Se bendice el “sexo
reproductivo”, pero se persigue implacablemente a “la mujer histérica, al niño
masturbador y al adulto perverso”.
El deseo sexual de las
mujeres se interpreta como un desarreglo neurótico.
La exploración del propio
cuerpo se prohíbe de forma tajante, especialmente durante la pubertad.
Las fantasías sexuales se
consideran aberrantes, pues incumplen la expectativa de procrear.
Se podría esperar que
Foucault celebrara la “liberación sexual” de las últimas décadas, pero no es
así, pues entiende que el sexo se ha reducido a una compulsión.
Se estimula la “búsqueda del
placer”, pero lo esencial es el “encuentro entre los cuerpos”.
Si orientamos nuestra vida
sexual al orgasmo, viviremos hipnotizados por un clímax que muchas veces sólo
produce un placer insuficiente.
Los cuerpos deben encontrarse
libremente, sin ideas preconcebidas.
Lo verdaderamente liberador
es “no saber cómo discurrirá cada encuentro”.
En sus últimos escritos,
Foucault habla de la necesidad de reinventar y reelaborar nuestro yo: “Debemos
promover nuevas formas de subjetividad, renegando del tipo de individualidad
que nos ha sido impuesto durante muchos siglos”.
Una muerte prematura y
particularmente cruel dejó incompleta la obra de Foucault, pero no hay que
lamentarlo.
No me refiero, por supuesto,
a la trágica extinción de su vida, sino al final abierto de un pensamiento que
siempre reivindicó el cambio, la paradoja y la incertidumbre:
“Nunca sé, cuando comienzo un trabajo, qué pensaré al concluirlo. Cuando
escribo, lo hago sobre todo para cambiarme a mí mismo y no pensar lo mismo que
antes”.
Es imposible, pues, averiguar
qué rumbo habría adoptado su pensamiento, pero es indudable que en ningún caso
habría demandado nuestra aprobación.
Simplemente, nos habría
pedido que abordáramos sus libros como un viaje.
Y aunque conozcamos el
itinerario, recorrerlo siempre representará una aventura de la que saldremos
transformados.
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