Luchas cada día «contra la
concupiscencia del comer y del beber».
Y añades: «No es cosa que se
pueda cortar drásticamente de una vez para siempre, determinado a no volver a
hacerlo, como hice con mis apetitos carnales».
Pero “es en sueños cuando me
arrastran a la delectación e incluso al consentimiento y a algo muy parecido al
acto real. Y es tanta la fuerza ilusoria de aquellas imágenes en mi alma y en
mi carne que estas falsas visiones, estando dormido, llegan a persuadirme de lo
que, cuando estoy despierto, no logran las cosas reales. ¿Es que cuando duermo
no soy yo mismo, Señor Dios mío?»
Habría sido mejor que fueses
esclavo sobre la tierra que sumo sacerdote en el siniestro laberinto de los
teólogos .
«¿Es que no es poderosa Tu
mano, Dios omnipotente, para sanar todas las enfermedades de mi alma y
extinguir con una mayor profusión de Tu gracia los movimientos lascivos de mis
sueños?... para que mi alma, libre de la concupiscencia viscosa, vaya tras de
Ti y no se rebele contra sí misma; para que ni aun en sueños cometa actos tan
vergonzosos como la polución del cuerpo, junto con las imágenes sensuales, sino
que ni siquiera consienta en ellas?. Para un ser todopoderoso como Tú no es
gran cosa... el hacer que ya nada me deleite o me deleite tan poco que pueda
rechazarlo fácilmente mientras duermo y se trate de un afecto puro».
Tienes casi cincuenta años;
me siento tentada a decir que estoy impresionada.
Además, me siento orgullosa de
haberte causado una impresión tan imborrable.
En absoluto pude imaginar
aquel día de primavera en Cartago, cuando viniste a sentarte conmigo bajo la
higuera, que nuestro amor sería tan tormentoso.
Los «apetitos de la carne» no
se extinguen mediante la continencia, eso ya lo he comprendido: ¡el lobo sólo
cambia de piel, honorable obispo, no cambia de naturaleza!
También escribes que estás
dispuesto a prescindir para siempre de las tentaciones del olfato. Yo me
pregunto entonces, honorable obispo: ¿qué queda entonces de nuestra vida sobre
la tierra?.
Atanasio, obispo de
Alejandría. Éste hacía cantar al lector los salmos con una modulación tan tenue
que más parecía recitarlos que cantarlos».
Pobres feligreses, honorable
obispo. ¿No debería el arte ser una adoración a Dios y la adoración a Dios un
arte?
Has dejado de amar, Aurelio.
De igual modo has dejado de disfrutar de la comida, has dejado de oler las
flores, y casi has dejado de escuchar el canto de los salmos. Añades: «Quiero
confesarme del placer de estos ojos de mi cuerpo, que me queda aún por
tratar... Los ojos aman las formas bellas y variadas, los colores nítidos y
luminosos. Que mi alma no quede cautivada por estas cosas y sea Dios quien la
cautive, que fue quien las hizo; pues Él es mi bien y no ellas».
Cuántas e innumerables cosas
han añadido los hombres para halago de los ojos gracias a la diversidad de
estilos y formas en el vestido, el calzado, vasos, muebles y cosas semejantes,
así como también en pinturas y otras distintas representaciones, fruto de su
imaginación.
Todas ellas van más allá de
la necesidad, conveniencia y sentido religioso que deberían tener.
Todas ellas no son más que un
nuevo pábulo a los atractivos de los ojos, pues los hombres, al hacer esto,
buscan fuera de ellos mismos lo que piensan por dentro
De nuevo me siento tentada a
recordarte que nunca es tarde para seguir el ejemplo de Edipo.
Ahora bien, en el orden del
conocimiento sensible, los ojos ocupan el lugar principal y la palabra de Dios
la ha denominado "concupiscencia de los ojos"».
Así escribes, Aurelio, tú que
fuiste nombrado profesor imperial de Retórica en Milán.
Si hubieras guardado
silencio, podrías haber seguido pasando por filósofo
(Ésta es, en mi opinión, la frase más
extraordinaria de Floria. La expresión nos es conocida a través del libro De
consolatione philosophiae, de Boecio (c. 480-524), es decir, unos cien años
después de la carta de Floria. Para mí este hecho se convierte en un claro
indicio de que Boecio, directa o indirectamente, conoció la carta de Floria o,
al menos, algunas partes de ella. Boecio era además un gran conocedor de la
obra agustiniana y no me resulta totalmente improbable que conociera además el
«Codex Floriae», o algunos fragmentos del mismo)
“¡Sal afuera, Aurelio; sal afuera
y túmbate bajo una higuera. Abre tus sentidos, aunque sólo sea por una última
vez! Hazlo por mí y por todo lo que nos dimos el uno al otro. Respira hondo,
escucha el canto de los pájaros, mira el firmamento e inhala todos los olores.
Todo eso es el mundo, Aurelio, está aquí y ahora. Aquí, ahora. Has estado en el
laberinto de los teólogos y los platónicos. Pero ya no, has vuelto a casa, al
mundo, al hogar de los seres humanos.”
Tal vez no exista ningún Dios
que negocie con nuestras pobres almas. Tal vez exista un Dios cariñoso que nos
ha creado el mundo para que vivamos en él.
¡Ay, Aurelio¡, si estuvieras
tumbado ahí fuera bajo la higuera, con uno de sus frutos en la mano, yo
acudiría a besar tu frente cansada. Aplastaría esa horrible y forzada palabra
«continencia», pues es verdad que aún pesa como un yugo sobre tu mente.
Quizá lo único capaz de
salvarte sea un abrazo mío.
¿Por qué habrá tanta
distancia entre Cartago e Hipona Regia?.
Tengo miedo, Aurelio.
Tengo miedo de qué puedan (Floria
alude a una expresión, “oleum et opera perdere”, que procede de los escritores
y artífices que trabajaban a la luz de una lámpara y que, si no tenían éxito,
consideraban perdidos el trabajo y el aceite consumido por la lámpara) llegar a hacer algún día los hombres de la Iglesia a mujeres como yo.
No sólo por ser mujeres sino
porque, creadas por Dios como tales, os tentamos a vosotros, tal y como Dios os
ha creado, como hombres.
Piensas que Dios ama más a
los eunucos o castrados que a los hombres que aman a una mujer.
Ten cuidado, pues, con alabar
la creación de Dios, porque Él no ha creado al hombre para que se castre.
Siento escalofríos porque
temo que lleguen tiempos en los que las mujeres sean asesinadas por hombres de la Iglesia de Roma.
Pero ¿por qué se las habría
de matar?
Si Dios existe, que El os
perdone.
Tal vez un día seréis
juzgados por todos esos placeres a los que habéis dado la espalda.
Negáis el amor entre hombre y
mujer. Eso tal vez pueda perdonarse. Pero no olvides que lo hacéis en nombre de
Dios.
La vida es breve y sabemos
demasiado poco.
Pero si fuiste tú quien se
ocupó de que me llegaran tus confesiones para que las leyera aquí en Cartago,
la respuesta es no: no recibiré el bautismo, honorable obispo. No temo a Dios.
Tengo la sensación de que ya vivo con Él. ¿Acaso no fue Él quien me creó?
¿No fue Él justo con las
mujeres? Son los teólogos los que me inspiran temor.
Que el Dios del Nazareno os
perdone por toda la ternura y amor que rechazáis.
¡Y ahora, honorable obispo, a
beber!
Estoy sentada bajo nuestra
vieja higuera en Cartago. Florece por tercera vez este año, pero no da frutos.
Queda en paz
FIN
No hay comentarios:
Publicar un comentario