En casa de mis padres, cada año, se mataban cuatro cerdos y
media vaca (vieja).
Una vaca para dos o tres vecinos (media o cuartos).
Se echaban a suertes los cuartos (todos preferían los cuartos traseros).
Se metían en la boina cuatro papelitos (si era por cuartos) o dos si uno se quedaba con media vaca.
Me explico.
Era la costumbre. Dos casetas o cochineras: una para los
pequeñajos, a los que todos los días los llevábamos al marranero que, por la
mañana, una vez reunidos los de todo el pueblo, se los llevaba al campo, a
pastar.
Mucha gente pobre, que no podía matar, iba, muchas veces,
tras la piara de cerdos, con una herrada (cubo de metal) y un pequeño recogedor
recogiendo las cagadas de los cerdos, que estaban llenas de cebada, para
echárselas a las gallinas.
Al caer la tarde salíamos al camino, con una vara larga,
para recogerlos y meterlos en su caseta.
Cada vecino los tenía señalados.
Mi padre, cuando eran poco más que recién nacidos, con una
tijera, les doblaba la oreja izquierda y les daba un corte, haciéndoles un
agujero (como se hace con un papel) y en la derecha les hacía un corte, pero al
biés (igual que a las ovejas)
Le echábamos, para cenar, panija (cebada molida) o salvado
(la cáscara del trigo), revuelto con agua caliente.
Y es que, en mi casa, todos los años íbamos al molino, del
“tío Pepe, el molinero”, en el pueblo cercano de La Orbada, con costales de
trigo para molerlo y tener harina para todo el año.
La harina era blanquísima. Y la cáscara la traíamos, en
sacos, para los cerdos y para las gallinas.
(Eso que hoy se tiene en tanta estima, lo “integral”, era,
entonces, el “pan negro”, señal de pobreza y alimento para los animales)
La otra caseta (cochinera) era para los cuatro cerdos del año
anterior, ya más gordos, a los que cebábamos, para la matanza.
Al más pequeño de los cuatro (siempre había uno más pequeño)
lo matábamos como “porrero”, a finales del mes de Octubre, al que comíamos, a
diario, y acabábamos con él antes de las
Navidades.
Los otros tres, que al final eran blancos y más grandes (pero
que, al principio eran rojos o medio negros), eran sacrificados en Navidades.
Nos poníamos de acuerdo los familiares, para no matar el
mismo día, ya que nos reuníamos todos los parientes para ayudarse, mutuamente, a
matar.
El día anterior a la matanza no se le echaba de comer a los
cerdos, para que las tripas no estuviesen llenas de comida, ya que las tripas,
como el estómago, una vez lavados, se usaban para los chorizos y el morcón, (al
revés que cuando, alguna vez se vendía alguno, que lo atiborrábamos de comida,
para que pesaran más, aunque el comprador, sabedor del truco, también usaba su
truco, ir a pesarlos varias horas después, para darles tiempo a mear y a cagar,
y así pesar menos).
En mi Salamanca, en Diciembre, hace frío, mucho frío, y
sobre todo en la madrugada.
Así que antes de la faena comíamos unos higos secos y unos
tragos de aguardiente, que, según pasaba por la garganta, parecía quemarla.
Separábamos a uno de los otros dos y el hombre más fuerte,
aunque, por lo general, solía ser el dueño, lo agarraba por las orejas e
intentaba tirarlo al suelo para, a continuación, todos los demás lo sujetábamos
por donde podíamos (el rabo, una pata, una mano,…).
No era fácil. Un cerdo cebado tiene mucha fuerza y no se
deja, fácilmente, coger.
En los últimos años se inventó (¿?) un gancho de hierro con
el que, clavándoselo por debajo de la mandíbula, facilitaba la operación.
Tirábamos de él hacia el tajo de matar, fabricado con una
gruesa tabla de encina y tres o cuatro patas.
Una vez bien sujeto encima del tajo comenzaba el ritual.
Una mujer, con mandil, arrimaba la artesa vidriada bajo
donde iba a clavársele el cuchillo.
Clavar el cuchillo, para que sangrara bien, era toda una
técnica, y había que saber.
