La actualidad del problema de
la mentira se debe, en gran medida, a la pretensión de los sectores
intelectuales conectados con la citada tradición totalitaria por situarse más
allá de la verdad, en eso que llaman, con pedantería escolástica, «
Herederos del marxismo, cuyo fracaso
identifican con el de la razón, han llegado a la conclusión de que una vez que
se renuncia a la verdad absoluta no tiene sentido seguir pensando en la
realidad como algo independiente de nosotros.
Si antes creían que la
verdadera realidad terminaba haciéndose visible a los ojos de quien logra
escapar de la parcialidad impuesta por las condiciones de explotación social en
que viven los individuos, ahora ni siquiera la ciencia, con su pretensión de
validez universal basada en el imperativo metódico de neutralidad, les parece
que pueda eludir los condicionamientos de la conciencia histórica.
Una nueva conciencia surgida
de los cambios generados por las nuevas tecnologías, la globalización y, sobre
todo, la caída del comunismo les ha impulsado a sustituir la dialéctica,
aquella llave maestra con la que abrían todas las puertas, por el nietzscheano
«No hay hechos, sólo interpretaciones», tesis supuestamente novedosa que Platón
refutó al demostrar la lejanía ideal de la realidad y la posibilidad
consiguiente de trascender siempre las interpretaciones existentes.
La metamorfosis ideológica de
los vástagos del totalitarismo, ahora convencidos de que la verdad objetiva,
una para todos, no tiene sentido, explica su creencia en que nos encontramos en
una época de transición y que lo que hoy está en juego es, precisamente, la
definición de las reglas del juego.
Su objetivo prioritario, más
o menos confeso, es, por ello, hacer saltar el horizonte, paso previo a la
revolución con la que, a pesar de todo, siguen soñando.
Afirmar que nuestros
discursos no remiten a nada, negar la realidad (muy útil cuando se tiene a la
espalda un pasado de purgas, checas y campos de exterminio), es lo que hace
quien se figura instalado en un nuevo horizonte donde ya no es pertinente
hablar de verdad (y mentira) en el sentido tradicional de correspondencia del
discurso con algo externo a él.
Los encendidos debates en el
ámbito del positivismo lógico y la filosofía analítica sobre los criterios de
verdad suenan ahora remotísimos.
La nueva versión de las cosas
es que todo depende de cuál sea el paradigma que legitima el discurso.
Los hechos no acreditan por sí
mismos nada.
Son mucho más significativas
las emociones y sentimientos de quienes cuentan o no con ellos.
Al fin y al cabo, todo es
susceptible de manipulación y distorsión.
La política, para los
herederos de los intelectuales comprometidos, consiste en eso.
Sólo hay interpretaciones
pugnando por la hegemonía.
Ésta es la única realidad.
«Si un perro ladra a una
sombra, diez mil perros hacen de ella una realidad», reza un refrán chino
anterior a
Mentir ha dejado, en consecuencia,
de ser reprobable.
¿Acaso podemos apelar a algo
más allá de nuestras opiniones?
La idea según la cual cada
uno tiene su parecer, pero los hechos no son de nadie, ha caducado.
Que toda teoría, toda acción,
deba ser remitida para ser comprendida al horizonte donde se ha gestado
significa que todo depende del consenso, de la voluntad popular, de la
aprobación de las masas o los usuarios de las redes sociales.
Se trata de una idea
irrisoria - el horizonte nunca es fruto de un consenso previo, sino, al revés,
porque hay horizonte es por lo que cabe el consenso- que no merecería más consideración de la que
concederíamos a un argumento refutado en el pretérito del que se ha olvidado la
refutación.
Sin embargo, todavía tenemos
fresca en la memoria la manera en que los regímenes totalitarios de Hitler y
Stalin usaron la mentira no sólo para esconder o desfigurar la realidad, sino
para destruirla, de forma que las masas vivieran sujetas a una ficción
manipulable reforzada mediante el terror y, digámoslo sin rodeos, conviene no
descuidarse.
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