Aunque el patrón de la
mentira queda fijado ya en periodos anteriores, los contextos históricos
perfilarán un estilo característico de mentira.
El arte medieval podría
caracterizarse por el férreo control de la verdad sobre la mentira.
Quizá los dioses embriagados
y juguetones de la época clásica necesitaban el látigo redentor del Dios
cristiano.
San Agustín de Hipona o Santo
Tomás de Aquino podrían verse como los azotadores.
No obstante tanto uno como
otro azotador no dejarán de reconocerle a la farsa su vivir inevitable, y el
último casi hasta su virtud para ciertos casos; y es que la verdad beata no
puede disimular la mentira oculta en los hábitos.
El rigor de la moral
cristiana habrá de hacer su cruzada contra la mentira, como pecado, el pecado de
mentir.
La propia consolidación de la
institución eclesiástica conlleva la persecución del hereje a través de su
desenmascaramiento.
La iglesia se previene contra
el falso testimonio y la falsificación de la creencia.
Se levantan primero las
gruesas murallas románicas contra la mentira y después las apologéticas cumbres
góticas de la verdad pero cada piedra habrá de tener sus sombras.
El mundo inestable de
invasiones, de avances y repliegues, de fragmentación fronteriza... disuelve en
gran medida el mundo urbano en Occidente.
La vida se simplifica en
cuanto a las relaciones de sociedad en un mundo rural y campesino, la mentira
pierde matices y colorido a costa de una verdad elemental.
Pero
San Agustín había acertado en
desconfiar del hombre, que por su voluntad miente.
A la luz ilustrada de
Con los tiempos viene una
secularización de los hábitos, y los hábitos tienen su aprovechamiento tanto
para el que se disfraza como para el que repara en la vanidad del que se los
pone.
La verdad ensalzada como
virtud de esta época emociona la vanidad del hombre y la mentira saca tajada.
Al efecto nos alecciona la
famosa fábula del Cuervo y el Zorro en El Conde Lucanor de Don Juan Manuel (la
mentira es una treta que se aprovecha de la vanidad de un hábito tomado por
verdad):
“Una vez halló el cuervo un
gran pedazo de queso, y se subió a un árbol para poder comérselo más a gusto,
sin recelo y sin estorbo de nadie. Y cuando así estaba, pasó el zorro por debajo
del árbol, y apenas vio el queso que tenía el cuervo se puso a tramar el modo
de quitárselo. Y, por ello, empezó a hablar de esta manera: —«Don Cuervo, hace
mucho tiempo que oí hablar de vos y de vuestra nobleza y apostura. Y aunque os
he buscado, no ha sido voluntad de Dios ni ventura mía el que os hallara hasta
este momento. Y para que veáis que no os lo digo por lisonja, enumeraré tanto
las aposturas que en vos veo como aquellas cosas en que, según las gentes, no
sois tan apuesto.
Todas las gentes piensan que
el color de vuestro plumaje, ojos y pico, patas y uñas es negro.
Y dado que las cosas negras
no son tan apuestas como las de otro color, y vos sois enteramente negro,
opinan las gentes que ello constituye mengua de vuestra apostura.
No se dan cuenta de que se
equivocan pensando así. Pues si vuestras plumas son negras, es tan negra y
brillante su negrura, que se vuelve de azul índigo como las plumas del pavo
real, la cual es el ave más hermosa del mundo.
Y aunque vuestros ojos son
negros, en cuanto ojos son más hermosos que ningunos otros ojos; pues la
propiedad del ojo no es sino ver; y puesto que toda cosa negra conforta la
vista, los negros son los mejores; y por ello son más alabados los ojos de la
gacela, que son más negros que los de cualquier otro animal.
De igual manera, vuestro pico
y vuestras patas y uñas son más fuertes que las de ninguna otra ave de vuestro
tamaño.
Y en vuestro vuelo tenéis
tanta ligereza, que no os estorba el viento contrario, por recio que sea, cosa
que ninguna otra ave puede hacerlo tan ligeramente como vos.
Y tengo por seguro, puesto
que Dios hace todas las cosas razonablemente, que no consentiría que, siendo
vos tan excelente en todo, tuvieseis el defecto de no cantar mejor que otra ave
cualquiera.
Y puesto que Dios me ha
concedido la merced de veros, y compruebo que hay en vos mejor bien del que
nunca oí, si me dejaseis oír vuestro canto, me sentiría bienaventurado para
siempre».
Y cuando el cuervo vio de qué
modo le alababa el zorro, y cómo le decía la verdad en algunas cosas, pensó que
se las decía en todas, e imaginó que era su amigo, sin sospechar que era para
quitarle el queso que llevaba en el pico.
Y en vista de las muchas y
buenas razones que le había oído al zorro, y por los halagos y por los ruegos
que le había hecho, abrió el pico para cantar.
Por lo cual cayó el queso en
tierra, lo tomó el zorro y se fue con él.
Y así quedó engañado el
cuervo, por creer que su apostura y gallardía eran mayores que las que tenía de
verdad.
Y aun la mentira podría
colarse revestida de virtud, como a veces se dice de El libro del Buen Amor de
Juan Ruiz; algunos interpretan que el propio autor construye un manual del
embuste carnavalesco haciéndolo pasar por un catálogo del pecado como si fuese
el canto de un juglar que, con licencia para moralizar hablando de blasfemias,
habla de moral para blasfemar.
Sin capacidad para descubrir
la intención del autor, la dialéctica entre la virtud y el deseo, la verdad y
la mentira se muestran en cada verso.
La ambigüedad del libro
podría ser el conflicto del hombre medieval con capacidad de elegir entre caer
en los deleites del pecado a través de las sombras de la virtud o la de
prevenirse al desenfreno poniendo luz al pecado.
Pero en cualquier caso,
durante el medievo la mentira es la verdad oscura de una virtud monumental.
Es cuando la mentira empieza
a ser virtud, en el renacer del hombre, que hay un cambio de estilo.
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