Como
la unión de Cristo con su Iglesia.
Como
el amor de Cristo con su Iglesia es indefectible, así la unión de los cónyuges
cristianos es indisoluble.
El
alma del matrimonio cristiano descansa en una unión espiritual y no sobre la
libido.
Así
pues, el placer debe ser excusado para entrar en el matrimonio (concepto
pesimista del placer).
Luego,
cuanto más se reprima el deseo carnal, el placer sexual, mejor para la unión y
comunión de los esposos.
Para
poder explicar esta posición de San Agustín hay que ir a sus fuentes, que no es
sólo, ni fundamentalmente, la
Escritura , sino la Apatheia estoica, la influencia maniquea (primero
convertido “a” y después convertido “de”) y, contra ellos reivindicando la
santidad del matrimonio) y su polémica con los pelagianos (y subrayando el
hecho del pecado original),… (Influjos del ambiente de su tiempo)
Pero
de la revelación no puede llegarse a esas conclusiones sino que él, San
Agustín, llega a ellas porque pensaba así de antemano.
Se
opone al único método anticonceptivo aceptado durante toda la historia de la Iglesia como el único
método lícito para evitar la concepción, la continencia periódica, aprovechando
los períodos no fértiles de la mujer.
Aunque,
si se piensa bien, este método de la “continencia periódica” parece una
hipocresía, ya que si el fin primero y primario es la concepción, la prole, la
especie,…aprovechar ese período es una hipocresía, porque se sabe que no va a
ocurrir la concepción pero sí el orgasmo placentero.
¿Cómo
lo practicaba él, con Floria Emilia, durante tantos años, antes de “casarse con
Continencia” tras la conversión al cristianismo y durante su militancia en el
maniqueísmo?
Su
influencia, sin embargo, todavía perdura, aunque mitigada, en nuestro tiempo.
Hay
que reseñar, sin embargo, que el pesimismo de San Agustín fue exacerbándose a
lo largo de los siglos por obra y gracia de documentos espurios, entre los
cuales estaba el “Responsum Beati Gregorii ad Augustinum Episcopum” según el
cual será ya pecado el mero hecho de experimentar el placer sexual, llegando a
considerarse pecado todo acto conyugal, aunque estuviera ordenado a la procreación
(así decía el Salmo: In peccato concepit me mater mea” y que, el mismo San
Agustín, decía de su hijo Adeodato que era “hijo del pecado” al experimentar
placer con su amante Floria Emilia.
Hoy
sabemos que dicho documento es una falsificación redactada en la primera mitad
del siglo VIII y fue el que ejerció gran influencia sobre el pensamiento
occidental.
Tanto
que Gregorio Magno prohibía la entrada en la iglesia a los esposos que hubieran
realizado, ese día, el acto conyugal, pues el placer no estaba libre de culpa.
Se
distinguiría dos tipos de sexualidad: la “sexualidad corporal” y la “sexualidad
espiritual”.
Sería
ABELARDO quien criticaría el pesimismo agustiniano sobre las relaciones
sexuales (el próximo capítulo lo dedicaré a Abelardo y Eloísa).
Abelardo
se empeña en demostrar la bondad intrínseca del acto conyugal con una lógica
aplastante: “toda obra del Creador es buena y puesto que el Creador de los
cuerpos ha querido que la actividad sexual vaya acompañada de placer, el que lo
goza legítimamente no hace más que aprovecharse sanamente de un don divino y no
comete pecado alguno”
Es
de alabar la corriente de optimismo, en relación con el matrimonio, por parte
de Abelardo.
Hugo
de San Víctor distinguirá un doble consentimiento conyugal: el primero,
esencial al matrimonio, tiene como objeto la unión espiritual de varón y mujer;
el segundo, algo que se añade secundariamente, es el “comercio carnal”
De
donde podemos deducir que María y José contrajeron un verdadero matrimonio, el
espiritual, que es el matrimonio ideal, el matrimonio perfecto, el espiritual,
sin relaciones sexuales, ya que ella quedó encinta por el Espíritu Santo, que
la cubrió con su sombra…
Y
cuando oigo decir a las monjas, enseñando su alianza de matrimonio en el dedo,
que “ellas están casadas con Dios”, me viene a la mente la distinción de Hugo
de San Víctor.
Los
medievales seguirán defendiendo que la “unión marital” (la esencia del
matrimonio) no implica el efecto (unión de la carne, de los cuerpos).
El
“bonum fidei” agustiniano se amplía. Ya sería: “a ti y a ningún otro, a ti y
sólo a ti”
Pero
Santo Tomás seguirá siendo un pesimista agustiniano.
Quizá
el filósofo medieval más consecuente sería Duns Escoto:
“Si
el fin último del acto conyugal es la procreación y sabiendo, como sabemos, que
una mujer embarazada, en sus relaciones sexuales, está desperdiciando el semen
del varón, ¿por qué no la poligamia para ayudar a crecer a la especie e
incrementar los fieles a Dios?
El
Concilio de Trento afirmará que el matrimonio es una “comunidad de vida y de
amor, prescindiendo del ejercicio del “ius in corpus” pero que, si se ejercita,
su finalidad no puede ser otra que la procreación, con la educación siguiente.
