SANTA MÓNICA BENDITA…
Desde muy pequeño, a la hora
de irme a la cama, de rodillas, además de rezar “cuatro esquinitas tiene mi
cama…” también rezaba: “Santa Mónica bendita // madre de San Agustín // recoge
mi alma // que me voy a dormir”.
Quién fuera Santa Mónica no
tenía la más mínima idea.
De estudiante de Filosofía,
en la Facultad,
me decidí por San Agustín para hacer mi “tesina” de Licenciatura.
El título fue: “Noli foras
ire, redde te ipsum, in interiore homine habitat veritas, et post, transcende te
ipsum”
“Foras” (el mundo), “Te
ipsum” (el yo, el sujeto), “Transcende te ipsum” (Dios trascendente)
Es un camino: se empieza por
el “exterior”, el mundo; se pasa por el “interior”, el alma, y se da el salto a
lo “superior” Dios.
Así pude conocer algo de la
vida de la madre de San Agustín, de Santa Mónica.
Lo que sigue es una
“Agio-biografía” de Mónica, pero sobre todo como “esposa” y “madre” y nada se
dice de ella como “suegra” (aunque su hijo Agustín no estuviera casado, sino
solo emparejado, con Floria Emilia).
Uno de sus logros fue la
separación de la pareja, enamoradísima, teniendo Floria Emilia que volver a
África, teniendo que renunciar a su hijo Adeodato (Diosdado, “dado por Dios”),
fruto del amor de la pareja y convivencia durante muchos años.
Para mí, Mónica fue una madre
posesiva y celosa y que no paró hasta conseguir sus dos objetivos vitales: 1.-
que su hijo se convirtiese al Cristianismo y 2.- que abandonara a la
mujer-compañera-amante con la que congeniaba al cien por cien, eran muy felices
y siendo padres de un niño, muy inteligente, de nombre Adeodato (“a-Deo-dato”)
El complejo de culpabilidad
que Agustín fue fraguando en su mente, por su madre y por su nueva religión,
viendo pecado en todo lo que oliera a placer, desde el perfume a la comida y no
digamos al placer del sexo y obsesionado por su nueva “amante”: la Santa Continencia.
AGIOGRAFÍA.
Santa Mónica es famosa por
haber sido la madre de San Agustín y por haber logrado la conversión de su
hijo.
Mónica nació en Tagaste
(África del Norte) a unos 100 kms. de la ciudad de Cartago, en el Imperio
romano, en el año 332.
Sus padres encomendaron la
formación de sus hijas a una mujer muy religiosa pero de muy fuerte disciplina.
Ella deseaba dedicarse a la
vida de oración y de soledad (como su nombre lo indica) pero sus padres
dispusieron que tenía que esposarse con un hombre llamado Patricio.
Este era un buen trabajador,
pero con muy mal genio, además de mujeriego, jugador y sin religión ni gusto
por lo espiritual.
La hizo sufrir lo que no está
escrito y durante treinta años ella tuvo que aguantar los tremendos estallidos
de ira de su marido que gritaba por el menor contratiempo, pero éste (todo hay
que decirlo) jamás se atrevió a levantar la mano contra ella (no era un “maltratados
físico”, ¿pero psíquico…?
Tuvieron tres hijos: dos varones y una mujer.
Los dos menores fueron su
alegría y consuelo, pero el mayor Agustín, la hizo sufrir durante muchos años.
En aquella región romana del norte de África, donde las personas eran sumamente
agresivas, las demás esposas le preguntaban a Mónica por qué su esposo era uno
de los hombres de peor genio en toda la ciudad, pero no la golpeaba nunca, y en
cambio los esposos de ellas las golpeaban sin compasión.
Mónica les respondía:
"Es que, cuando mi esposo está de mal genio, yo me esfuerzo por estar de
buen genio. Cuando el grita, yo me callo. Y como para pelear se necesitan dos y
yo no acepto la pelea, pues....no peleamos".
Esta fórmula, desde tiempo
inmemorial, se ha hecho célebre en el mundo y ha servido a millones de mujeres
para mantener la paz (¿) en la casa.
Patricio no era católico, y
aunque criticaba el mucho rezar de su esposa y su generosidad tan grande con
los pobres, nunca se oponía a que ella se dedicara a estas buenas obras, y quizás
por eso mismo logró su conversión.
Mónica rezaba y ofrecía
sacrificios por su esposo y al fin alcanzó de Dios la gracia de que en el año
de 371 Patricio se hiciera bautizar, y que lo mismo lo hiciera la suegra de
Mónica, mujer terriblemente colérica que, por meterse demasiado en el hogar de
su nuera, le había amargado la vida a la pobre Mónica (como luego haría ella
son su hijo, Aurelio Agustín y su nuera, Floria Emilia, consiguiendo su
separación)
Un año después de su bautismo, murió
santamente Patricio, dejando a la pobre viuda con el problema de su hijo mayor.
Patricio y Mónica se habían
dado cuenta de que su hijo mayor, Aurelio Agustín, era extraordinariamente
inteligente, y por eso lo enviaron a la capital del estado, la ciudad de
Cartago, a estudiar filosofía, literatura y oratoria.
