Una de las drogas modernas, de diseño, de niños,
adolescentes, jóvenes y maduros (y a la que se engancha, también, algún viejo)
es “la droga tecnológica”.
No hay alumno de instituto (y muchos de la escuela) que
carezca de móvil última generación y no disponga, en su cuarto de estudio, de
un ordenador capaz.
Esa “racionalidad tecnológica” produce beneficios a sus
dueños, pero, al mismo tiempo, adicción y dependencia en todos los demás, que
son la gran mayoría.
Nunca ha habido tanta posibilidad de comunicación a
distancia y tanta incomunicación en la presencia.
Observas a parejas, paseando o sentadas en un bar, y cada
uno, manejando su móvil, comunicándose a distancia sabe Dios con quién, lo que
supone un desprecio o una baja estima de lo presencial.
Estás en la cola de un banco o de cualquier mostrador de
servicio público y como, cuando está atendiéndote, suene el teléfono, es
descolgado inmediatamente y habla y habla, sabe Dios con quién, y se mete en la
cuenta bancaria de quien llama, obviando la presencia de la persona con la que
estaba hablando y con todos los que están en la cola.
Más de una vez me he indignado y le he reprochado la falta
de respeto para quién está, ante él, presente, dando preferencia al comunicante
ausente.
Si el Dios cristiano, durante tantos años como referencia
vital, fue apeado de su pedestal y, en su lugar, entronizada la Diosa Razón,
hoy es el Dios Tecnológico quien ha tomado el relevo y nos tiene alucinados al
tiempo que esclavizados.
Hoy, más que nunca, sabemos “cómo hacer cosas”, lo que
ignoramos es “cómo obrar moralmente bien” para ser felices.
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