Pretender aplicar el
principio de igualdad democrática a la enseñanza es hacer que ésta sea
imposible.
La diferencia de edad y la
acumulación de conocimiento y experiencia son factores que explican esa
desigualdad (aunque no totalmente) porque el puro paso de los años no garantiza
que una persona pueda poseer el tipo de desigualdad que se le debe exigir a un
maestro.
Porque no por ser viejo se es
mejor.
La desigualdad debe venir
fundamentada en el conocimiento teórico, la capacidad de actuar de manera
ponderada y el adecuado equilibrio.
No es, por lo tanto, una
desigualdad temporal.
Del hecho de que el maestro,
en tanto que maestro, “sea más” que el alumno, nada tiene que ver con la
condición de “amo”, como tampoco el alumno guarda ningún parecido con el
“esclavo” (nada que ver con el modelo hegeliano de la dialéctica amo-esclavo).
Si la relación maestro-alumno
fuera la del amo-esclavo ya no existiría la relación pedagógica sino la
relación de sumisión.
El proceso educativo debe
conducir a la superación, al menos parcial, de la desigualdad.
¿Quién no recuerda el “sólo
sé que no sé nada” de Sócrates?
Todos sabemos que reconocer
la ignorancia, para espolear al discípulo, era un recurso irónico para disparar
el proceso del descubrimiento.
Sócrates, con la pregunta
concreta y adecuada y en el momento adecuado hace que el alumno descubra el
Teorema de Pitágoras.
Lo que nunca habría ocurrido
si no hubiera existido ese desnivel entre maestro-discípulo, como los de la
caverna no habrían salido de ella si no los hubiera espoleado el maestro para
dejar las sombras y salir a la luz.
La relación del tutor con
Emilio (Rousseau) es un nítido ejercicio de la autoridad, llegando a una
especie de violencia pedagógica.
Igualmente Kant al afirmar
que la disciplina (en el sentido de “obediencia y esfuerzo”) es el núcleo
central de la educación, llegando a definir la escuela como “cultura
coercitiva”.
Se resalta, por tanto, en
ambos el papel liberador de la autoridad al enseñar al niño a ganarse la
autonomía, a hacer uso de la libertad, a convivir en una sociedad y a romper
con los particularismos que proceden de sus padres o del gobierno.
Reivindicar la autoridad y la
asimetría para no llegar al autoritarismo, como se veía en la legislación
platónica y en el despotismo ilustrado de “todo para el pueblo, pero sin el
pueblo” (en el que había más despotismo que ilustración) o sea, en nuestro caso
“todo para el niño, pero sin el niño”
En el otro polo estaría Tolstoi,
defensor de que la “libertad sólo se aprende siendo libres”, con un mayor
protagonismo de los niños, como otros y dentro de la tradición libertaria.
El maestro no sólo “es más”
que el alumno en una asimetría por su saber pero acompañado por la amistad y el
cariño al alumno.
Pablo Freire añade la
importancia que, en la educación, tienen los propios compañeros.
Dewey recalcará que el mundo
del adulto no es lo único que debe
tenerse en cuenta para orientar la educación.
No es la meta la que
determina la calidad del acto educativo, sino el mismo proceso.
Relación asimétrica sí, pero
no descargar sobre las espaldas de los niños toda la fuerza del mundo de los adultos.
La educación debe ser un
proceso de formación permanente en el que están embarcados tanto los niños como
los adultos cumpliéndose lo que se dice: “nadie educa a nadie sino que los
seres humanos se educan en comunidad”.
Reconocimiento por parte del
alumno y solicitud por parte del maestro.
Es esa capacidad de
reconocimiento de la desigualdad por parte del alumno lo que permite al maestro
no sentir su superioridad como una superioridad opresiva o autoritaria.
Como el hijo ve a su padre
como alguien superior que “es más” y sabe más, pero también lo ve y es un
amigo.
Sólo así se integra la
desigualdad como elemento imprescindible de su propio crecimiento.
El alumno, con el reconocimiento
de la superioridad del maestro, y el maestro con la solicitud y cuidado.
Reconocer al alumno como otro
al que hay que respetar, y no manipularlo, es la norma común del maestro (y lo
digo con 36 años de experiencia en la práctica educativa).
Al alumno se le llega a
querer, no a enamorarse de él, pero sí a quererlo, queriendo lo mejor para él.
Sin renunciar a la
desigualdad y a la autoridad que le acompaña el maestro deja de ver en el niño
como un ser inmaduro o incompleto que sólo debe ser troquelado de acuerdo con
las pautas impuestas por la sociedad establecida.
Rousseau y Kant subrayan el
lado del reconocimiento, sin recoger adecuadamente la solicitud por eso
terminaban hablando de disciplina y obediencia como esencias del acto
educativo.
Tolstoi al revés, llegando a
equiparar la relación pedagógica a la amistad.
Gadamer ha insistido en la
misma línea y ha desmontado la falsa oposición entre el ejercicio de autoridad
del maestro y la autonomía racional del alumno.
El reconocimiento nunca es un
acto ciego de sumisión irracional.
Igual que la planta sólo
puede crecer porque hunde sus raíces en el suelo que le viene dado previamente,
el discípulo sólo crece porque se apoya en una autoridad solícita que él mismo
reconoce racional y afectivamente porque, como seres históricos que somos no
podemos negar el peso de la tradición y la autoridad so pena de que queramos
convertirnos en entes abstractos, como con síndrome cartesiano: el deseo
infantil de partir de cero.
Es lo que Freire llamaba “el
educador-facilitador del proceso de concientización”
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