Los Papas, en el Renacimiento, en realidad no eran Papas,
Jefes de la Cristiandad, sino auténticos príncipes, más ocupado y preocupados
por lo terreno que por lo celestial, metiéndose en todos los charcos,
mezclándose demasiado en contiendas políticas e instalados en la vida mundana,
nada ejemplar para un Jefe de la Iglesia.
Y si el Papa era así y vivía así es fácil imaginarse cómo
vivían los escalones inferiores de la jerarquía eclesiástica.
Como si el Cisma de Occidente no hubiera existido y no fuera
con ellos.
Como si la Iglesia no necesitase una reforma radical desde
dentro.
Y si es verdad que fueron grandes protectores de artistas y
humanistas fue más por orgullo propio que por el arte y las letras.
Era notoria y manifiesta la pendiente por la que se
deslizaba, con un nepotismo exacerbado, por la relajación de costumbres, por la
inmoralidad en todos los órdenes (fiscal, político, espiritual,…)
De poco serviría la vida moral intachable y el alto nivel
cultural de un Sixto IV (1.471-1.484) porque toda su familia, Della Ròvere y
los Riario, mostraron una ambición tan exagerada de riqueza y de poder que lo
primero que se les ocurrió, para incrementarla, fue la subida de impuestos y la
venta de cargos y dignidades (simonía).
Nada era un obstáculo.
El prestigio del papado era un desprestigio total,
incrementado por la lucha entre familias (los Della Ròvere contra los de
Colonna) por ver quién de los dos colocaba como Papa a uno de los suyos.
La corrupción administrativa llegaba a límites tan extremos
que se llegó, incluso, a la falsificación de bulas. Y el Papa, naturalmente,
nada hacia para enmendarlo.
Los Cardenales eran auténticos magnates, con una vida de
lujos, acumulando dinero por cualquier método, sea por dádivas extranjeras, sea
por la acumulación de beneficios y vacantes eclesiásticas.
Con Julio II (Della Ròvere) y con León X (Médicis) Roma se
convirtió, artísticamente, en la ciudad hegemónica por excelencia, sobrepasando
a Florencia y con los artistas principales del momento trabajando para ellos.
Era más su preocupación por incrementar los límites de los
Estados Pontificios, como auténticos Príncipes de Roma que, como Pontífices de
la Iglesia, por extender la moral cristiana, y menos aún, teniendo en cuenta
sus vidas privadas licenciosas.
Los ideales religiosos brillaban por su ausencia como
brillaban por su presencia los ideales mundano y la inmoralidad.
Las Cortes Pontificias eran cualquier cosa menos ejemplos
moralizadores y modelos a imitar, y más aún cuando estaba en el Papado
Alejandro VI, de los Borgias.
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