Pero tenemos que
acostumbrarnos a vivir a la intemperie de seguridades, evidencias y certezas
porque todo cada vez nos es más inseguro, menos evidente y menos cierto,
Y tendremos que aprender a
vivir en la cuerda floja, en el filo, siempre en la duda, en la ambigüedad.
Actualmente sentimos, cada
vez más, cierta alergia a todo tipo de soberanías absolutas (ni verdades, ni
bienes, ni conocimientos, ni comportamientos, ni…ni….
En el REALISMO se tenía la
convicción de que el mundo y las cosas que hay en el mundo eran seguros y
fuentes de verdad y de certeza, lo que fue problematizado por Descartes y su
escuela que desplazaron la certeza realista a la certeza y evidencia de la
conciencia.
Sólo estoy seguro de que Dudo
por lo que también estoy seguro de que Existo porque ¿cómo podría dudar si no
existiera?
Pero esa es mi única certeza:
Dudo Existiendo o Existo dudando.
Y como dudar es pensar:
“Cogito, ergo sum”
¿Y después qué?
Pienso pensamientos.
¿Qué tipo de pensamientos?
Ideas adventicias, ficticias
e innatas.
¿Y?
Puedo estar seguro de que
pienso, pero ¿y de lo pensado en esos pensamientos?
Si pienso en una mesa, es
verdad que pienso en una mesa pero ¿es verdad que es real la mesa pensada en
ese pensamiento?
Al final será Dios quien
garantice que…
Para hacer ese viaje ¿hacían
falta tantas alforjas?
La certeza es subjetiva pero
la verdad tiene que ser objetiva, a lo que no puedo llegar a no ser por el aval
de Dios.
De la duda del mundo que nos
rodea pasamos a la duda de la conciencia misma, a la que se le acusa de “mala
conciencia”
Marx, Nietzsche y Freud son los desenmascaradotes de esa mala
conciencia o conciencia falsa.
Los “filósofos o maestros de
la sospecha”
Pretenden demostrar que la
conciencia no es una categoría inmediata y primaria sino un producto de otros
elementos previos y determinantes. De tal modo que la conciencia hay que verla,
analizarla e interpretarla según el binomio relacional ausencia-presencia,
oculto-mostrado, simulado-manifiesto.
Es “reflejo de las relaciones
sociales de producción” o “es interpretada a la luz de la voluntad de poder y
que implica un trastrueque de todos los valores vigentes” o es “un producto
derivado de una arqueología anterior, como son los niveles inconsciente y
preconsciente que determinan lo consciente.
La conciencia deja de ser lo
evidente y lo cierto, para convertirse en problemático.
Lo inconsciente es
prioritario frente a lo consciente, no sólo en el orden lógico, sino también en
el orden ontológico y axiológico.
Los tres, cada uno a su
manera, interpretan al hombre en términos de enfermedad y en una referencia,
más o menos implícita, a la nostalgia de un paraíso perdido y revestido de la
esperanza de un paraíso futuro.
Enfermedad, para uno, en el
orden político-económico, y su nombre se llama “alienación”, individual o
colectiva y cuya Jerusalén celeste, en la que ya no haya alienaciones será “la
sociedad sin clases”.
“Enfermedad llamada “hombre”
–escribe Nietzsche en La
Genealogía de la
Moral.
Su estado normal es el
“estado mórbido”, tal vez porque el hombre está cansado de sí mismo.
La santidad “paradisíaca” se
realiza en el “superhombre” y en la superación de todos los valores, la
“transvaloración axiológica”,
“Animal neurótico” lo
denomina Freud, que vive en un conflicto permanente entre “deseo” y “realidad”
Sólo a través de la
liberación del eros reprimido alcanzará el “paraíso perdido”, que es el de la
“infancia”
Los tres “filósofos de la
sospecha” coinciden en que el hombre es un “enfermo”, un “enfermo ontológico”
para uno, un “enfermo socio-económico” para otro o un “enfermo como
ser-en-el-mundo” para el tercero.
El hombre se presenta como la
“enfermedad del ser, del tener y del hacer”
Pero esta enfermedad se nos
presenta como la pérdida de una santidad original y la pre-convalecencia de un
estado nuevo.
El hombre aparece, siempre,
como una decadencia y referido, siempre, hacia un ideal y a un paraíso perdido
y ahora anhelado.
Este animal enfermo puede
curarse, pero sólo podrá salvarlo la esperanza.
Así el hombre necesita ir más
allá del yo actual para lograr un yo posible que sea la salvación y superación
de ese yo decadente.
Pero la tarea destructiva de
estos tres pensadores está en función de un empeño constructivo, porque creen
en el hombre y esperan en él.
La persona humana no para de
replantearse su identidad y siempre queda insatisfecha de las respuestas que se
le ofrecen, que se da o se las dan.
Tanto el dualismo como el
monismo, sea materialista o espiritualista, se suceden históricamente como
respuestas al problema permanente de la cuestión humana y nunca se ve
totalmente representado en ninguna de esas respuestas, soluciones parciales y
convencionales.
El yo humano es una realidad
estructurada de materia y espíritu, de cuerpo y alma, pero es, también,
historia, misión y proyecto.
Una realidad singular
inacabada que puede hacerse o deshacerse.
Nunca podrá entenderse sólo
desde sí mismo sino en la relación a todo aquello sobre lo que se vuelca, de
ahí que toda vida verdadera sea un “encuentro”.
Una antropología
individualista que no se ocupe más que de la relación del yo consigo mismo y se
limite al análisis de los elementos que lo componen nunca podrá ofrecernos un
conocimiento completo de lo que es el hombre, un “yo” y un “nosotros”, un yo
concreto y sus relaciones.
El yo no es un yo “desnudo”,
sino un yo “relacionado” con las otras realidades que le reclaman y le
configuran.
El hombre, pues, necesita
superar la soledad yoísta sin caer en las redes del peligro contrario y
despersonalizador, como es el colectivismo, donde el hombre no tiene rostro
humano y se transforma en un ser anónimo.
El individualismo es
inhóspito, pero el colectivismo es masificador, por eso necesita habérselas con
ambos.
El hombre vive siempre en una
circunstancia, de la que jamás puede prescindir (es el “yo circunstanciado” de
Ortega)
Y la circunstancia no es una
cosa o un conjunto de cosas sino un escenario, un contexto, un horizonte en
donde acontece la vida personal, que es también comunitaria.
El yo humano no es reducible
a cosa, pues es subjetividad, pero tampoco puede reducirse a subjetividad,
porque también es apertura a un mundo con el que está implicado y complicado.
“La vida humana es una
realidad extraña –afirma Ortega- de la cual lo primero que conviene decir es
que es la realidad radical, en el sentido de que a ella tenemos que referir
todas las demás, ya que las demás realidades, efectivas o presuntas, tienen de
uno u otro modo que aparecer en ella”
El yo concreto tiene una
condición vectorial y de gravitación que le vuelca fuera de sí y le vincula a
otras realidades extrañas, pero necesarias para su ser y su hacer, tanto en el
orden ontológico, como en el psicológico y ético.
El hombre necesita asentarse
en la circunstancia, instalarse en ella pero, al mismo tiempo, ha de
trascenderla y rebasarla.
El hombre es un centro emisor
y receptor de relaciones, de experiencias, de vivencias y de convivencias.
Se presenta a nivel
ontológico, biológico y psicológico como foco de relación intencional que se
relaciona, se vincula y se comunica con diversos polos referenciales de
interés, de simpatía, de valor y de vida.
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