Si se le pidiera a un hombre
corriente, con nociones de Filosofía que nos diera los nombres de cinco
filósofos incluiría, de modo seguro, a Kant.
El que había sentenciado: “no
aprenderéis de mí Filosofía, sino a “filosofar”, no pensamientos que podáis
repetir, sino a pensar. Pensad por vosotros mismos, investigad por vosotros
mismos, manteneos firmes sobre vuestros propios pies”.
¿Sapere aude” –atrévete a
pensar.
Olvídate, deja, prescinde de
“tutores”…
Decía Nietzsche que: “todo
filósofo casado le parecía un personaje de comedia” (lo que no sé es si lo dijo
antes o después de las calabazas de Lou Salomé)
Y Francis Bacon, casi
haciendo de representante de no sé si de la mayoría de los filósofos, afirmaba:
“ciertamente, las mejores obras son escritas por solteros u hombres sin niños”
(aunque, luego, se casaría, poco después de haber hecho esta declaración),
Ese alejamiento de la vida
sexual, erótica, incluso en su vertiente tierna o amorosa, dispensada para las
mujeres, no es exclusiva de este filósofo, llamado Kant.
Muchos otros cultivadores del
“amor a la sabiduría” practicaron, en diversos grados, un celibato que bien
puede tomarse como paradigma de la filosofía.
La lista es rica en nombres: Platón,
Plotino, Tomás de Aquino. Erasmo, Malebranche, Hobbes, Pascal, Descartes,
Spinoza, Newton, Leibniz, Hume, Voltaire, Schopenhauer, Kierkegaard, Nietzsche…
testimoniaron que el fin último de la humanidad no es reproducirse, por lo
menos no en la materialidad de los cuerpos.
Se afirma que ninguno de
ellos tuvo contacto carnal alguno a lo largo de su vida.
Es decir, nacieron, vivieron
y murieron vírgenes.
Kant fue filósofo y célibe en
extremo, al grado de llegar a sostener que “un filósofo digno de ese nombre no
se casa”.
El soltero se casa con el
pensamiento, el casado tendrá que compartir su tiempo con la esposa y los
hijos.
Los argumentos y no el sexo
es el alimento de los filósofos (sublimación freudiana).
“Filósofo casado, filósofo
mermado”.
Se afirma que nunca estuvo
enamorado, que toda su vida permaneció célibe y que nunca tuvo ni amante ni
esposa.
Formaría, pues, parte de esos
grandes hombres, como Newton y Robespierre, a quienes la carne femenina los
dejó siempre como mármoles: incorruptibles, asexuados.
Nunca hubo una mujer en la
casa de Kant, ni siquiera una sirvienta.
Tenía un criado, el fiel Martin
Lampe, “un hombre para todo”, encargado de todos los asuntos prácticos y a
quien Kant, tras 40 años de servicio, despidió, según se dice, al saber que se
casaría (lo que suponía que, a partir de entonces, ya no se dedicaría en
exclusiva a él, sino que tendría que compartir el tiempo con su esposa e
hijos).
Suele afirmarse que Kant fue
un “absoluto asexuado” (lo que habría que poner en cuarentena por, al menos,
dos situaciones: una con una mujer casada, y que luego se divorciaría (“por
infidelidad”) y otra el cambio total de su forma de vivir tras conocer a su nuevo
amigo Green.
Habría que decir, pues, que
practicaba el “erotismo de los corazones”, más libre, según expresión de Bataille.
Fue célibe pero no asceta,
vivió una vida en relación con su tiempo: de joven frecuentaba las tabernas y
siempre disfrutó de la comida (era un buen gourmet, aunque se sabe que su plato
favorito era el bacalao, le gustaba el buen pan y el buen vino y muchas veces lo
compartía con invitados en su casa (hasta 5 huéspedes al día, no más, pues la
mesa era para un máximo de 5, enviándoles la invitación el mismo día, por la
mañana, con el fin de asegurarse de la asistencia inmediata o de lo contrario,
para poder invitar a otro.
