Era el año 1.814,
Schopenhauer tenía 26 años y tuvo una turbulenta discusión con su madre,
Johanna.
Johanna Schopenhauer no era una
inculta y malhumorada mujer.
Fue, al parecer, la primera
autora alemana que adoptó la escritura como profesión.
Se cuenta también entre las
primeras mujeres que firmaron sus obras con su propio nombre, rechazando los pseudónimos
a los que recurrían otras autoras para hacerse pasar por varones, puesto que en
su época, como es sabido, existían serios prejuicios contra las «escritoras e
intelectuales femeninas».
Recibió una esmerada
educación a cargo de un clérigo escocés amigo de su familia, que le enseñó
inglés, geografía, astronomía y otras disciplinas afines, poco habituales en la
educación de una niña de entonces; con otros preceptores aprendió lenguas
clásicas e historia.
Amó la literatura desde edad
temprana: Shakespeare, Voltaire, los clásicos...
Siendo todavía muy joven se había
casado con el maduro Heinrich Floris Schopenhauer, padre de sus hijos Arthur y
Adele, su más firme apoyo tras la muerte de su esposo.
Junto a éste conoció la
riqueza y buena parte de Europa; posteriormente, y ya viuda, sufrió la escasez,
la miseria casi.
Inició su carrera como
escritora en 1810, con relatos, misceláneas, libros de viaje y novelas
como Gabriele y, sobre todo “La nieve”, publicada por primera vez en
1825.
Pues esta mujer, harta de la
conducta de su díscolo y protestón hijo, un día, toda irritada, le espetó:
“La puerta que, con tanta
violencia estrellaste ayer, después de comportarte tan indignamente con tu
madre, se ha cerrado para siempre entre
tú y yo.
Estoy harta de soportar tus
excesos, me voy al campo y no volveré a casa hasta que tú te hayas ido; es algo
que debo a mi salud, pues una segunda escena como la de ayer me produciría un
ataque de apoplejía que podría ser mortal.
No tienes ni idea de lo que
es un corazón materno: tanto más dolorosamente siente cada golpe de la mano
antes amada cuanto más profundo fue el amor.
No es Müller, eso lo juro
ante Dios en el que creo, lo que me ha separado de ti, sino que has sido tú
mismo, tu desconfianza, tu censura de mi vida y de la elección de mis amigos,
tu desdeñoso comportamiento hacia mi, tu desprecio contra mi sexo, tu
resistencia claramente expresada a contribuir a mi felicidad, tu codicia, tu
mal humor al que das libre curso en mi presencia sin ningún recato, todo eso, y
mucho más, es lo que hace que parezcas completamente odioso, y eso es lo que me
separa de ti”
Y eso lo dice una madre que,
por naturaleza, tendería a minimizar los defectos de su hijo.
Pocos días después abandona
el domicilio familiar y nunca volvería a ver a su madre, aunque sí se cruzarían
nuevos y afilados reproches por correspondencia.
También muestra un desprecio
hacia su hermana, Adele, nueve años más joven que él, con la que apenas se ve,
sólo esporádicamente, y durante breve espacio de tiempo.
Era no sólo la diferencia de edad,
también la distancia entre los sexos la que imposibilitaba la comunicación.
Y eso que Adele fue una
figura apreciada por Goethe, que acudía a la asociación femenina, fundada por
su madre, Johanna, y en la que se reunían las hijas de algunas familias nobles
para tocar música, leer en voz alta o pintar.
A los 33 años nuestro
filósofo tuvo una relación amorosa (la más larga que tuvo, más de diez años)
con una corista, actriz y bailarina, de 19 años y cuando quiere poner un
ejemplo de su “voluntad de poder” (tema fundamental de su filosofía) afirma que
es en el acto de la copulación, “ésa es la verdadera esencia y el núcleo de
todas las cosas, la finalidad y la meta de toda existencia”
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