VITA BREVIS
La carta de Floria Emilia a
Aurelio Agustín.
JOSTEIN GAARDER
Cuando en la primavera de
1995 visité la Feria
del Libro de Buenos Aires, alguien me recomendó que dedicara una mañana al
famoso mercado de San Telmo.
Tras unas intensas horas
recorriendo los puestos, encontré refugio en una pequeña librería de viejo.
Entre una modesta selección
de manuscritos antiguos, mi mirada se detuvo en una caja roja que tenía una
etiqueta con la inscripción «Codex Floriae».
Algo despertó mi interés y la
abrí cuidadosamente.
En ella descubrí un
montoncito de hojas manuscritas que parecían antiguas, muy antiguas; no tardé
en comprobar que el texto estaba en latín.
En una línea aparte se leía
un saludo inicial escrito en mayúsculas: «Floria Emilia Aurelio Augustino
Episcopo Hipponensi. Salutem» (Floria Emilia saluda a Aurelio Agustín, obispo
de Hipona, salud”
Tenía que tratarse de una
carta.
¿Sería realmente una carta
dirigida a ese teólogo y padre de la
Iglesia nacido a mediados del siglo IV y que pasó la mayor
parte de su vida en el Norte de África?
¿Y se la enviaba una mujer
llamada Floria?
Yo conocía bien la biografía
de Agustín.
Ningún otro personaje muestra
con tanta claridad el dramático cambio cultural que tuvo lugar durante la
transición entre la antigua cultura grecorromana y la cultura cristiana, que
caracterizaría a Europa hasta nuestros días.
La mejor fuente para conocer
la vida de Agustín es, qué duda cabe, el propio Agustín.
A través de sus “Confesiones”,
(escritas hacia el año 400), proporciona, una visión única del agitado siglo IV,
así como de sus propios conflictos espirituales, relacionados con la fe y con
la duda.
Tal vez sea Agustín el
individuo anterior al Renacimiento que más cercano nos resulta.
¿Qué mujer podía haberle
escrito una carta tan larga?
En la caja había al menos 70
u 80 hojas.
Yo jamás había oído hablar de
tal escrito. Intenté traducir una frase más: «Me resulta curioso el saludarte
con estos términos. Hace tiempo habría escrito sencillamente "a mi pequeño
y divertido Aurelio"».
No estaba muy seguro de la
traducción, pero al menos pude entender que se trataba de una carta de carácter
muy personal.
De repente se me ocurrió una
idea.
¿Podría ese escrito proceder
de la que, durante muchos años, fue concubina de Agustín; es decir, de la mujer
a la que, como él mismo escribe, se vio forzado a rechazar por haber elegido el
celibato y la privación de todo amor sensual?
Sentí un escalofrío, porque
sabía muy bien que la tradición agustiniana lo único que conoce de esa
desafortunada mujer, o de su larga convivencia con Agustín, es lo que él mismo
escribe en sus Confesiones.
Al instante, tenía al librero
a mi lado señalando la caja.
Yo seguía petrificado por lo
que creía haber descubierto.
-Muy
interesante -me dijo en inglés.
-Sí,
eso espero.
Me habían hecho ya algunas
entrevistas para prensa y televisión, en relación con la Feria del Libro, y él me
había reconocido:
-“El
mundo de Sofía”, ¿cierto?
Afirmé con la cabeza; él se
inclinó sobre la caja, la cerró y la colocó cuidadosamente sobre un pequeño
montón de manuscritos, como dando a entender que no estaba muy interesado en
vender éste.
Tal vez se mostraba
especialmente receloso al saber quién era yo.
-¿Se
trata de una carta a san Agustín? -le pregunté.
Su sonrisa me resultó algo
inquietante.
-¿Cree
usted que es auténtica?
-No
es algo imposible —contestó-
-Sólo
lleva en mis manos unas cuantas horas, pero, si supiera con seguridad que este
escrito es en realidad lo que aparenta ser, no lo tendría aquí.
-¿Cómo
lo consiguió"?
Se echó a reír:
-No
llevaría tanto tiempo en este negocio si no hubiera aprendido a proteger a mis
clientes.
Empezó a apoderarse de mí una
gran curiosidad, así que le pregunté:
-¿Cuánto
pide por él?
