Rousseau, una vida contraria
a sus propias ideas
Su lema podía haber sido:
“haced lo que yo os digo, pero no hagáis lo que yo hago”.
Jean-Jacques Rousseau nació
en Ginebra, un 28 de junio de 1712.
Su madre, sobrina de un
pastor calvinista, murió a consecuencia del parto, mientras que el padre, de
carácter iracundo y violento, maltrató siempre al pequeño ya que lo hacía
culpable de la muerte de su querida esposa.
Relojero de profesión, huyó
de dicha ciudad cuando el niño Rousseau apenas tenía diez años, por culpa de
una disputa mantenida con un capitán a quien había causado una herida de
espada.
La orfandad a que se vio
condenado el pequeño Rousseau parece que le marcó muchos aspectos de su futura
personalidad.
Un tío suyo, llamado Gabriel,
asumió su tutoría y le envió con un pastor protestante, que vivía en un pueblo
cercano a Ginebra, para que éste le educase.
Algunas de las experiencias
infantiles que tuvo con tal maestro fueron redactadas posteriormente, debido al
impacto que le causaron en su más tierna infancia.
En cierta ocasión fue acusado
injustamente de haber estropeado un peine y por tal motivo recibió una tremenda
paliza de manos del pastor.
Hacia el final de su vida se
refirió a este incidente con las siguientes palabras: “Este primer sentimiento
de la violencia y de la injusticia quedó tan profundamente grabado en mi alma,
que todas las ideas que se relacionan con él me recuerdan mi primera emoción,...
Cuando leo las crueldades de un tirano feroz, las sutiles maldades de un cura
trapacero, volaría gustoso a apuñalar a esos miserables, aunque me costase la
vida mil veces. A menudo he sudado a chorros persiguiendo a la carrera o a
pedradas a un gallo, a una vaca, a un perro, a un animal cualquiera que atormentaba
a otro, únicamente porque se sentía más fuerte. Este sentimiento tal vez sea
natural en mí, y así lo creo; pero el vivo recuerdo de la primera injusticia
que sufrí estuvo durante tanto tiempo y tan íntimamente enlazado a él para que
no haya contribuido a arraigarlo poderosamente en mi alma.” (Las confesiones).
De la misma manera, parece
que la relación que Rousseau mantuvo toda su vida con las mujeres estuvo
condicionada por ciertas experiencias sufridas durante su niñez.
En los castigos físicos o
azotainas que recibía de parte de la hermana del pastor, o de alguna otra chica
compañera de juegos, el pequeño Rousseau sentía un cierto placer masoquista que,
de adulto, confesó en sus escritos y que le acompañó el resto de su existencia:
“... y lo extraño es que aquel castigo me hizo tomar más cariño aún a la que me
lo había impuesto... porque había encontrado en el dolor, en la vergüenza misma
del castigo, una mezcla de sensualidad que me había producido más el deseo que
el temor de experimentarlo de nuevo por la misma mano. Es verdad que, como en
esto se mezclaba sin duda alguna precocidad instintiva del sexo, el mismo
castigo, recibido de su hermano, no me hubiese parecido tan agradable... ¿Quién
creería que este castigo de chiquillos, recibido a la edad de ocho años por
mano de una mujer de treinta, fue lo que decidió mis gustos, mis deseos y
pasiones para el resto de mi vida, y precisamente en sentido contrario del que
debería naturalmente seguirse?”
La educación que recibió fue
un tanto desordenada y caprichosa.
Apenas cursó estudios
oficiales.
Su formación autodidacta se
realizó en base a lecturas que su padre le realizaba durante la infancia, a
libros religiosos que le proporcionó el pastor protestante y a ciertas
lecciones de latín efectuadas por algún otro eclesiástico.
Su afición a la lectura le
proporcionó muchas de las ideas que posteriormente le fueron tan útiles en la
defensa de la libertad y del hombre natural.
Pronto empezó a trabajar,
primero como aprendiz de un oficinista, después como aprendiz de grabador.
Tras huir de Ginebra a los
dieciséis años y pasar buena parte de su juventud como un vagabundo que se
acogía a las ocupaciones más diversas (camarero, secretario, lacayo, profesor
de música, empleado del catastro, intérprete, etc.), encontró alojamiento en casa
de François-Louise de la Tour ,
baronesa de Warens, señora que se convirtió en su protectora y llegó a ser para
Rousseau como una madre, una amiga y, por último también, una amante.
Aunque él siempre consideró
esta última relación como incestuosa, lo cierto es que supo aprovecharse de
ella.
Años después llegó a París y
allí se relacionó con intelectuales como Diderot, hombre sabio que, además, tenía
muchos conocimientos de biología, y con el físico y matemático D’Alembert, lo
que le permitió publicar artículos sobre música en la Enciclopedia
francesa.
En dicha capital conoció a
Thérèse Le Vasseur, una camarera del hotel donde se alojaba, mujer sencilla, de
poca cultura y modales nada refinados que, precisamente por eso, constituía el
blanco de las burlas de los huéspedes.
Esta situación provocó que
Rousseau se pusiera de su parte y se interesara por ella (¿por el “infantil
sentimiento de piedad hacia el otro”?).
La amistad primera dio paso
al amor sincero y ya no se separaron jamás.
Tuvieron cinco hijos pero
todos fueron ingresados inmediatamente a la inclusa.
Este hecho constituye la
mayor paradoja en la vida de Rousseau.
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