Rousseau vivió en
discrepancia con sus ideas, actuó en contra de lo que pensaba y quiso ser
maestro de aquello que no supo, o no deseó, poner en práctica en su vida.
Su lema podía haber sido:
“haced lo que yo os digo, pero no hagáis lo que yo hago” o quizás, “la
intención es lo que cuenta, no la acción”.
De cualquier forma, mediante
tales contradicciones internas vivió engañándose a sí mismo.
En el mes de junio de 1762,
tanto el gobierno de Ginebra como el de París dictaron la orden de quemar sus
principales obras, el Emilio y El contrato social, y de arrestarlo porque,
según se creía, sus libros eran “escandalosos, impíos, tendentes a destruir la
religión cristiana y todos los gobiernos”.
Mientras tales obras ardían
en la hoguera, Rousseau huía procurando ponerse a salvo.
En realidad, no estuvo del
todo seguro hasta que cinco años después, a principios de 1767, consiguió
instalarse en Inglaterra.
Hacia el final de su vida fue
obsesionándose con la idea de que, hasta sus mejores amigos, conspiraban contra
él y hacían todo lo posible por traicionarle.
Su enemistad con Voltaire era
manifiesta.
En cierta ocasión le envió
una carta en la que le manifestaba abiertamente el odio que sentía hacia su
persona.
Voltaire no le respondió pero
escribió a otro amigo diciéndole: “He recibido una carta muy larga de Jean-Jacques
Rousseau. Está medio loco. Es una pena.”
En el análisis acerca del
pensador francés que hace su biógrafo, dice: “Dando por hecho que no era un
actor, cabría preguntarse si Rousseau era esquizofrénico; pero probablemente
tampoco lo era. Su poder de imaginación era tan grande, su timidez tan acusada,
su indignación moral tan fácil de explotar, su vanidad tan aplastante y su
egotismo tan irrebatible, que un momento estaba violentamente a la defensiva y
hostil y al siguiente era todo tranquilidad, un hombre aparentemente normal y
casi eufórico. Todavía hay otra explicación, más seria, de su comportamiento:
daba incipientes muestras de demencia.”
El remordimiento que sentía
por los delitos que creía haber cometido en su juventud, se fue transformando
poco a poco en un sentimiento de autocomplacencia.
Pensaba que el sufrimiento de
las enfermedades que padecía y las persecuciones de que había sido objeto por
parte de sus enemigos, eran el pago de aquellos pecados pasados.
Sin embargo, se sentía como el
mejor de los hombres, el más bueno de todos. Incluso llegó a decir que su
existencia había sido una especie de vida paralela a la de Jesús.
Y si el Maestro fracasó en su
intento de convertir al pueblo de Israel; Rousseau fracasó en convertir a los
suizos y a los franceses.
Si Jesús padeció; Rousseau
padeció también.
Y de la misma manera que la
humanidad necesitaba un redentor cuando vino Jesucristo; Rousseau era el
redentor que requería la sociedad caída del siglo XVIII para reconducirla a la
condición natural del principio.
En fin, toda una megalomanía
que rayaba en la blasfemia.
No hay comentarios:
Publicar un comentario