental, al contrario, formamos parte de lo mismo que nos constituye,
resulta sumamente difícil distanciarse de los supuestos que alimentan nuestro
pensamiento.
Estamos condicionados (aunque
no determinados) por ellos y lo sabemos, pero no podemos hacerlos visibles.
Aunque haber vivido durante
siglos bajo la fe en un Dios que trasciende todos los límites pueda hacer
pensar que la conciencia de que las cosas son así se remonta a fechas
recientes, en realidad, acompaña a la filosofía y, por tanto, a la civilización
occidental, desde su origen.
Parménides, en el principio
de esta historia occidental, opta la «vía de la verdad», que es el camino que
hace el pensador que se esfuerza por poner al descubierto eso que la tradición
encubre con sus prejuicios.
En un conocido pasaje del
libro VI de La república, con la alegoría del Sol, Platón fue más
lejos en la comprensión del asunto al observar que, así como la visibilidad que
permite al ojo ver los objetos visibles no es un objeto visible, la
inteligibilidad que permite a la mente comprender los objetos inteligibles
tampoco es un objeto inteligible.
Expresado en un lenguaje
actual: cualquier afirmación o negación implica un horizonte de sentido que no
es susceptible de afirmación o negación, pues es precisamente él el que vuelve
inteligibles nuestras afirmaciones y negaciones.
Platón partió de esto para
afirmar la imposibilidad de que la filosofía deviniera alguna vez plena sabiduría
porque nos condiciona esa luz sin la cual nada veríamos.
“Ni contigo, ni sin ti, tiene
el conocimiento de la verdad remedio. Contigo porque…, sin ti porque…..”
Nosotros podemos añadir otra
cosa respecto de la mentira: su tendencia a revelarse de forma tardía, cuando
un cambio de horizonte la desconecta del sistema de creencias dentro del cual
parecía lo contrario.
La dependencia de la verdad
de un horizonte de sentido no implica que no haya verdades más allá de ellos,
verdades que trascienden épocas o mentalidades, como las que encontramos en la
ciencia o las que revelan las obras maestras del arte.
El problema de estas verdades
es que nunca son las mismas.
Cada horizonte hace con ellas
lo que cada nuevo amor con las vivencias del individuo: conferirles otro
sentido.
La visión de la naturaleza en
Todos sabemos la barbaridad
que supone juzgar una obra de arte contemporánea con los criterios del arte
moderno o del arte clásico, como absurdo es evaluar las investigaciones de la
astronomía actual con los parámetros de la astronomía de Ptolomeo.
Existir en el tiempo,
históricamente, resulta incompatible con la posibilidad de alcanzar la verdad,
entendida como una experiencia incondicionada, completa, definitiva de la
realidad.
Para creer que pueda explicarse por completo la realidad, en su incesante hacerse y rehacerse, o bien hay que salirse del tiempo, saltando a la eternidad, o bien hacerse la ilusión de poseer un sistema de ideas capaz de reducir cualquier fenómeno pasado, presente o futuro a sus categorías.
En un caso, se prescinde de
la razón; en el otro, se hace un uso aberrante de ella.
El fanatismo religioso o los
totalitarismos del siglo XX, herederos de Hegel, el pensador que se
vanagloriaba de haber llevado la filosofía a la sabiduría, son dos ejemplos de
las desastrosas consecuencias a las que suelen conducir ambos caminos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario