Cuando ante la fachada de una
catedral o iglesia, ante su majestuosidad, oigo a alguien, ignorante,
indocumentado y cateto, despotricar y echar sapos por la boca, contra la
religión, la iglesia, el papa, los obispos….
Y cuando, una vez dentro,
este indocumentado, ante la monumentalidad arquitectónica, ante tanta escultura
y pintura de contenido religioso, ante esas vidrieras multicolores con escenas
de la biblia…. y sigue despotricando, ¡es que me pongo de los nervios¡
¿Quién no se ha sentado a
contemplar, con fruición, las vidrieras de la catedral de León cuando el sol le
da al mediodía o por la tarde, en la parte occidental?
Ese indocumentado y cateto no
sabe que, en la Edad Media ,
la gran mayoría de la población era analfabeta.
Además de que había pocos
libros ellos no habrían sabido leerlos. Por lo tanto, toda la información de
contenido religioso les llegaba únicamente a través de los sentidos.
Con la vista contemplaban
toda esa majestuosidad propia de un Dios, mirando y extasiándose ante las
figuras y escenas religiosas, o esos hábitos (casullas, dalmáticas, solideos,
mitras…) con que el sacerdote, obispo o papa se adornaban, dignos de
representantes de ese Dios, o esas procesiones multitudinarias en que
participaba, o los oficios, novenas, rosarios, misas de difuntos o de gloria,….
Espectacularidad de lo visto.
Con el oído se enteraba, en
esos sermones desde el púlpito, o en esas lecturas del evangelio o la epístola,
o en las confesiones, o en los actos litúrgicos de bautismo, matrimonio,
muerte,….
Con el gusto, a la hora de
comulgar y saborear el pan y el vino.
Con el olfato embriagándose
del olor a incienso, (incienso tanto para hacer huir de la iglesia al diablo
como para contrarrestar el mal olor de los cuerpos sudorosos de los fieles).
Sólo faltaba el tacto, pero
se masticaba el contacto espiritual con la presencia de Dios y de lo divino, en
todo ese escenario tan espectacular.
El hombre medieval, más que
creyente, era crédulo.
Admitía como evidente y
verdadero todo lo que la autoridad (en este caso, religiosa) le decía que era
verdadero.
Nació, vivió y murió siendo
un “menor de edad” kantiano, siempre necesitado de tutores que le informaran de
qué tenía que saber o de cómo debía obrar.
El hombre medieval podía ser
un buen obrero, un buen artesano (“saber hacer”), podía ser un padre ejemplar,
un marido maravilloso, un amigo de sus amigos,…una persona honrada (“saber
obrar”), pero era un ignorante (“saber teórico”).
Hasta ahí no llegaba su
inteligencia.
De los tres saberes típicos:
teóricos (relacionados con las verdades), prácticos o morales (relacionados con
la moral, con la vida) y técnicos (relacionados con el hacer, con el trabajo,
con las actividades), siempre estuvo ayuno del primero.
El hombre medieval, pues,
acostumbraba a percibir la realidad sólo a través de los sentidos.
Su cultura era una cultura no
de conceptos, abstractos, sino de imágenes sensibles, de gestos visibles, de
símbolos.
Los conceptos, abstractos,
estaban reservados a las élites eclesiásticas y a sus centros religiosos.
El hombre medieval vivía
intensamente, participando en lo sensible, en lo tangible, en lo simbólico.
El lenguaje de los gestos se
manifestaba tanto a nivel privado, (en su casa, solitario, recogido), como a
nivel público, (en la calle, en las iglesias, en la calle).
Ese gesto individual que es
la postura arrodillada, con las manos juntas, con la mirada hacia arriba, en
una posición de indigencia, de dependencia, de humildad, de servitud o
servilismo hacia Dios, bien junto a la cama a la hora de acostarse rezando
aquello de “cuatro esquinitas tiene mi cama…” o “ángel de la guarda, dulce
compañía….” o “Santa Mónica bendita, madre de San Agustín…..” o las oraciones
más extendidas, “el padre nuestro”, “el ave María”, “el credo”, “el yo
pecador”….. O a la hora de levantarse.
Una postura como la habían
hecho, siglos antes, los siervos ante su amo o señor.
Pero también el gesto social,
manifestado en la participación de las celebraciones religiosas, en las
procesiones públicas con motivo de una fiesta litúrgica o en conmemoración del
patrón, en las comitivas mortuorias acompañando al difunto a su última morada,
en el folklore de las fiestas populares,….
De rodillas, humillado, o de
pie, dispuesto, o bailando,… pero siempre con tintes religiosos.
Ese era su lenguaje gestual:
1.- En la piedad personal, 2.- En el pacto feudo-vasallático y la posición de
arrodillado, 3.- En la liturgia de la iglesia,
4.- En el folklore popular.
Con estas características,
podemos afirmar que el hombre medieval tenía una especial vivencia de la
muerte.
No otra cosa eran todos esos
y otros gestos.
Esta vida era, para él, el
plazo, temporal y limitado, que Dios había puesto a su disposición para que se
ganara, por méritos propios, la otra vida, la vida eterna y de felicidad suma.
Por eso lo de “vita mutatur,
non tollitur” (“la vida cambia (de temporal a eterna, para bien o para mal,
pero para siempre), no desaparece, no se le quita”.
En este su mundo, dominado
por las imágenes y por los gestos, en el paso de esta vida a la otra debía
estar todo perfecta y completamente preparado, organizado, sin sobresaltos ni
dudas a última hora, sin dejar cabos sueltos.
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