En 1714 Bernard Mandeville contaba esta fábula sobre las abejas:
"Había una colmena que
se parecía a una sociedad humana bien ordenada.
No faltaban en ella ni los
bribones, ni los malos médicos, ni los malos sacerdotes, ni los malos soldados,
ni los malos ministros.
Por descontado tenía una mala
reina.
Todos los días se cometían
fraudes en esta colmena; y la justicia, llamada a reprimir la corrupción, era
ella misma corruptible y corrupta...
En suma, cada profesión y
cada estamento, estaban llenos de vicios.
Pero la nación no era por
ello menos próspera y fuerte.
En efecto, los vicios de los particulares
contribuían a la felicidad pública; y, de rechazo, la felicidad pública causaba
el bienestar de los particulares.
Pero se produjo un cambio en
el espíritu de las abejas, que tuvieron la singular idea de no querer ya nada
más que honradez y virtud.
El amor exclusivo al bien se
apoderó de los corazones, de donde se siguió muy pronto la ruina de toda la
colmena.
Como se eliminaron los
excesos, desaparecieron las enfermedades y no se necesitaron más médicos.
Como se acabaron las
disputas, no hubo más procesos y, de esta forma, no se necesitaron ya abogados
ni jueces.
Las abejas, que se volvieron
económicas y moderadas, no gastaron ya nada: no más lujos, no más arte, no más
comercio.
La desolación, en definitiva,
fue general.
La conclusión parece
inequívoca: Dejad, pues, de quejaros: sólo los tontos se esfuerzan por hacer de
un gran panal un panal honrado.
Fraude, lujo y orgullo deben
vivir, si queremos gozar de sus dulces beneficios".
Aunque
Milagros, reliquias,
apariciones, indulgencias, nada de esto es anecdótico.
Cuando se mira el mundo con
los ojos de la fe, la realidad cuenta poco.
Es de admirar a las personas
beatas y crédulas asistir a las apariciones de
Esto vale también para la
historia.
¿Qué interés tiene el pasado
si lo que importa es la salvación?
“¿Para qué quieres saber Todas
las lenguas del mundo si pierdes tu alma?” había dicho San Pablo.
Es natural que bajo la
hegemonía del pensamiento católico prosperaran las falsificaciones históricas.
En España hubo incluso un
género específico, el falso cronicón, códices fraudulentos presuntamente
antiguos en los que, además de justificarse los lentos avances hacia la unidad
política y religiosa del país, se deslizaban con sutileza noticias favorables a
las pretensiones de una ciudad, una diócesis, una familia nobiliaria, en suma,
un “pagador”.
Nuestro antropólogo Julio
Caro Baroja, en su libro: “Las falsificaciones de
Beroso fue un sacerdote
de Babilonia, de inicios del siglo III a.C, en la época de control del Imperio
Seleúcida y que se cree que vivió entre los años
.
Inventó una lista de reyes de
España que descendía de Tubal, hijo de Jafet y nieto de Noé quien supuestamente
había constituido una monarquía en toda España poco después del Diluvio.
Pero aparecerá el “falso
Beroso” o “Pseudo-Beroso”, un libro
supuestamente elaborado por Beroso pero que, en realidad, se trataba de una
elaborada falsificación.
En 1.498, un oficial del
papa Alejandro VI llamado Annio de Viterbo, dominico a sueldo del papa
Alejandro Borgia y de los Reyes Católicos. pretendió haber descubierto
libros perdidos de Beroso.
Tuvieron cierta influencia en
la manera de pensar renacentista sobre la población y la migración, debido
a que Annio proporcionó una lista de reyes de Jafet (tercer hijo de Noé) en
adelante, cubriendo así una laguna histórica después del relato bíblico sobre
el diluvio.
,
Sus ficciones sobre España, a
la que presenta con tintes gloriosos, tal vez hayan ejercido en la formación de
la conciencia nacional un influjo más duradero que muchas verdades.
Lo mismo puede decirse de las
falsificaciones de Jerónimo Román de
El negocio funcionaba tan
bien que se trabajaba incluso a cara descubierta, con desprecio absoluto de
toda prueba, como hizo Antonio de Nobis, autor de una Historia de
Cataluña llena de dislates de la que se han nutrido abundantemente los
catalanistas.
Pero quizá lo más ilustrativo
para comprender el peso extraordinario de la mentira durante el tiempo en que
fue hegemónico el catolicismo es que la falsificación sirviera también de alternativa
reivindicatoria.
La palma en esto la tuvieron
los “Plomos del Sacromonte”, doscientas veintitrés planchas circulares de plomo,
de diez centímetros, grabadas con dibujos y textos en latín y caracteres
árabes, que aparecieron en Granada a finales del XVI, poco después de que se
hubiera descubierto allí, en el curso de unas obras en la torre Turpiana, una caja
con los restos del mártir San Cecilio, un pergamino políglota y una imagen de
El fin de todos estos
documentos era demostrar que Cristianismo e Islam podían entenderse.
Sus creadores, probablemente
moriscos, sugerían que, en los albores de la cristiandad, los granadinos fueron
convertidos por misioneros de lengua árabe (San Cecilio, acompañante de
Santiago, venía de allí) y que, por eso, los moriscos eran… ¡cristianos
viejos!, lo que debía tenerse en cuenta antes de su previsible expulsión, en
aras de la integridad racial del país.
Tragarse semejante patraña
parece imposible, pero como, entreveradas, se deslizaban afirmaciones relativas
a la evangelización de la península ibérica por Santiago y al dogma de
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