Como puede deducirse era un
hipocondríaco, porque, además entre la mesa y la sobremesa pasaban 4 horas y la
conversación pasaba por tres momentos: narración, discusión y bromas (disfrutaba
del chismorreo).
Le gustaba vestir bien y,
cuando recibía invitados a su mesa iba vestido de manera impecable, cuidando
que el color de sus ropas fuera a tono con las estaciones del año y su
naturaleza.
Fumar en pipa era, para él,
un placer, como degustar las propiedades del té, beber un buen vino y aspirar
rapé.
Es decir, no era un ermitaño,
taciturno y sociofóbico.
Para la sociedad de
Königsberg era considerado como “amable compañero”.
Quizá Kant no conoció la
sexualidad en otro cuerpo que el suyo, pero sí conocía la sensualidad, sobre
todo de la comida: era de muy buen paladar.
Y aunque no poseía un físico
seductor, con una estatura de apenas un metro cincuenta (su madre lo
llamaba hombrecito), su cuerpo no le avergonzaba en absoluto.
Kant, pues, no es ni un
ermitaño ni un anacoreta; ensalza el placer, así lo dice en
su Antropología: “el puritanismo del cínico y la castidad del anacoreta,
que se privan de los placeres de la sociedad, son deformaciones de la virtud
que no invitan a practicarla”.
La verdad es que su cuerpo
tampoco le favorecía para ser un seductor para acercarse y conquistar a una
mujer o para que una mujer se le acercara.
Medía 1,50 de altura (como
hemos dicho), tenía una gran cabeza y era cargado de espaldas, cheposo o
chepudo.
Kant tenía sus hábitos (que
han pasado a la Historia
de la Curiosidad
o de la Rareza ):
En una época, la Ilustración , en que
era comúnmente aceptado que “viajar ensancha el espíritu” y en la que “la
conquista de la distancia” ha contribuido a un mayor entendimiento
internacional, sabemos que Kant no atravesó, ni una sola vez, las fronteras de
Prusia Oriental, ni mostró inclinación a hacer viaje alguno, ni por distracción
ni por ampliar conocimientos.
Nació en Könisberg, vivió en
Könisberg y en Könisberbg murió.
“Todos los días su criado,
Lampe, lo despertaba cinco minutos antes de las cinco de la mañana, luego se
sentaba a la mesa a las cinco en punto, bebía una o dos tazas de té, fumaba una
pipa y preparaba durante toda la mañana, hasta las doce cuarenta y cinco, los
cursos que impartía.
Entonces tomaba un vaso de
vino de Hungría y se sentaba a la mesa a la una (con sus invitados).
Después de haber comido,
caminaba hasta la fortaleza de Friedrichsburg, siguiendo siempre el mismo
camino, que fue bautizado por los habitantes del lugar como “el paseo del
filósofo”.
Era posible saber la hora que
era sin necesidad de mirar el reloj, pues el filósofo pasaba siempre,
exactamente, a la misma hora.
A las seis de la tarde,
después de haber leído los periódicos, reanudaba el trabajo en su estudio, que
conservaba siempre a una temperatura de quince grados y en donde se sentaba de
modo que pudiera ver las torres del viejo castillo.
Su meditación fue
interrumpida cuando el crecimiento de los árboles impidió un día tener a la
vista aquel panorama.
Hacia las diez de la noche,
quince minutos después de haber dejado de pensar, se acostaba en su recámara,
cuyas ventanas permanecían cerradas todo el año, se desvestía y se metía en la
cama mediante una serie de movimientos especiales que le permitían quedar
perfectamente cubierto toda la noche.
Cuando las necesidades
urinarias lo hacían despertarse, sin luz, a oscuras, se guiaba con un cordel
que había instalado entre su cama y el baño a fin de no tropezar por las
noches”.
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