-Quince
mil pesos.
Me pareció una exageración
pedir tanto dinero por un manuscrito que, aunque parecía ser una carta de la
concubina de Agustín, quizá tuviera sólo unos cientos de años, pues en el mejor
de los casos podría tratarse de una copia de una hasta ahora desconocida carta
al padre de la Iglesia ,
o quizá era una copia de una copia aún más antigua.
Aunque también podría haber
sido escrita en algún convento latinoamericano hacia el siglo XVI o finales del
XVII.
Aun así, era algo que merecía
la pena llevarse a Europa.
Creo haber oído decir que en
determinados ambientes conventuales se escribían de vez en cuando este tipo de
cartas apócrifas escritas por santos o dirigidas a ellos.
Se disponía a cerrar la
tienda, así que le di mi Visa.
-Doce
mil pesos -dije.
Le ofrecía casi cien mil
coronas por algo que tal vez no tuviera ningún valor como antigüedad, pero yo
sentía una gran curiosidad por el manuscrito.
Ya cuando hace muchos años
leí las “Confesiones” de Agustín, había intentado ponerme en la situación de
esta concubina.
La visión que tenía Agustín
del amor entre hombre y mujer me dejó unas profundísimas huellas.
El librero, que había
aceptado la oferta, dijo:
-Creo
que lo mejor que podemos hacer es considerar esta compra-venta como una especie
de riesgo compartido.
Puse cara de asombro porque
no entendía lo que quería decir, y se apresuró a explicármelo:
-O
estoy haciendo un negocio estupendo, o el de usted es mejor.
Aceptó la tarjeta de crédito
y dijo con semblante sombrío:
-Ni
siquiera he tenido tiempo de leer el manuscrito. Dentro de unos días, o se
hubiera disparado de precio, o yo mismo hubiera tirado esta caja roja a esa
cesta que ve usted ahí.
Miré la cesta que me
señalaba, estaba llena de viejos libros de bolsillo.
En un cartel se podía leer:
«2 pesos».
Fui yo el que hizo el mejor
negocio.
Una vez en mi poder, el
«Codex Floriae» lo fecharon hacia finales del siglo XVI, y me dijeron que
probablemente fue escrito en Argentina.
La gran pregunta sigue siendo
si realmente existió un antiguo pergamino del
que este «Codex Floriae» es copia.
A mí no me cabe duda de que
la carta es auténtica y de que, al fin y al cabo, tiene que tener su origen en
la que durante muchos años fue la concubina de Agustín.
Me resulta prácticamente imposible
creer que fuera falsificada en Argentina hacia finales del siglo XVI.
Es más fácil imaginarse que
su original procediera verdaderamente de la época de Agustín.
Tanto la sintaxis como el
vocabulario utilizados en el manuscrito llevan la marca inconfundible de la Antigüedad tardía; y lo
mismo ocurre con esa mezcla de sensualidad y reflexión religiosa casi
desesperada que Floria despliega.
En el otoño de 1996 llevé el
manuscrito a Roma, a la
Biblioteca del Vaticano, con el fin de conseguir un análisis
más preciso.
Pero allí me ayudaron poco,
más bien al contrario: en el Vaticano sostienen tenazmente que jamás ha
existido un «Codex Floriae».
No me sorprendería que la Iglesia católica hubiera
querido ocultar la carta de Floria, si tuvo conocimiento de ella.
Naturalmente, me había
quedado con una fotocopia del manuscrito, y durante la primavera de 1996
intenté darle forma en noruego.
No obstante, cuando en la
carta se citan las Confesiones de Agustín, opté por usar la excelente
traducción noruega de Oddmund Hjeldes de los primeros diez libros.
El trabajo de traducción ha
sido un increíble rompecabezas.
La edición en castellano de “Vita brevis” se
ha adecuado, por indicación del autor, a nuestra cultura, de mayor familiaridad
con las tradiciones latina y cristiana.
Debido a ello, se han
suprimido aquellas notas que en la edición noruega servían para aclarar
conceptos no propios de la cultura escandinava, pero que resultaban obvios para
un lector español.
En nuestra edición se han
consultado las traducciones publicadas por la Biblioteca de Autores
Cristianos (B.A.C.) y Alianza Editorial.
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