Así amaba Nietzsche a las mujeres
Los rechazos amorosos le
despertaban una descarga agresiva contra el género femenino
Nietzsche fue un tipo
enamoradizo que ejerció a lo largo de su vida una misoginia muy singular.
“El hombre ama dos cosas: el
peligro y el juego. Por eso ama a la mujer, el más peligroso de los juegos”.
Este aforismo lo sacó de sus
entrañas y lo puso en boca de Zaratustra después de conocer en Roma a Lou
Andreas-Salomé y haber recibido de ella la suficiente cosecha de calabazas.
Zaratustra fue el profeta que
lanzó la proclama del superhombre, un ejemplar humano que, según la teoría de
Nietzsche, debería ser profundamente culto, bello, fuerte, independiente,
poderoso, libre, tolerante, a semejanza de un dios epicúreo, capaz de aceptar el
universo y la vida como es.
Pues bien, este modelo de
superhombre aplicado por Nietzsche a sí mismo, en la vida real babeaba
ante cualquier mujer atractiva que se pusiera a su alcance y si era rubia y
rica la pedía en matrimonio de forma compulsiva, casi como un reflejo
condicionado.
El consiguiente rechazo le
despertaba una descarga agresiva contra todo el género femenino.
“Hasta aquí hemos sido muy
corteses con las mujeres. Pero, ¡ay!, llegará el día en que para tratar con una
mujer habrá primero que pegarle en la boca”.
Y, una vez vomitada la
invectiva literaria, el superhombre quedaba tranquilo.
Su padre fue pastor
protestante, de quien recibió una educación muy religiosa y que al morir
tempranamente de enfermedad mental dejó a su hijo Friedrich, de cuatro años,
tal vez inoculado con el germen de la locura.
Durante la infancia y
adolescencia del filósofo en Röcken (la actual Alemania), su lugar de
nacimiento, estuvo rodeado de un férreo círculo femenino compuesto por la madre
Franziska, la hermana Elizabeth, la tía Rosalie y la abuela Erdmunde.
Fue un paisaje familiar
agobiante, que le dejó unas secuelas de las que no se recuperaría nunca.
Además de Lou Andreas-Salomé,
una galería de mujeres pasó por su vida, unas como amor platónico, otras a
través de una relación epistolar erótica, otras bajo la especie de amor
maternal, otras como amor imposible y cada una de ellas formaba una ola
sucesiva de un solo tormento.
A todas adoraba en la
práctica, a todas zahería literariamente y pese a su misoginia, lejos de
aborrecerle, ellas se sentían atraídas por su talento y su bondad enloquecida,
pero al final siempre terminaban por pararle los pies.
Tampoco él estaba muy seguro
de su virilidad.
Por ejemplo, cuando una de
sus amigas, Rosalie Nielsen, lo citó en la habitación de un hotel y comenzó a
insinuarse Nietzsche tuvo que huir saltando por una ventana.
Nietzsche estudió Teología en
el internado de Schulpforta e imbuido de religión se adentró después en la
filología griega en las Universidades de Bonn y de Leipzig.
Su cerebro no encontró la
forma de asimilar la mezcla explosiva de cristianismo y belleza socrática.
Deslumbrado por los mármoles
de una Grecia imaginada, se convirtió al paganismo, que le obligó a gritar a
los cielos el aforismo famoso: “¡Dios ha muerto!”.
Convencido de que el
Crucificado era el adalid de una religión de esclavos, se abrazó a Apolo, el
dios de la línea pura, y a Dionisios, el sátiro de la pasión y la orgía,
corrientes contrarias que comenzaron a luchar en el interior de su espíritu.
A la hora de enfrentarse a
una mujer, también se debatía entre el ideal de belleza y la convulsión
entusiasta.
En este caso siempre ganaba
Dionisios, el dios del caramillo y las patas de cabra.
El filósofo se enamoró de Lou
Andreas-Salomé, que solo le aceptó como amigo.
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