El sentimiento nacional no es
natural.
Fue, sin embargo, decisivo
para la consolidación de los Estados modernos.
Antiguas y poderosas
construcciones políticas, la milenaria República de Venecia o el Imperio
austrohúngaro desaparecieron de escena debido a su incapacidad para generar una
identidad nacional.
En el horizonte actual, el de
la globalización, tales identidades parecen haberse vuelto un lastre.
La simple supervivencia
política o económica exige una integración creciente.
La nación, como organismo
natural o alma colectiva, constituye un obstáculo.
Claro que esta forma de
concebirla, la concepción romántica, no es la única que existe.
Los ilustrados, padres de la
idea de nación, confiaban en el poder del Estado y de la ley para homogeneizar
a las poblaciones, pero lo esencial para ellos son los individuos.
Desde su perspectiva, la
nación no es algo orgánico, biológico, sino una construcción cultural ampliable
en cualquier dirección.
Fueron los románticos, con su
apego a la naturaleza (raza, clima, paisaje) y su oposición al progreso,
quienes imaginaron la nación como una especie de entidad invariable.
Que el sentimiento
nacionalista prosperara allí donde, a pesar de existir una comunidad
lingüística o cultural, no había surgido un Estado, o donde el Estado funcionó
de modo insatisfactorio, no es casual.
De lo primero son ejemplo
Alemania e Italia; de lo segundo, España, uno de los Estados más antiguos del
mundo, con una población uniforme (lingüística, cultural, racial y
religiosamente) con graves problemas de identidad.
El nacionalismo surgió en
España como reacción al proceso homogeneizador impulsado por un Estado débil y
una burguesía que vivió de manera traumática el lento tránsito a la modernidad.
Sus seguidores, contrarios a
la industrialización, la centralización administrativa, la secularización y
todo cuanto amenazara la personalidad orgánica de los reinos que los Reyes
Católicos unieron bajo su Corona, rechazaron la ilustración y el sistema
liberal burgués en nombre de una idealizada época medieval, hontanar de las
naciones culturales.
Su romántica apología del
mundo medieval, periodo mítico en el que, según sostenían, imperaban la
libertad y la justicia y señores y siervos cooperaban bajo el espíritu de la
verdadera religión, descansó en grandiosas mentiras.
La primera y fundamental fue
la invocación a una «nación soberana» que habría existido ya en un momento
histórico dominado, paradójicamente, por el principio de la desigualdad
jurídica.
Como su horizonte mental
seguía siendo el de la fe (los lazos del nacionalismo con
Las refutaciones de los
sabios —en ocasiones, sus ataques de risa— no les hacían mella.
Al igual que aquel cardenal
barroco que creía posible pintar cuerpos del natural sin desnudarlos, ellos
estaban convencidos de poder participar en el debate científico sin asumir el
imperativo de veracidad.
Oscar Wilde dio una
explicación indirecta de esta actitud en su ensayo “La decadencia de la
mentira” al distinguir entre: la desfiguración de los hechos, o sea, la
mentira de quien respeta la verdad, y la verdadera mentira, con su desprecio
hacia toda prueba.
«La verdadera mentira posee
su evidencia en sí misma, no necesita más».
Se comprende, aunque
constituya una vergüenza para sus partidarios, que los hechos inventados por el
nacionalismo sean, además de falsos, irrisorios.
Sin entrar en el bochornoso
capítulo del racismo, clásico vicio nacionalista, basta con evocar las
necedades que los vascos invocaron para construir su identidad nacional (que el
autor de los fueros fue Noé, que los López de Haro, señores de Vizcaya, eran
vástagos directos del hada Melusina, que la lengua vasca fue una de las lenguas
surgidas en la torre de Babel…).
Una lista parecida de
insensateces se podría hacer con los argumentos esgrimidos por quienes reducen
la historia de Cataluña a una sucesión de gestos heroicos de resistencia frente
al centralismo castellano o español.
Los hechos se manipulan a
voluntad y, como lo que se persigue no es el aplauso de los sabios, previamente
desacreditados como esbirros del poder, sino la adhesión de los ignorantes, la
cosa funciona del mismo modo que lo hacían las mentiras sobre el apóstol
Santiago.
«Al ignorante todo le parece
posible», dice Kafka.
Dirigirse a un círculo de
personas convencidas de que no existe otra verdad que la que concuerda con los
dogmas de la corrección patriótica tiene, ciertamente, muchas ventajas para el
historiador desaprensivo.
Una, y no pequeña, es
despreocuparse de las fuentes.
Cualquier texto vale como
prueba, incluidos aquellos que los expertos rechazan, los falsos cronicones,
por ejemplo, que llegan incluso a manipular, interpolando en ellos lo que interesa,
por ejemplo, sustituir las referencias originales a España por… «
Según parece, no se equivocan
quienes piensan que el único requisito para ser nacionalista es no ser nada
más.
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