ESTADOS Y NACIONES
Puede que la patria no sea
«un conjunto de prejuicios e ideas sin alcance», como escribió Renan, pero no
hay duda de que el sentimiento patrio, en cualquiera de sus múltiples
variantes, desde el localismo al nacionalismo, ha sido, siempre, una fuente
inagotable de falsedades.
Antes de que surgiera esa
fábula paranoica de la leyenda negra, había ya en España una leyenda rosa
dedicada a mostrar sus grandezas.
La tentación narcisista de
ensalzar lo propio y despreciar lo ajeno es muy poderosa.
En su “Historia verdadera” —el primer tratado
conocido sobre la mentira—, Luciano de Samosata sostenía que las patrañas
patrióticas son las más disculpables por ser también las más comunes.
Claro que si encima uno se
mueve en un horizonte espiritual que da por supuesto que la verdad habita en el
interior del hombre —tesis agustiniana que parecen haber asumido los
partidarios actuales de la posverdad— la tendencia a confundir realidad y
fantasía se impone sin remedio.
Es curioso, en este sentido,
que un francés del siglo XVIII, el abate Raynal, describiera a los españoles
como «idólatras de sus prejuicios».
No gentes con prejuicios,
algo común a todos los pueblos, sino como idólatras de los mismos.
Y los historiadores no fueron
una excepción.
Al fin y al cabo, se
consideraban combatientes que luchaban en una guerra ideológica y estaban
dispuestos a lo que fuese con tal de favorecer a una Iglesia que aspiraba a
seguir controlando el pensamiento y una monarquía resuelta a sacrificar hasta
el último pedazo de su imperio en defensa de los intereses de la dinastía y de
la religión a la que había ligado su destino.
Su parcialidad resulta
escandalosa, aunque nadie que conozca la siniestra labor de los «intelectuales
comprometidos» en defensa del comunismo puede asombrarse de que esto haya
podido ocurrir.
Pocos consideraban necesario
para la buena práctica del oficio anteponer los acontecimientos reales a las
propias creencias, si bien algunos hubo antes del siglo XIX, autores como
Ambrosio de Morales o el padre Mariana que, a pesar de sus innumerables
defectos, prefirieron asumir el riesgo de ser acusados de antipatriotas a
admitir como sucesos verídicos las patrañas de los falsarios.
Hasta bien entrado el siglo XVIII,
los protagonistas de la historia eran los monarcas.
Fueron ellos quienes,
luchando contra la disgregación feudal, aglutinaron gentes y territorios y
crearon los Estados.
Cualquier enlace matrimonial,
cualquier herencia, podían destruir un reino o lo contrario.
Pensemos en el reino de
Portugal, nacido a partir de un pequeño condado entregado como dote por Alfonso
VI de Castilla y León a su hija Teresa.
En esta labor de integración
les asistía un derecho divino.
Los reyes lo eran por la
gracia de Dios y sus obras simplemente encarnaban los designios de la
providencia.
Esto es lo que se creía.
De lo que no cabe duda, desde
luego, es de que los Estados no surgieron por generación espontánea y, mucho
menos, por consenso.
Su instauración y
consolidación proceden siempre de una acción prolongada, por lo general,
violenta.
Fronteras, impuestos, leyes,…
se acatan a la fuerza.
El Estado, lejos de lo que
sostiene el nacionalismo, es anterior a la nación.
Si se habla, por ejemplo, de
nación española es porque antes existió España como realidad política.
Ésta fue obra de los Reyes
Católicos, quienes, tras añadir nuevos reinos a sus herencias particulares,
legaron a sus descendientes una corona común.
Pretender que bajo esta
construcción histórica ha habido un pueblo con unas características invariables
es un mito; igual que mito es suponer que los elementos integrantes de dicha
unidad han perdurado a través del tiempo como átomos culturales.
La idea de nación, entendida
como unidad orgánica y agente de la historia, nació con la decadencia del
Antiguo Régimen y fue, en gran medida, producto del pensamiento ilustrado.
La historia nunca es una
descripción de los hechos, sino una construcción o reconstrucción de los mismos
por el historiador de turno.
Hechos más o menos
contrastados se organizan según un principio rector.
Éste no depende tanto de la
decisión personal del historiador como del horizonte en que se encuentra.
En el horizonte cristiano del
Antiguo Régimen, los protagonistas de la historia eran los reyes, instrumentos
de la providencia divina.
A partir de
La religión dejó de ser el
nexo espiritual básico entre ciudadanos; el rey, la clave de su unidad
política; los estamentos, la base de su organización social.
Todo eso fue sustituido tras
la revolución burguesa por constituciones que proclamaban la igualdad de los
ciudadanos ante la ley.
El tránsito a un nuevo
régimen político coincidió con un cambio de horizonte.
La ilustración encarnaba
valores distintos a los que habían imperado desde
Los ilustrados opusieron la
historia, como progreso, a la transcendencia y la razón; y la capacidad humana
para conocer el mundo, a la fe.
El progreso al que se
referían era el de la humanidad en su conjunto, pero encarnado en el desarrollo
de las naciones y su capacidad para instaurar derechos ciudadanos.
Esto animó a los gobernantes
a extender entre la población la conciencia patriótica.
Los historiadores dejaron de
trabajar al servicio de la monarquía o de los mecenas de
El modelo clásico de esta
labor de reconstrucción de un supuesto pasado nacional comenzó en Francia y,
luego, sería imitada en todos los países de Europa hasta casi nuestros días (el
mejor ejemplo español de invención histórica es el barrio Gótico de Barcelona,
cuya construcción se emprendió en tiempos de Primo de Rivera (siglo XX), y no
el de Santa Cruz de Sevilla, original del siglo XIII, que no levantó, como
dicen ahora algunos acomplejados historiadores catalanes, el marqués de
Vega-Inclán, responsable sólo de que no fuera demolido para modernizar la
ciudad).
La invención de la tradición
parece responder a lo mismo que llevó a
No obstante, los
historiadores ilustrados, a diferencia de sus predecesores, se sometieron a las
restricciones impuestas por la disciplina científica y, por lo tanto, al
imperativo de veracidad que Kant asoció a la dignidad racional del ser humano.
Para Kant la mentira es mala,
sean cuales sean sus motivaciones o consecuencias.
Decir la verdad, querer decir
la verdad, constituye, a su juicio, la condición básica de la sociabilidad
humana.
La conciencia del carácter
sagrado de la verdad no evita, sin embargo, la idealización, la mitificación,
la deformación del pasado.
Si algo hay difícil,
tratándose de historia, es eliminar por completo los elementos ficticios o
imaginarios. Incluso un hecho reciente y bien documentado puede caer sin que
nadie consiga evitarlo en una frustrante confusión. Los aficionados a la filosofía
recordarán, por ejemplo, la imposibilidad de saber a ciencia cierta qué sucedió
en el célebre encuentro de octubre de 1946 en el Club de Ciencia Moral de
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