Lo que sí se hacía era que, cuando era una moza, joven, la
encargada de recoger la sangre, el matarife de turno, acuchillaba hacia abajo,
por lo que el primer chorro de sangre, ponía ensangrentada a la joven, lo que
era motivo de risa.
Los gritos (¿?) del animal eran horrendos y los esfuerzos
por soltarse, increíbles, hasta que iban apagándose.
La que recogía la sangre no podía dejar que se solidificara,
por lo que tenía que estar, continuamente, removiéndola, porque iba a ir,
inmediatamente, a la artesa llena de miga de pan y mucha cebolla picada.
Serían las morcillas.
Mi abuela, que estaba tuerta del ojo derecho, a consecuencia
de un espigazo, durante la siega, desde hacia muchos años, era la encargada de ir
migando, durante más de un mes, todo el pan duro que iba, a diario, quedando.
Se dejaba reposar, en la artesa, la mezcla, hasta que
llegaba la hora de hacer las morcillas.
Con la máquina de picar carne, pero sin cuchillas, uno iba
llenando la tolva de la máquina que terminaba en una corneta a la que se le
ponía (como si fuera un condón) una tripa que iba llenándose, al tiempo que con
unas “picas” (un tapón de corcho atravesado por varias alfileres) iba picándola,
para que no quedara aire alguno dentro.
Las tripas, varios días antes, habían estado en remojo y con
trozos de hilo de algodón se las habían cogido por una punta.
Cuando la tripa estaba llena, pasaba a otra mujer, sentada o
de pie, de la mesa, que se encargaba de atarla por la otra punta.
Luego entrábamos los chiquillos a la faena y las íbamos
colgando en unos varales, sostenidos entre dos taburetes.
Al día siguiente esos varales, llenos de morcillas, eran
colgados en la campana de la chimenea, para que fuera dándole el humo de los rachizos
de la lumbre.
Hasta que se curaban y ya, cada día, para almorzar
(desayunar, en mi pueblo), era casi obligatorio comer un trozo de morcilla
frita.
Luego, también estaban los farinatos que poca gente que no
sea salmantina sabe de qué va la cosa.
Los de Fuentesaúco, un pueblo cercano pero ya de Zamora, los
llamaban “pan preso”.
El farinato, de color medio rojo, color butano, estaba
compuesto sólo de pan migado, las mantecas del animal y bastante pimentón, que
solíamos comprar a los pimenteros de la Vega de Cáceres que, todos los años,
con su bata negra, y su mulo cargado de sacos de pimentón, recorrían los
pueblos los días previos a la matanza.
Se preparaban, los farinatos igual que las morcillas, aunque
alguna vez, no sé por qué se los planchaba, para dejarlos no redondos, sino
aplastados.
Y solíamos, también, colgarlos en la chimenea, para que se ahumaran.
Los cerdos, una vez muertos, se les colocaba en el suelo y
se les tapaba con pajas o gamarza y se les prendía fuego (últimamente con un
soplete), para quemarles todos los pelos.
Quedaban chamuscados, negros, por lo que había que rozarlos
con piedras o rasparlos con un cuchillo, al tiempo que se le echaba agua
hirviendo.
Quedaba totalmente blanco el cuero.
Se le abría a la mitad y se le iba sacando todo su interior:
tripas, pulmones, hígado, estómago,….
Lo primero era limpiar las tripas y el estómago, para los
posteriores chorizos, farinatos, morcillas y morcón.
Una vez abiertos en canal se los colgaba de unas escaleras,
abiertos lo más posible, para que se orearan.
Se les cortaba la jeta, se la asaba, rociada con pimentón
picante.
Era el comienzo del disfrute de la matanza.
Por la noche comenzaba el despiece.
Las mantecas, las hojas de tocino, el espinazo, la cabeza,
los lomos, los jamones y las paletillas, la carne,…
Rabos, orejas, patas/manos,… al caldero de agua hirviendo,
colgado de la chimenea, para limpiarlos e irlos comiendo los días posteriores.
No recuerdo que se desperdiciara nada del cerdo (bueno, sí,
las pezuñas, que se las desprendían con un cuchillo).
