sábado, 21 de noviembre de 2020

HISTORIA DE LA MENTIRA ( 5 ) LA HISTORIA LA ESCRIBEN LOS VENCEDORES

 CUANDO LA HISTORIA ERA SIEMPRE MENTIRA


Si la tarea de la filosofía es impedir que la verdad nos aplaste, la tarea de la historia, como quehacer científico, es impedir que la mentira se apodere del pasado.

 

Esto es lo que sucede siempre.

 

No sólo el presente se comporta como un narrador omnisciente que impone a la fuerza su relato, sino que el simple transcurrir del tiempo favorece la ocultación, la mitificación, la distorsión, el encubrimiento.

 

La historia la escriben los vencedores, decimos.

 

Su triunfo es el de una mentalidad, si bien no tiene por qué ser consecuencia de una previa victoria bélica.

La exaltación de las víctimas, característica del discurso hegemónico actual, constituye un ejemplo.

 

Al hombre de hoy le gusta verse como la culminación de algo, un pasado opresivo e injusto que está siendo corregido y superado.

 

Lo contrario sucedía durante el Antiguo Régimen estamental, con su creencia en la superioridad de los antepasados, una grandeza inigualable, comparada con la cual las generaciones vivas asemejan monedas desgastadas por el uso.

 

La herencia contaba entonces más que el mérito.

 

Lo decisivo era el origen, las raíces.

 

En ambos casos (en rigor, en todos los casos), el pasado es falsificado y, por eso, la primera labor del historiador serio es fijar los hechos tal y como sucedieron y no de acuerdo al modo en que son recordados.

 

Sin embargo, la búsqueda de la verdad mediante una investigación histórica objetiva, tras el hundimiento del Imperio romano, no se intentará de manera sistemática hasta el siglo XVIII.

 

Otras eran las cualidades del historiador que se estimaban por encima de la honestidad científica: la lealtad al monarca, la ortodoxia religiosa, el amor al terruño…

 

«Adán, que era vizcaíno», comienza diciendo el autor de una historia universal.

 

La utilización caprichosa de las fuentes, el uso de la fantasía para rellenar lagunas documentales, la invención de documentos y acontecimientos para respaldar tesis previas, en definitiva, los distintos recursos de la charlatanería y la propaganda, se ponían al servicio de los intereses particulares de quienes sufragaban esta clase de investigaciones.

 

“Te pagamos para que escribas lo que queremos que escribas” y esa será la verdad.

 

Fuera para alimentar la vanidad de los mecenas —las recreaciones de los orígenes son una variante del árbol genealógico, género muy apreciado por los aristócratas—, fuera para justificar privilegios o derechos de los que casi nunca existía constancia documental, el historiador echaba mano de la mentira más fácilmente que de la verdad.

 

Claro que nadie le exigía entonces una actitud científica.

Eso habría sido contraproducente y hasta opuesto a la enseñanza eclesiástica.

 

«Quien enuncia un hecho que le parece digno de creencia o al que su opinión tiene por verdadero, no miente, aunque el hecho sea falso»,

- dice Agustín de Hipona en “De mendacio” (“De la mentira” o “Sobre la mentira”. 

 

La segunda parte así es.

 

Si uno cree que un hecho es verdadero y así lo anuncia/enuncia, no miente, aunque el hecho sea falso.

 

Pero es importante fijarse en la primera parte de la frase: “un hecho que le parece digno de creencia”.

 

Y eso da a entender que el historiador cristiano es un combatiente, no un científico, es un soldado al servicio de la Iglesia o del rey.

 

Ello constituía un deber patriótico.

 

Esto se percibe aún más claramente cuando cambian las cosas y la verdad empieza a convertirse en un valor importante.

Aparece, por tanto, la vigilancia política de la historiografía.

 

La Inquisición prohibió en España desde finales del siglo XVIII los libros que ponían en entredicho las bondades del imperio.

Había que defender la versión oficial y combatir a sus detractores como herejes, no con los medios de la razón, sino con los de la fe verdadera.

 

Quizá desde el punto de vista moderno los españoles no tuvieran derecho sobre las tierras que habían descubierto y conquistado, pero ¿no tenían acaso el deber cristiano de divulgar el evangelio entre sus pobladores?

 

El argumento se esgrimía con total seriedad y prueba de ello es que la aplicación práctica de lo que podríamos llamar «finanzas escatológicas», el derroche ruinoso de la riqueza extraída de América para defender la fe católica, se alegó con orgullo en demostración de la probidad de la monarquía española.

 

La influencia de la mentalidad cristiana en la historia y la historiografía no puede echarse en saco roto.

 

Desde luego, no en España, un país gobernado todavía en el XIX por un monarca, Fernando VII, que prefirió la legitimidad que le ofrecía la religión a la que le hubiera conferido el pueblo de haber aceptado la soberanía nacional proclamada por las Cortes de Cádiz (1.812).

 

Uno de los motivos de la anomalía española en el contexto europeo es, precisamente, su tardanza en asumir la mentalidad moderna.

Ahora no vamos a tratar de esto. Lo único que importa recordar es que el cristiano es un credo sustentado en multitud de suposiciones cuestionables y que el clero, quizá debido a su familiaridad con lo sobrenatural y numinoso, no ha dudado nunca en usar la mentira para mayor gloria de Dios.

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