Cuando nacía un niño le ponían una especie de casco, muy
incómodo, hecho de corteza de árbol,
Los hombres, las mujeres y los niños se cubrían la cabeza
con ese casco de corteza desde la cuna hasta la tumba.
Iban desnudos, pero nunca descubiertos.
Dormían con el casco, hacían el amor con el casco puesto, se
alegraban y se entristecían siempre con el casco en la cabeza.
Era un casco sólido, parecido al de los caballeros de la
Edad Media.
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Hay gente “pa tó” –que diría El Guerra cuando le presentaron a D. José Ortega y
Gasset y le informaron que era “filósofo”.
O sea. Con los órganos genitales a la vista y sólo la cabeza
“encasquetada”. Además, con un casco incómodo, de corteza de árbol, durante
toda la vida. Hasta para hacer el amor. Eso se llama “inmersión cultural”. Algo
atávico. Recibido de generación en generación. Y todo ello sólo por….
Y todo ello debido a que, en esa región, pulula un insecto
cuya picadura, si es en los brazos, en las piernas, en los ojos o en el pecho,
no tiene ninguna consecuencia.
Esta mosca tiene un aguijón tan largo como una aguja de
inyecciones.
Pero si dicho insecto consigue picar la cabeza su picadura
es gravísima. Perfora la piel del cráneo. En el lugar de la picadura, y bajo la
piel, se desarrolla una larva que taladra los huesos del cráneo.
Dicha larva no manifiesta ningún interés por la piel o la
carne del hombre. Busca sólo el cerebro. Se trata de una larva que sólo puede
vivir en la materia gris del cerebro humano.
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Pues ya no es tan ridículo el ir, siempre, encasquetado.
El cerebro humano es la más hermosa y la más tierna entre
todas las materias que existen en el universo; la más hermosa y la más noble.
Sólo en esa materia puede vivir la larva. Y, ya que sólo puede vivir en el
cerebro, se la ha llamado la LARVA RACIONALISTA.
Una vez en el cerebro se multiplica con aterradora rapidez.
Para ello sólo necesita una cosa: la materia gris del cerebro humano. Eso es
todo. Y se multiplica.
Aparecen, entonces, centenares y miles de gusanos
racionalistas. Roen el cerebro humano por todas partes, por compartimentos.
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Esto sí que ya tiene sentido total, se comprende el encasquetamiento.
El hombre al que uno de estos gusanos ha penetrado en el
cerebro pierde, primeramente, la alegría. Luego, la tristeza. Y nunca más
vuelve a estar alegre o triste.
El gusano racionalista devora, enseguida, otro fragmento del
cerebro: el hombre ya no tiene ninguna clase de ideales, ya no tiene ninguna
clase de esperanza.
Más tarde, el hombre que tiene este gusano en la cabeza
pierde el sentido de la dirección. Todas las direcciones le parecen iguales.
A su vez, la voluntad empieza a ser roída. Todo lo que pueda
ocurrirle le deja indiferente. No tiene frío, ni hambre, ni calor, ni sed.
Este hombre tiene una resistencia terrible. Puede vivir
durante mucho tiempo entre los demás hombres. Pero vive como un objeto
insensible. Y es el más obediente de los hombres.
No tiene ninguna preferencia. Y si se le ordena que se eche
al fuego se tira al fuego.
El gusano ha roído sus ilusiones, e incluso su deseo de
vivir.
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¡Chapeau¡ Indios de América del Sur. Porque, además, eso lo habéis descubierto
con el dilatado saber precientífico, el denominado “saber vulgar”. Un saber de
la experiencia, acumulada y transmitida.
Nosotros, ahora, los
“científicos”, decimos lo mismo, pero hemos sustituido vuestras “cascos” por
nuestras “vacunas” para entrenar y preparar, previamente, al cuerpo por si esa
u otra “larva racionalista” y sus consecuencias se le ocurriera “picarnos”,
pero nosotros la hemos bautizado con nuevos y modernos nombres, como “virus”,
“bacterias”, “infecciones”, “cáncer”, “metástasis”,….
Y como nosotros ya no nos “encasquetamos”, por si acaso ese insecto
“cabezudo” se le ocurriera “picarnos” acabaríamos con él, si lo cogemos a
tiempo, seguramente, con el nuevo remedio al que denominamos “penicilina”,
“cirugía”, “radioterapia”, “quimioterapia”…
Pero si vosotros,
“encasquetados” evitáis las consecuencias, nosotros, todavía, no hemos
encontrado la solución para el Alzhéimer.
(C.V. GHEORGHIU. “Los sacrificados del Danubio”. Barcelona.
Caralt. 1.965. II, 8).
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