EL DIOS SOL
La mejor manera de adorar y
venerar algo o a alguien es sentirlo, experimentarlo, como necesario para
nuestra vida.
Por ejemplo, el Sol.
Nosotros, ahora, vemos el sol
y, pertrechados con nuestros conocimientos, le aplicamos las categorías
científicas de que disponemos y el sol deja de ser, ya, para nosotros, algo
mágico, lo desnudamos de ese halo de misterio que, durante tanto tiempo lo
envolvió.
Lo hemos secularizado.
O, mejor, lo hemos
naturalizado.
Cuando la presencia del sol,
con su luz diaria, la veíamos como necesaria tanta para poder aprovisionarnos
de presas, en nuestra etapa cazadora, como para no convertirnos en presas de
otros animales cazadores y nocturnos, que jugaban con ventaja y ante ellos no
sospechábamos, tan siquiera, el peligro acechante, el hecho de poder ser
cazadores sin ser cazados y de poder no ser cazados por otros cazadores hizo
que el sol se nos presentase como algo o alguien necesario para seguir vivos,
no sólo conveniente, imprescindible.
Y cuando, cada día, veíamos
cómo se marchaba y nos dejaba envueltos en la oscuridad y, otra vez, en peligro
de muerte, añorábamos y pedíamos para que volviera.
Cuando se convirtió en rutina
su ida, para dormir y descansar, y su vuelta, una vez despierto (¡hay que ver
cómo antropomorfizamos las cosas), rezábamos para que no se olvidara de acudir
a la cita diaria, saludándolo con alegría.
A veces, incluso, pensábamos
que un dragón, del otro lado de las montañas, todas las noches, lo devoraba, se
lo tragaba, pero que por la mañana lo devolvía o él resucitaba y nos acompañaba
otra vez.
Fue el miedo a la noche, a la
oscuridad, lo que nos hizo dependientes de él.
Yo también habría adorado al
sol y lo habría convertido en un dios y le habría dado culto y le habría rezado
todas las puestas de sol para que descansara y para que no se le olvidara
volver, porque lo necesitaba para vivir y para no morir.
Porque sin él hasta la
naturaleza muere y si la naturaleza está muerta yo, que también soy naturaleza,
también lo estaré.
Al Sol se le veía como el
dios “Fuente de Vida”.
Seguramente que si el Sol
hubiera estado siempre ahí, tan a mano, siempre quieto, en constante y continua
compañía, y no hubiéramos sido conscientes de que su presencia era la causa de
nuestro poder seguir vivos y viviendo; si no hubiéramos echado en falta su
ausencia, seguramente que hubiera sido algo ordinario y no extra-ordinario, lo
hubiéramos vulgarizado en vez de divinizarlo.
Si siempre hubiera llovido y
nunca hubiera habido sequías, si la tierra hubiera sido siempre fértil y nunca
hubiera habido hambrunas….el hombre no habría sentido dependencia de la
naturaleza.
Todos sentimos dependencia de
aquello que necesitamos y no poseemos.
Esta conciencia de la
dependencia de la naturaleza es la fuente de la religión o su principal
creadora de divinidades.
Quizá haya sido la
variabilidad de la naturaleza, el sucederse de las estaciones cada año, a su
debido tiempo, el hecho de que se vayan y vuelvan, de su ir y venir periódicos,
lo que los hizo objetos de culto religioso.
Sólo cuando nos asfixiamos,
cuando nos falta el aire, somos conscientes de su necesidad.
Uno se acuerda sólo de Santa
Bárbara cuando truena. Si nunca tronase o si siempre estuviera tronando no
habría Santa Bárbara de la que acordarse.
Estamos tan acostumbrados a
que no nos falte el aire o el agua que cuando nos falta…
Todo lo que siéndonos
necesario y estando presente se ausenta, al echar en falta su presencia,
rezaremos para que vuelva.
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