Cuando uno se plantea, de
manera personal, cuáles pueden/deben ser los fines de la educación siempre
piensa en universal y en el futuro.
Para todos los alumnos y para
el mañana.
Pero cuando uno sufre la
desgracia de asistir a la muerte casi repentina de un alumno a este profesor se
le caen todos los esquemas.
¿Debemos educar a los
hombres-adultos de mañana, cuando uno es consciente de que algunos no llegan a
ese mañana, o hay que educar a los jóvenes de hoy, del presente?
¿A qué de bueno he podido
contribuir a ese alumno al que la enfermedad lo ha desalojado del tren de la
vida?
¿Ha sido decente mi labor
formativa?
Leibniz decía que “el
presente está preñado de porvenir” ¿por qué, pues, ponemos el acento en el
porvenir, que “todavía no es” y descuidamos la preñez del presente, que “sí
es”?
Si cada época histórica tiene
sentido por sí misma y no en virtud de un futuro que, en una perspectiva
realista y responsable, no está escrito en ningún sentido sobrehumano, sino que
depende del uso responsable que hagamos de nuestra libertad real.
Me viene a la mente la obra
de J. A. Marina “Ética para náufragos” y que trata de esos problemas en que
todos estamos y que, siendo fáciles de enunciar son menos fáciles de resolver,
y que se reducen a tres: 1.- ¿Cómo mantenerse a flote? Porque de lo
contrario…2.- ¿Cómo construir una embarcación y gobernarla? Porque de lo
contrario…y 3.- ¿Cómo dirigirse a puerto? Porque si no…
…..
Siempre se pensó que las
casas eran los ámbitos para el descanso y para la vida privada.
Pero hoy ya no vale ese
esquema.
El teléfono, la radio, la
televisión, el dinero electrónico, las redes sociales, Internet,…están
transformando radicalmente los comportamientos en los hogares y las relaciones
familiares.
Se puede trabajar (ahora
mismo, con la pandemia que está restando personas, y sin motivo alguno para
apartarlos de la vida, el “teletrabajo” ya está con nosotros, y ha venido para
quedarse), se puede comprar, vender, intercambiar, producir y consumir desde el
propio domicilio.
La distinción clásica entre
lo privado y lo público se difumina: lo público invade los hogares a través de
los medios de comunicación, pero también lo privado y lo íntimo se convierten
en espectáculo y en mercancía para el consumo público.
Los domicilios se han llenado
de cosmopolitismo.
Además de ser telespectadores
del mundo podemos actuar social y privadamente desde nuestras casas, vives las
tragedias de la otra parte del mundo (Australia y sus incontables incendios y
muerte de animales autóctonos) y puedes hacer una transferencia, encargar la
compra, sacar las entradas del cine,…
Las tecnologías de
interacción a distancia generan una nueva forma de sociedad abierta, las casas
abiertas e interconectadas que rompen el principio de territorialidad y
vecindad que ha atenazado a los ámbitos domésticos durante tantos siglos.
Estás conectado con quien
está lejos, al tiempo que apenas saludas al vecino de puerta.
La polis se ha convertido en
“telépolis” y en tu casa entran, por los medios de comunicación, personas e
información.
El dinero no se ve,
convertido en plástico con un “pin”.
Los despachos, llenos de
estanterías repletas de libros, han desaparecido con un disco duro, la nube, …y
el ordenador conectado a Internet.
Lo doméstico se ha
transformado, con sus ventajas y sus inconvenientes, porque no todos los
programas les gustan a todos por lo que el silencio se hace obligatorio.
No sólo lo “privado”, hasta
lo “íntimo” puede hacerse “público” intencionada o no intencionadamente.
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