También
escribiremos la posición de Freud (del que también escribiremos más adelante)
en este tema, destruyendo la base del amor romántico y afirmando un eros
cristiano.
Dirá
que los seres humanos no se limitan al acoplamiento, como los animales, sino
que la sexualidad humana es un fenómeno psicológico y social y sus relaciones
sexuales no pueden reducirse ni a lo fisiológico ni a lo genital.
El
campo de la “sexualidad” es mucho más amplio que el de “sexo”
Ya
en el siglo XX, el Papa Pío XII, afirmará que “reducir la cohabitación de los
cónyuges y el acto conyugal a una pura función orgánica (como en los animales)
para la transmisión del semen sería como convertir el hogar doméstico,
santuario de la familia, en un simple laboratorio biológico.
El
creador ha dispuesto también que, en esa función, los cónyuges busquen el
placer y la felicidad en el cuerpo y en el espíritu y, haciéndolo así “no hacen
ninguna cosa mala”.
Sencillamente
aceptan lo que el Creador les ha destinado.
No
es más que lo, siglos antes, expuesto por el medieval Abelardo, pero mucho más
alejado de lo del Papa Gregorio Magno que, incluso el acto sexual con vistas a
la procreación, ya era malo, lo que va más lejos que lo de ser sólo un “pecado
venial”.
Satisfacer
el “débito conyugal” hacia el otro cónyuge (no hacia cualquier otro) no es más
que poner el propio cuerpo a su disposición para el acto conyugal.
A
la continencia periódica, que hoy se considera “un” método anticonceptivo (la
mejor forma de no quedar embarazada es no tener relaciones sexuales en el
período fértil), públicamente admitida, incluso aconsejada, San Agustín, como
antes hemos dicho, le niega la moralidad.
Y,
bien pensado, es que es una estrategia de rehuir la concepción, una especie de
hipocresía. “No lo hago, ahora, porque…pero sino…”
San
Agustín, como ya hemos visto, ante la posibilidad de engendrar sin el coito y,
por lo tanto, sin orgasmo, lo considera lo ideal y preferible.
Y
es verdad que San Agustín, durante siglos, ha sido el maestro por antonomasia,
pero cada vez iba siendo superado al ritmo de los nuevos conocimientos
científicos y hoy sería absurdo y estaría fuera de lugar al haber separado el
acto sexual, como placer únicamente, del acto sexual como procreador.
La
dimensión afectiva del acto conyugal, la del primer Agustín enamorado de
Claudia Emilia y padre de Adeodato, fue totalmente postergada, incluso negada y
renegada, tras su conversión, viendo sólo pecado en lo que antes sólo veía
amor.
Sería
cuando, posteriormente, unirse a la propia esposa, por el placer que de ello se
seguía, equivaldría a tratar a la mujer como una prostituta, sólo generadora de
placer.
Dos
mentalidades, a lo largo de la historia, propiciadas por dos culturas
distintas, harán ver la misma realidad de dos maneras totalmente opuestas.
Sabiendo
que las verdades definitivas, en este campo, nunca pueden afirmarse y las
certezas dejan de serlo porque no se excluye la posibilidad de lo contrario.
Mientras
la moralidad antigua siempre partía de la aceptación de Dios como Creador de
todo y, por lo tanto, de respeto a la naturaleza, lo que suponía la
manifestación divina, hoy se ha secularizado la naturaleza misma y nadie negará
que construir un pantano es presionar el curso de la naturaleza del río, como
corriente de agua, no dejándola correr, como los métodos anticonceptivos
actuales son barreras humanas que el hombre interpone para poder gozar sin
riesgo de procrear.
Hoy,
y cada vez más, la dimensión afectiva, la mutua ayuda, el mutuo placer, la
felicidad terrena es lo prioritario sabiendo que, además, si se desea, también
se puede engendrar, pero en segundo lugar.
Aceptar
el sempiterno sermón de “recibid todos los hijos que Dios os dé” ha pasado a
“tendremos los hijos que mutuamente queramos, como los queramos y cuando los
deseemos” porque un trabajo, un contratiempo, una enfermedad,… puede
posponerlos o renunciar a tenerlos sin renunciar al placer sexual.
El
orden (primeramente engendrar y secundariamente placer) ha sido alterado.
No
es la especie sino el bien de la pareja el fin principal de la unión por lo que
una ligadura de trompas y una vasectomía se consideran normales si la pareja
así lo desea, si quieren seguir disfrutando del sexo sin renunciar al orgasmo.
¿Y
qué decir de, tras la menopausia, seguir practicando el coito sólo buscando
placer, sin posibilidad de procreación?
No
se trata de copular, con cualquiera, sino hacer el amor con la persona amada.
Cuerpo y espíritu juntos. Y no necesariamente prole y, menos, una familia
numerosa, tan típica cuando la naturaleza, con la mortalidad infantil iba
cribando y sólo sobrevivían los más fuertes.
Hoy
parece casi un delito dejar morir a un niño y no es la naturaleza la que
selecciona, sino la cultura la que no permite que nadie caiga por los agujeros
de la criba.
La
unión matrimonial está por encima del aumento de la familia.
Creo
que deberíamos dejar fuera a Dios en todo este tema.
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