Uno podía jugarse la vida
eterna por cualquier resquicio no previsto.
Él vive la muerte en vida.
Su vida es tan sólo una
preparación para la muerte.
Vive su muerte por
adelantado, puede imaginársela y no quiere que sea traumática.
Hacer testamento, si tiene
algo que dejar, es hacer memoria de su pasado, ordenar el presente y prever el
futuro.
El hombre del final del
medievo, sobre todo, experimenta, muy de cerca, las lacerantes epidemias que
diezman a la población, haciendo mella hasta en su propia familia o allegados;
la crueldad de las guerras cuerpo a cuerpo, con la sangre caliente manando,
chorreando, viéndola o sufriéndola; por las aglomeraciones urbanas
desorganizadas, no planificadas, sin control de tipo alguno… vive, en directo,
las enfermedades, la agonía, los estertores de la muerte.
El desarraigo de los
obligados a dejar el campo y a hacinarse en las ciudades, con las mayores
posibilidades de contagio, con las mayores probabilidades de enfermar y/o de
morir, redoblan la memoria en recuerdo de sus antepasados, seguramente menos
infelices pero no previsores del futuro de sus hijos, hacen que este hombre
medieval mire hacia adelante, hacia el futuro y se decide a dejarlo todo atado
o más atado para que sus descendientes no puedan, el día de mañana, echárselo
en cara, una vez que él haya desaparecido.
Profundamente convencidos de
la existencia de la vida eterna y con una arraigada conciencia escatológica lo
ponen en contacto vivencial con lo sobrenatural, viviendo su muerte por
adelantado en la liturgia de la preparación.
Sobre todo en los últimos
siglos del medievo, la redacción de los testamentos, la disposición espiritual
al bien vivir y al bien morir, la minuciosidad con que se preparan las
procesiones mortuorias (ataúd, caballos, número de sacerdotes, número de
plegarias…), la escenificación del tránsito…
El más allá es visto desde
una perspectiva apocalíptica, no como el lugar al que se desea ir (eso queda
reservado a algunos místicos) sino como el sitio al que, queriéndolo o sin
quererlo, tendrá que ir.
Y, puesto que allí,
irremisiblemente, iré, tendré que organizarme y organizarlo todo para entrar en
la vida eterna por la puerta grande, donde salgan a recibirle las cohortes de
ángeles, arcángeles, querubines, serafines,…
Esta perspectiva escatológica
hace que se sea más consciente de la
fugacidad de la vida, de la vanidad de las glorias de este mundo, de la
comparación de esta nada temporal con aquella plenitud eterna.
Más pensando en el allende
que en el aquende.
El testamento, en el que
constan todos los preparativos de lo que hay hacer cuando uno se va a ir o
cuando ya no se esté, es el auténtico pasaporte, el bonobús, la entrada franca
para la vida eterna.
Es necesario, pues, hacerlo
con una liturgia precisa y meticulosa para que nada quede suelto.
Aunque, naturalmente, ese
testamento no lo es todo, porque debe ir acompañado de las buenas obras e
intenciones, además de completado con los correspondientes sufragios.
Al testar, el testador,
aunque no sea inminente la muerte, ya la vive desde lejos, tiene conciencia
viva del traspaso de esta vida a la otra, por eso es su última voluntad, en ese
momento.
Podrá, después, cambiarla,
pero en ese momento, para él, es su última voluntad, como si la muerte fuera ya
a darle la mano o pasarlo por la guadaña.
Hay una liturgia del
testamento, como hoy realiza un bufete de abogados la redacción de un contrato,
con muchas cláusulas, para dejarlo todo bien atado donde la otra parte
contratante no encuentre ni pueda encontrar subterfugio alguno para su
incumplimiento.
Se testa no sólo ante una muerte
próxima sino que también es conveniente haberlo hecho cuando se embarque en un
viaje comercial arriesgado, en el que se puede morir por infinidad de causas;
igualmente al ver la enfermedad, la agonía y la muerte en directo de algún
familiar, o la conciencia de una posible muerte súbita, no despertándote cuando
te acuestas, o poder quedarte inconsciente… cuando ya no haya remedio.
Sólo pensar en la terrible
justicia divina… pues, aunque es verdad que Dios es Padre, Dios también es Juez
al que no se le escapa ni los pensamientos, ni las palabras, ni las obras, ni
las omisiones y que no puede cometer sentencias injustas dejando sin castigar
los pecados.
“El que hoy está sano,
continuamente debe ser consciente de que mañana, de golpe, puede enfermar y
morir”.
3
Como el cuerpo es frágil, el
alma debe estar en continua vigilia, sabiendo lo cierta que la muerte es y lo
incierto de su hora.
Uno de los principios
filosóficos arraigados en la mente popular es que “causa causae est causa
causati”, (“La causa de una causa (también) es causa de lo causado por esa
causa”.
Dios puede, pues,
preguntarle, cuando esté en su presencia, si allí abajo ha hecho todos los
deberes y ha dejado arregladas todas las cosas durante su vida terrena, sin
dejar pendencias pendientes.
Dios puede acusarle de las
desavenencias y disputas de sus familiares y sus hijos por sus bienes y
propiedades, si se ha ido y no lo ha dejado todo muy clarito, en testamento
expreso.