Pero Agustín tuvo la
desgracia de que su padre no se interesaba por sus progresos espirituales. Solo
le importaba que sacara buenas notas, que brillara en las fiestas sociales y
que sobresaliera en los ejercicios físicos, pero acerca de la salvación de su
alma, no se interesaba ni le ayudaba en nada.
Y esto fue fatal para él,
pues fue cayendo de mal en peor en pecados y errores.
Cuando murió su padre,
Agustín tenía 17 años y empezaron a llegarle a Mónica noticias cada vez peores,
de que el joven llevaba una vida poco santa, por no decir “disoluta”.
En una enfermedad, ante el
temor a la muerte, se hizo instruir acerca de la religión y propuso hacerse
católico, pero al curarse de la enfermedad, como casi todos, abandonó el
propósito de hacerlo.
Finalmente, se hizo socio,
seguidor, de una secta llamada de los Maniqueos, que afirmaban que el mundo no
lo había hecho Dios, sino el Diablo.
Mónica que era bondadosa pero
no cobarde, ni floja, al volver su hijo de vacaciones y empezar a oírle mil
barbaridades contra la verdadera religión, lo echó sin más de la casa y le
cerró las puertas, porque bajo su techo no quería albergar a enemigos de Dios.
Pero sucedió que en esos días
Mónica tuvo un sueño en el que vio que ella estaba en un bosque llorando por la
pérdida espiritual de su hijo y que en ese momento se le acercaba un personaje
muy resplandeciente y le decía:"tu hijo volverá contigo " y enseguida
vio a Agustín junto a ella.
Le contó al muchacho el sueño
que había tenido y él dijo, lleno de orgullo, que eso significaba que ella se
iba a volver maniquea como él.
Pero ella le
respondió: "En el sueño no me dijeron, mamá irá a donde su hijo, sino
tu hijo volverá contigo".
Esta hábil respuesta
impresionó mucho a su hijo, quien más tarde la consideraba como una
inspiración del cielo.
Esto sucedió en el año 437.
Faltaban 9 años para que
Agustín se convirtiera.
Por muchos siglos ha sido muy
comentada la bella respuesta que un obispo le dio a Mónica cuando ella le contó
que llevaba años y años rezando, ofreciendo sacrificios y haciendo rezar a
sacerdotes y amigos por la conversión de Agustín.
El obispo le respondió: "Esté
tranquila, señora, es imposible que se pierda el hijo de tantas lágrimas".
Esta admirable respuesta y lo
que había oído en el sueño, la llenaban de consuelo y esperanza, a pesar de que
Agustín no daba la menor señal de arrepentimiento.
Cuando tenía 29 años, el
joven decidió ir a Roma a dar clases. Ya era todo un doctor.
Y Mónica propuso irse con él
para librarlo de todos los peligros morales.
Pero Agustín le hizo una
jugada tramposa (de la cual se arrepintió mucho más tarde)
Al llegar junto al mar le
dijo a su madre que fuera a rezar a un templo, mientras iba a visitar a un
amigo, y lo que hizo fue subirse al barco y salir rumbo a Roma, dejándola sola,
pero Mónica no era mujer débil para dejarse derrotar tan fácilmente.
Así que tomó otro barco y se
dirigió a Roma.
En Milán Mónica se encontró
con el Santo más famoso de la época, San Ambrosio, arzobispo de esa ciudad.
En él se encontró con un
verdadero padre lleno de bondad y de sabiduría que la fue guiando con prudentes
consejos.
Además, Agustín se quedó
impresionado por su enorme sabiduría y la poderosa personalidad de San Ambrosio
y empezó a escucharle con profundo cariño y a cambiar sus ideas y entusiasmarse
por la fe católica.
Y sucedió que en el año 387,
Agustín, al leer unas frases de San Pablo sintió una impresión extraordinaria y
se propuso cambiar de vida.
Envió lejos a la mujer con la
cual vivía en unión libre, dejó sus vicios y malas costumbres, se hizo instruir
en la religión y en la fiesta de Pascua de Resurrección de ese año se hizo
bautizar.
Agustín, ya convertido,
dispuso volver con su madre y su hermano, a su tierra, en el África, y se
fueron al puerto de Ostia a esperar el barco.
Pero Mónica ya había
conseguido todo lo que anhelaba es esta vida, que era ver la conversión de su
hijo.
Ya podía morir tranquila.
Y sucedió que estando ahí en
una casa junto al mar, por la noche, al ver el cielo estrellado y dialogando con
Agustín acerca de como serán las alegrías que tendrían en el cielo, ambos se
emocionaban comentando y meditando los goces celestiales que les podían
esperar.
En un determinado momento Mónica
exclamó entusiasmada: "¿Y a mí que más me puede amarrar a la tierra?
Ya he obtenido mi gran deseo, el verte cristiano católico. Todo lo que deseaba
lo he conseguido de Dios".
Poco después le invadió una
fiebre, y en pocos días se agravó y murió.
Lo único que les pidió a sus
dos hijos es que no dejaran de rezar por el descanso de su alma.
Murió en el año 387 a los 55 años de edad.
Miles de madres y de esposas
se han encomendado en todos estos siglos a Santa Mónica, para que les ayude a
convertir a sus esposos e hijos, y han conseguido conversiones admirables.