Cuando a pesar de todos sus
razonamientos y amén de haber podido pecar de vanidosa, Eloísa comprende que no
ha convencido a Abelardo quien está decidido a casarse y sólo sabe decir,
refiriéndose a su inevitable matrimonio y casi a modo de premonición: “Una sola
cosa resta, para que el dolor que siga a nuestra ruina sea mayor que el amor
que la precedió”.
Tras el nacimiento de su hijo
éste quedó bajo la tutela de su hermana y ellos regresaron a París donde, en
presencia del canónigo, contrajeron matrimonio.
Abelardo consideraba que, con
esto, quedaba saldada la afrenta e insistió en mantener el matrimonio en
secreto y, conforme a ello, tras la ceremonia cada uno, oculta y separadamente,
se fue por su lado.
Sin embargo para Fulberto, la
situación no cambiaba nada, porque los amores del filósofo con su sobrina, al
no conocerse su matrimonio, seguían siendo motivo de murmuración y el honor
familiar continuaba en entredicho.
Por ello hacía correr la voz
de que eran marido y mujer pero, ante esto, Eloísa, fiel a los deseos del
filósofo, lo negaba rotundamente, por lo que Fulberto comenzó a atormentarla
con innumerables ultrajes.
Por todo ello Abelardo la
llevó a la Abadía
de Argenteuil, en la que había sido alumna, haciendo parecer que había tomado
los hábitos.
Esto empeoró la situación
pues creyeron que quería dejarla en el convento y desentenderse de ella.
Entonces fue cuando Fulberto
comenzó a tramar la desgracia de Abelardo y con la ayuda de algunos amigos, que
sobornaron a uno de los sirvientes del filósofo, llevaron a cabo su venganza,
que tal como la expresa el propio Abelardo consistió en: “me castigaron con
cruelísima y vergonzosísima venganza que recibió el mundo con estupor,
amputándome aquellas partes de mi cuerpo con las que yo había cometido lo que
ellos lloraban.”
LO CASTRARON.
Abelardo se sume en una
profunda confusión pareciéndole, a veces, su dolor inferior a la vergüenza que
siente ante el castigo recibido.
¿Cómo podrá continuar con su
vida y presentarse ante el mundo y ante Eloísa, siendo además consciente de que
la Ley de Dios
prohíbe la entrada en la
Iglesia de aquellos que hayan sufrido este tipo de
amputaciones que son considerados inmundos y pestilentes?
Poco después ambos tomaron
los hábitos, Eloísa en Argenteuil y Abelardo en Saint Denis.
Esto supuso largos años de
separación y silencio.
Hasta que en 1135, por
casualidad, cayó en manos de Eloísa el manuscrito donde Abelardo relataba sus
desventuras.
Su lectura provocó en ella
una gran conmoción y, desde luego, fue el detonante para que se decidiera a
romper su silencio y a expresarle en sus cartas todo el amor y la pasión que seguía
latiendo en ella.
El comienzo de su primera
carta así lo atestigua: “[…] que sólo hallé en ella una circunstanciada
relación de nuestros trágicos sucesos. Conmoviose excesivamente mi espíritu y
parecíame superfluo hablar allí (para consolar a tu amigo de alguna pequeña
desgracia) de nuestros graves infortunios.”
El relato de Abelardo no se
limitaba a contar sus desventuras en aspectos de su vida personal, como
pueden calificarse sus amores con ella y a las crueles consecuencias que estos
tuvieron para ambos, sino que incluía un detallado informe sobre los enfrentamientos
que había tenido y, todavía tenía, con algunos filósofos y teólogos de la Iglesia que habían tenido
consecuencias muy negativas en su vida profesional y que, por ello agrandaban,
si cabe, sus calamidades.
¿Qué puede hacer la realidad
frente al deseo?
Las cartas que intercambian
los amantes, tras la lectura de Eloísa del manuscrito de Abelardo, demuestra lo
dolorosa que la realidad resulta para ambos y cómo la sobrellevan habitando y
conviviendo sólo en la memoria.
En este sentido la frase de
Eloísa: “Me acuerdo (¿acaso se olvida algo a los amantes?) del instante y del
sitio en que por primera vez me declaraste tu ternura, jurando amarme hasta
morir. Tus palabras, tus promesas y juramentos, todo está grabado en mi corazón”.
Eloísa obedeció a
Abelardo, tomó los hábitos, se apartó del mundo tal cómo él deseaba, porque si
no era de él sólo sería de Dios.
En este sentido Abelardo
reconoce que, tras su mutilación, no podía soportar la idea de que ella le
olvidara y se consolara con cualquier otro.
Los celos le obligaron a
pedir a su amante, no sólo que se retirara de la vida mundana, sino a que
tomara los hábitos y esperó a que ella lo hiciera para después hacer él lo
mismo.
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