Digámoslo francamente: Kant
es un mal cliente tanto para los biógrafos como para los amantes de aventuras.
A diferencia de Pitágoras, de
quien dice la leyenda que vivió veinte vidas enteras, parece que Kant apenas
vivió una sola.
Sin embargo, yo no comparto
el punto de vista de quienes ven en la monotonía de su vida un estrechamiento o
cerrazón filosófica.
Yo quisiera demostrarles que
existe en esa banalidad querida, cultivada, algo que es consubstancial a la
filosofía de Kant y a la filosofía en general.
Quiero explicarles por qué el
celibato, lejos de ser una cuestión accidental, forma parte de la esencia misma
de la filosofía.
Esta tesis puede parecernos
incómoda hoy día. Sin embargo, nunca elogiaremos suficientemente la sabiduría
del filósofo que no habría querido compartir su vida con mujer alguna.
Se puede considerar
discutible el sistema kantiano, se puede uno reír del personaje, pero hay un
asunto sobre el que Immanuel Kant no puede sino suscitar la admiración
universal: su celibato.
Todas sus tesis son
discutibles excepto una: el filósofo digno de ese nombre no se casó.
Pero al hablar de erotismo y
sexualidad, y si distinguimos entre “erotismo de los cuerpos” y “erotismo de
los corazones”, deberíamos tener en cuenta su Ética
La obra de Kant, incluso lo
más conocido y repetido por el gran público, está cruzada por su Imperativo
Categórico que reza: “Obra de modo tal que la máxima de tu acción pueda
convertirse por tu voluntad en ley universal.”
Siendo así, valdría
preguntarse si la sabida castidad y celibato de Kant pueden o deberían tomarse
como imperativo universal.
Según Botul, autor del libro
“La sexualidad de Manuel Kant”, en su Fundamentación de la metafísica de
las costumbres Kant propone que “no existe órgano para un fin que no sea,
al mismo tiempo, el más apropiado y adaptado para dicho fin”.
Siendo así, esto sin duda
tendría que aplicar para los órganos sexuales del filósofo, pero, si él no los
usaba, ¿de qué se trata entonces?, porque rechazaba la masturbación.
En el mismo sentido se
defiende de esos dos enemigos de la filosofía que son el sueño profundo y la
somnolencia, a la que llama “torpeza de la tarde”.
Después de comer, esa torpeza
se “cura” con el paseo que es visto como un ejercicio de recuperación de las
fuerzas mentales.
El sueño era para Kant un
“gran vacío del pensamiento”, al que hay que entrar y salir con mucha
vigilancia: al entrar Kant evitaba perderse en los pensamientos desordenados,
por lo que repetía la palabra “Cicerón” como un mantra; para
despertar, había que cortar con el sueño como con una mala hierba.
Salía del sueño de un salto,
a la voz de Lampe, cinco minutos antes de las cinco.
Sin embargo, ese hombre “vivió
la vida” antes de llegar a ser célebre, es decir, antes de cumplir sesenta
años.
Cuando no era sino un “magister”,
frecuentaba las tabernas y jugaba al billar, a veces incluso hasta bien entrada
la noche.
Cuando llegó a ser profesor
titular y pudo comprarse una casa y pagar un mozo, se complacía acogiendo a sus
invitados en las comidas que él organizaba y que se prolongaban hasta el atardecer.
Kant, sin embargo, no
frecuentaba las visitas a sus numerosos hermanos (Kant era el segundo de los
nueve hijos del artesano sillero Johann Georg Kant y de su mujer Anna Regina, aunque
sólo cinco sobrevivieron y alcanzaron la edad adulta).
Ni siquiera a su hermano
Johann Heinrich que era pastor y le escribía afectuosas cartas.
Fueron educados, sobre todo
por su madre, mujer piadosa por naturaleza, muy influida por los movimientos de la Reforma religiosa de
entonces, uno de las cuales (el principal) era el “pietismo”, que ponía gran
énfasis sobre la fe y el sentimiento como opuestos a la razón y al dogma.
Educado, Kant, en el
Collegium Fridericianum, de ideología pietista, fundación puritana y rígida y
donde asimiló los hábitos de regularidad, puntualidad, frugalidad y duro
trabajo a lo que si se le añade la educación familiar-materna le proporcionaron
un carácter demasiado rígido, poco flexible para ser atractivo.
Ya en la Universidad , fue la
influencia de un joven catedrático, Martin Knutzen, el que lo orientó hacia las
obras de Newton, lo que con el tiempo diría: “dos cosas llenan mi alma de
admiración: el cielo estrellado sobre mí (Newton) y la conciencia moral dentro
de mí (el pietismo y su madre)”
Fue adquiriendo unos
conocimientos enciclopédicos, escribiendo y dando conferencias en temas de lo más variado: Matemáticas,
Física, Lógica, Metafísica, Ética, Geografía, Antropología, incluso pirotecnia
militar y ciencia de las fortificaciones.
Se cuenta que estando en
clase explicando uno de los afluentes del río Támesis, arrancando de su
nacimiento fue describiendo por qué paisajes, pueblos, historia, monumentos
artísticos y cultura de esos pueblos, montañas, economía…
Ante dicha descripción, al
terminar la clase se le acercó un alumno inglés, natural de uno de esos pueblos
descritos y, extrañado, le preguntó cuándo había estado él por allí, a lo que
Kant, naturalmente (y como ya hemos escrito más arriba) que nunca, porque él
nunca había salido de Könisberg.
En cuanto a su vida sexual,
les ruego abstenerse de todo prejuicio, no juzgarla precipitadamente, incluso
no juzgarla, en la medida de lo posible.
Les ruego adoptar la actitud
preconizada por Spinoza en su Tratado político: “no reír ni llorar, sino
comprender”.
Kant no vivió como eremita,
alejado de su ciudad y de su tiempo.
Cuidémonos de imaginarlo como
enemigo de la vida mundana, recluido en una torre de marfil.
Nunca se alejó más de 40 kilómetros de su
ciudad natal, Königsberg, cosa increíble en una época en la que todos los
grandes filósofos – Voltaire, Rousseau, Diderot, Hume – fueron viajeros,
europeos curiosos de su continente.
Pero Kant se quedó en
Königsberg.
Allí nació, allí vivió, allí
trabajó y allí murió.
En el Siglo de las Luces, en
una Europa en ebullición, en plena Revolución francesa (que él aplaudía),
permaneció fijo en esa ciudad a orillas del mar Báltico: Königsberg.
Nunca residió en Italia,
contrariando así la tradición alemana del “gran viaje” ejemplificada en el
siglo XVIII por Winckelmann, contemporáneo de Kant y prusiano como él, o, una
generación después, por el gran Goethe.
Kant no hizo sino el “pequeño
viaje” entre su casa y la torre del reloj.
Kant salía con agrado y se
dejaba invitar por lo mejor de la sociedad de Königsberg, que lo apreciaba como
“amable compañero”, tal como lo describió un testimonio de aquella época: “es
el viejo más despabilado y ocurrente, un verdadero bon vivant en el sentido más
noble; digiere tan bien los platos fuertes como el público digiere mal la
filosofía que él le ha dado a leer”.
No era el impenitente
solitario, sociófobo.
Al revés, en contra de todos
los tópicos con que se le ha cargado, era muy sociable, y sobre todo en las
comidas en su casa, en que siempre había invitados.
Además de que le gustaba el
teatro, la música, las tabernas y las tertulias.
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