domingo, 22 de noviembre de 2020

HISTORIA DE LA MENTIRA ( 6 ) "LA DONACIÓN (?) DE CONSTANTINO.

 

El mito de la reserva espiritual de Occidente

 Yo me crié en ese mito.

 Alguien definió a España, todavía en 1.949, como la “reserva espiritual de Occidente”.

El título se lo habían ganado a sangre y fuego quienes se levantaron en armas contra el gobierno de la Segunda República y, después de una larga y cruenta guerra civil (1936-1939), accedieron al poder.

 

Comandados por aquel bajito general, Franco, aquellos rebeldes tuvieron el respaldo internacional de Hitler y Mussolini, entre otros, además del aliento que le dispensó el Vaticano al bautizar aquella contienda "contra la tiranía de los sin Dios" como una “Santa Cruzada” necesaria para "salvar la civilización cristiana".

 

Cuarenta largos años de dictadura franquista en España no hicieron más que prolongar la posición privilegiada de la Iglesia Católica en nuestro país, en una obscena mezcla de intereses políticos y religiosos a la que algunos pretenden hacernos volver.

 

¿Y qué decir de la «Donación de Constantino», modelo clásico de patraña política?

 

Tras la caída de Roma, y del derecho ligado a ella, reinaron en Europa la arbitrariedad y la fuerza.

 

Los bárbaros tardaron en asentarse.

Sus monarcas mantenían a duras penas la unidad de sus pueblos y su poder era frágil, tanto que, para lograr la docilidad de las poblaciones sometidas, tuvieron que apoyarse en la Iglesia, única institución que sobrevivió al desplome del imperio.

 

En el año 752, Pipino el Breve dio con la forma de fortalecer el poder real.

A cambio de que el papa Esteban II lo ungiera rey de los francos, él reconoció sin ambages la autoridad papal para otorgar o retirar la dignidad real en Occidente.

Y si el Papa no lo otorgaba parecía nula la proclamación de Rey.

 

¿Qué autoridad podían detentar los pontífices para justificar la competencia que se les atribuía?

Ninguna.

 

«Dad al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios», enseñó Jesús de Nazaret.

 

Aunque la Iglesia se las arregló a la larga para considerarlo todo de Dios, la distinción entre poder espiritual y poder terrenal era bien clara.

 

¿Cómo solucionar el asunto?

 

El recurso fue una mentira: el hallazgo (¿) de un viejo legajo que respaldó el derecho que se pretendía poseer.

 

Ahora bien: ¿quién podía emitir un documento concediendo al papa la potestad de poner y quitar?

Los emperadores.

 

Éste es el origen de la «Donación de Constantino», escrito recibido, pretendidamente, por Silvestre I a principios del siglo IV y firmado por el emperador que lo reconocía (a él y a sus sucesores) soberanos de Roma y autoridad suprema de Occidente.

 

Con ello quedaba restaurado el viejo derecho y consagrada la legitimidad y hegemonía espiritual de la Iglesia.

 

Era el arranque del Antiguo Régimen.

Nadie, claro está, discutió la autenticidad de la “Donatio Constantini”. 

 

Tuvieron que pasar mil años (desde el siglo IV hasta mediados del siglo XV”, en una disputa territorial entre el papado y la Corona de Aragón produce la obra intelectual que dará paso al Humanismo: la “Refutación de la Donación de Constantino”.

 

El autor, Lorenzo Valla, cumpliendo un encargo del rey Alfonso el Magnánimo, demuestra en un discurso sublime la falsedad de la Donación de Constantino, documento esgrimido por la Iglesia para declararse beneficiaria de la donación territorial del viejo emperador romano.

 

Hubo que esperar hasta 1440 para saber que se trataba de un fraude.

 

Un fraude milenario que le daría a la Iglesia beneficios sin fin.

 

Lorenzo Valla, humanista precursor de Erasmo y Lutero, se encargó de probarlo.

 

El análisis lingüístico reveló que el documento firmado por Constantino contenía giros idiomáticos inexistentes en su época.

 

Ni que decir tiene que el hecho de que un análisis lingüístico fuera relevante a estos efectos indicaba que algo estaba cambiando en Europa y que la hegemonía eclesiástica se resquebrajaba.

 

Lo que la Iglesia hizo para fortalecer su posición se hizo en todas partes durante la Edad Media con diversos propósitos.

 

A fin de cuentas, y como había enseñado Agustín en su tratado “Sobre la mentira”, uno no miente cuando cree en lo que dice.

 

Patrañas increíbles que, después, se atribuirían a la ignorancia del pueblo, pero que, en realidad, fueron elaboradas a conciencia por los poderosos, ayudaron a encauzar la energía social y a integrar a las gentes en estructuras políticas cada vez más consistentes.

 

Así, en España, para impulsar la lucha contra los musulmanes, que se presentó desde el principio como restauración de la unidad perdida, el apóstol Santiago se convirtió en un superhéroe sanguinario (“Santiago matamoros”), los hijos de Witiza fueron denostados como traidores que habían entregado la patria al infiel y don Pelayo fue conectado familiarmente con los reyes godos, vínculo asombroso, tratándose de una monarquía electiva.

 

El recuerdo de los Concilios de Toledo, en donde visigodos e hispano-romanos superaron sus diferencias y encontraron, supuestamente, una primera forma de conciencia nacional, sirvió de estímulo a quienes luchaban por reconstruir la unidad política de la Península bajo un monarca católico e hizo olvidar la facilidad pasmosa con que los musulmanes la conquistaron, algo que no habría ocurrido de haber existido una nación unida dispuesta a resistir con uñas y dientes al invasor, tal y como se hizo con Bonaparte.

 

Por supuesto, nadie se preguntaba por estas cosas.

 

¿Cuestionar aquello que refuerza los lazos de la comunidad?

Cualquier crítica sería interpretada como una reacción en contra.

 

Piénsese, hoy día, en la actitud de los nacionalistas actuales si alguien se atreve a cuestionar los mitos sobre sus orígenes.

 

Además, y esto es importante, la mentira funciona, tiene un poder de seducción del que carece la verdad.

 

La Única condición que requiere la mentira es que no parezca que es mentira.

 

Creer que la verdad en política es útil y operativa, mientras que la mentira está condenada al fracaso, resulta tan ingenuo como creer que la virtud es más beneficiosa para la prosperidad de las sociedades que el vicio.

 

Ésta era “La fábula de las abejas” o cómo los vicios privados hacen la prosperidad pública”, el relato que escribió Mandeville a principios del siglo XVIII.

 

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