Por eso el testamento es el
aval o carta de presentación para quedar exento de posibles acusaciones por
parte de la justicia divina.
Además el testamento no puede
dejarse para última hora, porque debe ser redactado en plenas condiciones
psíquicas y morales del testador.
“Ahora que me encuentro con
buena salud, en mi sano juicio y con buena memoria, yo…”, (así solían empezar
los testamentos). Es lo más aconsejable, no siendo que luego falle la razón, lo
haga mal….
El testamento, pues, es un
auténtico seguro de vida eterna para el testador siempre que vaya acompañado de
sana intención, de buenas obras y de sincero arrepentimiento.
El testamento es un pacto, es
una póliza de seguros que se establece entre la iglesia y el testador,
cubriendo tanto el ámbito natural como el espiritual.
Por eso en el testamento debe
constar, expresamente, tanto las donaciones terrenas (como es el pago de deudas
pendientes, las donaciones a familiares, las recompensas a amigos por favores
recibidos, la retribución a colegas profesionales (entre mercaderes o
negociantes), así como las donaciones espirituales (limosnas de todo tipo,
donaciones a las parroquias, solicitud de oraciones, establecimiento y pago
previo de los sufragios que el testador
establece para entrar en la vida eterna con la mayor premura posible…
Casi la mitad de la extensión
de mi pueblo era del Seminario, procedente de donaciones testamentarias, (“las
tierras de los curas”), imágenes encargadas por el difunto, joyas para que las
luciera en las procesiones el santo o la virgen de su devoción, el encargo de
misas por su alma (no siendo que uno vaya al purgatorio) para poder abandonarlo
lo antes posible, el banco espiritual de la comunión de los santos, los días de
indulgencias y las indulgencias plenarias, (que a mí me hacía dudar de que aún
quedara un alma purgando), las misas gregorianas, los aniversarios con misas de
difuntos…
El testamento ya no es sólo
la transmisión de bienes por parte del difunto a sus herederos, es todo una
radiografía psicológica subjetiva de la vivencia de ese paso previo de la
preparación para la vida eterna, todo perfectamente precisado, tanto litúrgica
como notarialmente.
¡Horror a morir intestado¡,
por las posibles funestas consecuencias para su alma y por toda la eternidad.
Llegó a convertirse en una
práctica habitual, por eso la frase más repetida en todos los testamentos es la
de San Agustín: “Nada más cierto que la muerte, nada menos cierto que la hora
de la muerte”, por lo tanto…
Tener conciencia de la muerte
no es, pues, equivalente a proximidad temporal de la misma.
La fragilidad de lo caduco
(experimentable) frente a la seguridad de lo perdurable (creíble). O, en
términos metafóricos, el “tempus fugit” (de los relojes) frente al “aeternum
manet” de la fe, el “tiempo del mercader” frente a “tiempo de la iglesia”.
Lo que tengo en mis manos
(casi nada) y lo que se me promete (casi todo o todo).
Lo normal es tener, en la
mesilla del dormitorio, una biblia, dejando para el despacho toda la librería
con los libros profesionales o de lectura o de entretenimiento.
Todo un símbolo.
¿Quién me garantiza que mañana
me levantaré de esta cama?
Comparar la vida con la flor
que, tras breve tiempo, se marchita y desaparece.
Ya lo decía San Pedro: “Toda
carne es como el heno y toda su gloria dura como la flor del heno. Se seca el
heno y la flor se marchita. La palabra de Dios, en cambio, dura por siempre”.
La vida como una flor, como
una sombra, como el humo.
Todo, siempre, tan fugaz y
tan pasajero frente a lo que siempre dura y no tiene fin.
Platón expreso en los
testamentos: “Todo lo natural tiende a no ser, frente a lo espiritual, que
siempre ha sido, es y será”.
La muerte del cuerpo como
descomposición de sus partes, de sus cuatro elementos, pero el alma es simple,
no compuesta, y si la muerte es “descomposición de las partes”, mal puede
descomponerse lo que no está compuesto.
Preocuparse, por lo tanto,
más por la salud del alma, inmortal y destinada a la eternidad, que por la
salud del cuerpo que, por naturaleza, tiende a no ser y, más pronto que tarde,
dejará de ser.
Con lo eterno no se juega,
porque es mucho lo que uno se juega.
Recordar, pues, el pasado,
arrepentirse de él, si fuera necesario, con dolor de corazón y propósito de la
enmienda, ordenar la vida en el aún presente y prever las consecuencias
venideras.
Hacer balance para cuando uno
tenga que enfrentarse al Dios Juez y su balanza justa, pesadora de palabras,
obras, pensamientos y omisiones.
Es necesario dejarlo todo
atado y bien atado para llegar al juicio divino con las suficientes garantías.
Ligero de equipaje corporal,
repleto de equipaje espiritual.
Parece una contradicción, una
vida (que está) viviendo, en vida, una muerte (que aún no está pero que se la
espera y se la anticipa).
Esta vivencia de la muerte,
en vida, está inserta en la cultura medieval.
Sacar el pasaporte en el aquí
para el allí.
Lo “allende” en lo “aquende”.
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