CUANDO
Si la tarea de la filosofía
es impedir que la verdad nos aplaste, la tarea de la historia, como quehacer
científico, es impedir que la mentira se apodere del pasado.
Esto es lo que sucede
siempre.
No sólo el presente se
comporta como un narrador omnisciente que impone a la fuerza su relato, sino
que el simple transcurrir del tiempo favorece la ocultación, la mitificación,
la distorsión, el encubrimiento.
La historia la escriben los
vencedores, decimos.
Su triunfo es el de una
mentalidad, si bien no tiene por qué ser consecuencia de una previa victoria
bélica.
La exaltación de las
víctimas, característica del discurso hegemónico actual, constituye un ejemplo.
Al hombre de hoy le gusta
verse como la culminación de algo, un pasado opresivo e injusto que está siendo
corregido y superado.
Lo contrario sucedía durante
el Antiguo Régimen estamental, con su creencia en la superioridad de los
antepasados, una grandeza inigualable, comparada con la cual las generaciones
vivas asemejan monedas desgastadas por el uso.
La herencia contaba entonces
más que el mérito.
Lo decisivo era el origen,
las raíces.
En ambos casos (en rigor, en
todos los casos), el pasado es falsificado y, por eso, la primera labor del
historiador serio es fijar los hechos tal y como sucedieron y no de acuerdo al
modo en que son recordados.
Sin embargo, la búsqueda de
la verdad mediante una investigación histórica objetiva, tras el hundimiento
del Imperio romano, no se intentará de manera sistemática hasta el siglo XVIII.
Otras eran las cualidades del
historiador que se estimaban por encima de la honestidad científica: la lealtad
al monarca, la ortodoxia religiosa, el amor al terruño…
«Adán, que era vizcaíno»,
comienza diciendo el autor de una historia universal.
La utilización caprichosa de
las fuentes, el uso de la fantasía para rellenar lagunas documentales, la
invención de documentos y acontecimientos para respaldar tesis previas, en
definitiva, los distintos recursos de la charlatanería y la propaganda, se
ponían al servicio de los intereses particulares de quienes sufragaban esta
clase de investigaciones.
“Te pagamos para que escribas
lo que queremos que escribas” y esa será la verdad.
Fuera para alimentar la
vanidad de los mecenas —las recreaciones de los orígenes son una variante del
árbol genealógico, género muy apreciado por los aristócratas—, fuera para
justificar privilegios o derechos de los que casi nunca existía constancia documental,
el historiador echaba mano de la mentira más fácilmente que de la verdad.
Claro que nadie le exigía
entonces una actitud científica.
Eso habría sido
contraproducente y hasta opuesto a la enseñanza eclesiástica.
«Quien enuncia un hecho que
le parece digno de creencia o al que su opinión tiene por verdadero, no miente,
aunque el hecho sea falso»,
- dice Agustín de Hipona
en “De mendacio” (“De la mentira” o “Sobre la mentira”.
La segunda parte así es.
Si uno cree que un hecho es
verdadero y así lo anuncia/enuncia, no miente, aunque el hecho sea falso.
Pero es importante fijarse en
la primera parte de la frase: “un hecho que le parece digno de creencia”.
Y eso da a entender que el
historiador cristiano es un combatiente, no un científico, es un soldado al
servicio de
Ello constituía un deber
patriótico.
Esto se percibe aún más
claramente cuando cambian las cosas y la verdad empieza a convertirse en un
valor importante.
Aparece, por tanto, la
vigilancia política de la historiografía.
Había que defender la versión
oficial y combatir a sus detractores como herejes, no con los medios de la
razón, sino con los de la fe verdadera.
Quizá desde el punto de vista
moderno los españoles no tuvieran derecho sobre las tierras que habían
descubierto y conquistado, pero ¿no tenían acaso el deber cristiano de divulgar
el evangelio entre sus pobladores?
El argumento se esgrimía con
total seriedad y prueba de ello es que la aplicación práctica de lo que
podríamos llamar «finanzas escatológicas», el derroche ruinoso de la riqueza
extraída de América para defender la fe católica, se alegó con orgullo en demostración
de la probidad de la monarquía española.
La influencia de la
mentalidad cristiana en la historia y la historiografía no puede echarse en
saco roto.
Desde luego, no en España, un
país gobernado todavía en el XIX por un monarca, Fernando VII, que prefirió la
legitimidad que le ofrecía la religión a la que le hubiera conferido el pueblo
de haber aceptado la soberanía nacional proclamada por las Cortes de Cádiz
(1.812).
Uno de los motivos de la
anomalía española en el contexto europeo es, precisamente, su tardanza en
asumir la mentalidad moderna.
Ahora no vamos a tratar de
esto. Lo único que importa recordar es que el cristiano es un credo sustentado
en multitud de suposiciones cuestionables y que el clero, quizá debido a su
familiaridad con lo sobrenatural y numinoso, no ha dudado nunca en usar la
mentira para mayor gloria de Dios.
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