TOTALITARISMO Y GLOBALIZACIÓN
Aunque la idea de nación como
sujeto de la historia ha prevalecido hasta hace poco —los historiadores
actuales tienden a interesarse más por los fenómenos globales o por aquellos
que pasaron desapercibidos a sus antecesores (vida cotidiana, minorías) —, tuvo
grandes enemigos.
Marx y Engels son, sin duda,
los más conocidos.
Desde su perspectiva, (la de
la lucha de clases), el protagonista de la historia no son las naciones, sino
los hombres.
El problema es que éstos
viven sumidos en un horizonte determinado por creencias que enmascaran y
subliman los intereses de los poderosos.
Para convertirlos en
verdaderos agentes de la historia, es preciso sacarlos antes de la alienación,
lo que exige derribar el Estado (y la nación), encarnación de la hegemonía
burguesa.
Mientras tal cosa tiene
lugar, los únicos que entienden los acontecimientos, o sea, los únicos para
quienes la realidad no es un conjunto aleatorio de sucesos contingentes, sino
algo racional, son aquellos que han logrado acceder a los misterios teóricos de
la revolución.
La infalibilidad que se
atribuye en los regímenes comunistas inspirados en Marx al líder y órganos
supremos del partido es consecuencia directa de la teoría y no una
circunstancia casual.
No en vano el materialismo
histórico, a diferencia de la historiografía ilustrada, supone que los hechos
están sujetos a ciertas categorías a priori, cuyo conocimiento es la
expresión de un saber absoluto.
No hay nada azaroso e
indeterminado en los acontecimientos sociales, nada irracional, o al menos eso
pensaban hasta que la realidad tuvo la descortesía de desmentirlos.
Si bien es difícil conectar
tal convicción con las ideas de Nietzsche y Freud, los otros dos «filósofos de
la sospecha» (expresión pleonástica que, sorprendentemente, todo el mundo
aprueba), no se puede discutir que la reflexión sobre la alienación, la
voluntad de poder y la libido ha ejercido una considerable influencia en
nuestra época.
Ahora bien, esa influencia ha
sido, sin duda, mucho mayor en la conciencia individual que en la conciencia
nacional.
Hasta los juicios de Nuremberg,
las naciones vivieron en un estado de autosugestión, convencidas de que, como
los reyes a los que reemplazaron, no tenían que dar cuenta de sus actos porque
nadie podía juzgarlas.
Recuérdense los problemas que
tuvieron los países implicados en
Salvo los ingleses, cuyos
sacrificios disculpaban los excesos de última hora, todos tenían mucho de
qué avergonzarse.
Suiza y Suecia disimularon
sus productivos coqueteos con el nazismo a fuerza de aportar grandes sumas de
dinero para la reconstrucción del continente.
Holanda castigó con dureza a
los colaboradores, pero, a diferencia de Noruega, los amnistió a las primeras
de cambio.
En Francia, donde la noción
de colaboración resultaba problemática debido a la existencia del régimen de
Vichy, las culpas se diluyeron entre sutilezas jurídicas y aspavientos
retóricos, y, en los países sometidos a la jubilosa dictadura del
proletariado, las depuraciones sirvieron para quitar de en medio a cualquiera
que cuestionara el comunismo.
En cuanto a los responsables
directos del conflicto, el remedio fueron soluciones de fantasía.
Austria adoptó el disfraz de
víctima del expansionismo alemán;
Alemania del Este, tras
permitir a los cuadros nazis sustituir la esvástica por la hoz y el martillo,
cultivó la leyenda de una resistencia soterrada a Hitler, y en la otra
Alemania se convino que habían sobrevivido sólo los inocentes.
Estas operaciones de
maquillaje demostraron que las naciones seguían viéndose a sí mismas como algo
sagrado.
Ha tenido que pasar el
tiempo, surgir un derecho internacional y producirse un cambio de horizonte
para que la buena conciencia nacional (excluida la de los nacionalistas sin
Estado y la de quienes creen que los problemas actuales desaparecerían cerrando
fronteras) empiece a ser verdaderamente cuestionada.
Tampoco la revolución
comunista produjo cambios radicales y significativos.
Las naciones no
desaparecieron y, si en algún caso lo hicieron, fue sencillamente porque las
engulló el imperio soviético.
Lo que sí ocurrió con el
comunismo, en realidad, con el totalitarismo, fue un incremento desorbitado del
poder de la mentira.
Los regímenes totalitarios
demostraron pronto que, cuando se trata de transformar la realidad en beneficio
de la nueva humanidad, no hay límite que valga.
Es lo que sucede cuando se
está en posesión de la verdad absoluta.
Recordemos de nuevo a san
Agustín. «No se miente al enunciar una aserción falsa que uno cree verdadera
[…], pues es por la intención que hay que juzgar la moralidad de los actos».
En un contexto dominado por
este tipo de intenciones grandilocuentes, en el que lo que se proscribe no es
la mentira, sino la verdad, expresarla significaba simplemente arriesgar la
vida.
Tanto en la versión
nihilista, la del nazismo, como en la populista, la del comunismo de Lenin, el
totalitarismo rechazó la distinción entre hechos y opiniones que presuponía el
imperativo de veracidad kantiano.
Parapetándose unos en
Nietzsche y otros en Marx, arguyeron que la realidad es indiscernible de los
intereses ideológicos y que la superioridad moral de sus propias posiciones era
consecuencia de la superioridad moral de sus intenciones.
Naturalmente, éste era el
pretexto para legitimar el proyecto de amoldar el mundo a sus teorías.
El único problema es la
reluctancia de la realidad a plegarse a la voluntad humana.
La realidad lo complica todo.
Sin su resistencia, las
grandes ideas podrían materializarse sin dificultad.
Las aterradoras purgas de
Stalin se desencadenaron, precisamente, cuando se hizo necesario encontrar
chivos expiatorios a quienes responsabilizar de que las cosas no ocurrieran
como debían, de acuerdo con los principios de la teoría.
Una vez hallados y condenados
a muerte, lo que se hacía era eliminarlos también de la historia, como si nunca
hubieran existido.
Es muy famosa como ejemplo de
esto una foto junto al canal del mar Blanco, el colosal y fallido proyecto de
Stalin, en la que éste aparece al lado del jefe de la policía política
encargada de las purgas habidas entre 1936 y 1938, y que, tras ser purgado él
mismo en 1940, desapareció de la imagen como si jamás hubiera estado allí.
Este estilo despreciativo de
la verdad saltó muy pronto al campo de la propaganda y la investigación
histórica, una historia que, al ser concebida como un arma para la construcción
del futuro, ya no se esforzó por comprender el pasado y, menos aún, por
protegerlo de la mentira.
Los historiadores soviéticos,
modelo después para otros historiadores comprometidos, podían escribir ensayos
sobre la revolución sin mencionar a Trotski, Bujarin y otras figuras caídas en
desgracia.
Lo novedoso de su proceder,
aparte de la creencia de que todo sería más fácil si no hubiera realidad, es
que, a fin de no mentir, manipulaban sin escrúpulo las pruebas: documentos de
archivo, textos y testimonios personales, periódicos, fotografías, cualquier
cosa que recordara sucesos o personas que no deberían haber existido.
El procedimiento, ensayado
con gran éxito antes por las autoridades (para hacer desaparecer completamente
a los enemigos de la revolución, se eliminaba, llegado el caso, a los círculos
de familiares y amigos, un borrado colectivo que Orwell llamó
«vaporizaciones»), constituye la variante moderna de la “damnatio memoriae” de
los romanos.
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