Cada artesa llena. La de las morcillas y la de los
farinatos.
Ahora era la hora de picar la carne, paletillas incluidas, con
la máquina de picar, a mano, a base de manivela, y con varios juegos de
cuchillas preparados, para cuando al de uso se le iba el filo.
Solíamos empezar los chiquillos, pero al final, cansados,
eran los mayores.
Se metía un trozo de carne en la tolva y se la apretaba, con
la mano izquierda, al tiempo que con la derecha se le daba a la manivela de la
máquina.
A veces se apretaba tanto que (a mi hermana Mari, por
ejemplo) te arrancaba la última falange del dedo.
Aún recuerdo a todos nosotros buscando el trozo de dedo
entre la carne picada. Y lo encontramos.
Para los chorizos se usaban tres artesas distintas: la de
las longanizas (los chorizos de primera), la de los chorizos caseros, y los de
tercera calidad, los del cocido (con los callos, corazón, pulmones, carne de
inferior calidad,….).
Los aliños y la sal, en la proporción correcta, era
fundamental.
Mi abuela y mi madre eran unas expertas.
Hecha, ya la masa, llamada las “chichas”, la probábamos,
fritas, para saborear los futuros chorizos (por si había que rectificar en sal
y especias).
Curar los chorizos, muchos años, era cuestión de suerte,
según el tiempo seco o húmedo que hiciera.
Las hojas de tocino se las salaban y se las colgaban.
A los jamones se los enterraba en sal, durante varios días,
pero era necesario sacarles la sangre que quedase dentro, apretando, tipo
masaje.
¿Los desayunos de mi casa?, hoy serían pecado.
Un plato de patatas cocidas, rojas por el pimentón, hechas a
la lumbre de leña y en puchero de barro (mi abuela se levantaba muy pronto, en
cualquier época del año, ponía lumbre, trayendo, del pajar, un saco de paja y
unos rachizos, bien de cepas de la viña o de encina) un trozo de tocino frito,
un huevo frito, y los trozos de morcilla y farinato correspondientes.
Para comer, lo normal era el cocido de garbanzos, a fuego
lento, con su rabo, oreja, carne, chorizo del cocido, tocino,…y el relleno (que
no sé que se haga en otro sitio. Miga de pan revuelta en huevo batido y
bastante perejil. Se freían en la sartén, y se los añadía al cocido. Siempre
tantos rellenos como comensales).
Pero, primero había que comer la sopa, con fideos, luego los
garbanzos (que en temporada iba con cardillos que, el día anterior, habíamos
ido a coger al campo) y en tercer lugar, las tajadas, montadas sobre el pan.
Igualmente para merendar. No había que preguntar. Un trozo
de pan y un trozo de chorizo, que comíamos a mordiscos.
Y es que, en mi casa, todos los viernes se amasaba. Hacíamos
(mi abuela y mi madre hacían) 7 panes grandes (uno para cada día de la semana),
dos tortas, alguna, delgadita, para desayunar, y los hornazos de los viernes,
cuando llegábamos de la escuela.
Todo ello en el horno, calentado con ramas de pino.
Había que dejar hechos los panes la noche anterior y
taparlos con una sayaguesa, para que se pusieran yeldos.
La levadura iba (generalmente yo o alguna de mis hermanas),
a recogerla a casa de la Srª. Magdalena.
Quien amasaba tenía la obligación de dejar una porción de
masa, como levadura, que serviría para la siguiente en amasar.
El hornazo estaba preñado con tocino, jamón y chorizo, por
lo que se le veía roja la parte de abajo.
¿Para cenar? Plato de alubias, lentejas o fréjoles, con el
tocino, el huevo frito y, muchas veces, chorizo, también frito.
Y es que en el campo, haciendo las labores a mano, se
quemaba todo lo que comieras.
Ya como profesor, una noche, en casa de mis padres, quise
cenar “a la antigua”, el plato de alubias, tocino frito,….
Casi me muero.
Paseando por la habitación durante tres horas hasta que la
digestión llegó a su fin.
¡Qué recuerdos¡