miércoles, 12 de julio de 2017

SAN AGUSTÍN: CUARTA CARTA DE FLORIA EMILIA


Pero no habrá escapado a tu memoria lo difícil que resultó que Mónica te permitiera vivir en su casa con Adeo-dato y conmigo.
Ya entonces tuve la sensación de que os ataban lazos que no eran naturales entre una madre y un hijo.

Esto lo repites, como para dejar muy claro lo que quieres decir: Donde ella está, allí estás también tú.
Mónica y tú, madre e hijo,

Se dice que un hijo ha de abandonar a los padres y convivir con una mujer, y que los dos han de ser una sola carne.
Pero ella se interpuso entre nosotros y acabó ganando el duelo.
Era una mujer poderosa, con grandes ambiciones para sí misma y para su hijo.

Describes tu dolor por su muerte, acaecida en Ostia: «sentía el alma herida y lacerada mi vida, que había llegado a ser una sola con la suya».
Veo que no sientes vergüenza; pareces haber olvidado la historia de Edipo y Yocasta, su madre.
El se sacó los ojos, pero tú hubieras preferido verte castrado.

Sentiste un vacío en tu vida y quizá por eso me llamaste a tu lado.
Pero muy pronto pusiste a Dios en el lugar de tu madre.
Él (Dios) era para ti lo único que te quedaba de ella, una nueva madre.
Primero Mónica ocupaba el lugar de Dios, pero, al morir ella, invertiste el orden.
Primero ella se interpuso entre nosotros, luego ocupó el lugar de ella el Dios del Nazareno.

¿No fue entonces cuando elegiste a Continencia, al saber que no se llevaría a cabo el matrimonio planeado?

Cuando hubimos cruzado el Arno, me detuviste poniéndome una mano cariñosa en el hombro y me pediste permiso para olerme el cabello.
«Vita brevis», dijiste.
¿Por qué dijiste eso?
¿Por qué querías oler mi cabello?
¿Qué era lo que querías sellar?

Como tú mismo insinúas, vivíamos juntos como esposo y esposa; nos diferenciábamos de los otros en que fue una decisión libre, sin intervención de nuestros padres.
Si no me hubieras querido, habrías tenido a otras mujeres o habrías frecuentado los prostíbulos.

«La vida con ella me hizo ver por propia experiencia la distancia que hay entre el amor conyugal, pactado para generar los hijos, y el pacto del amor lascivo, en el que los hijos nacen contra el deseo de los padres, aunque, una vez nacidos, se sientan obligados a quererlos».

Floria ni siquiera se molesta en comentarlo.
Ella deseará subrayar lo contrario, es decir, que convivieron como cónyuges.

Siempre nos tuvimos el uno al otro y, tras la muerte de tu amigo, yo fui tu único consuelo.
Entonces empezaste a buscar una verdad que salvara a tu alma de todo lo perecedero.

Yo te decía: abrázame fuerte, la vida es muy breve y no es seguro que haya una eternidad para nuestras frágiles almas, tal vez sólo vivamos aquí y ahora.
Pero nunca estabas de acuerdo en eso.
Tú buscarías sin descanso hasta encontrar la eternidad para tu alma.

De alguna manera era más importante para ti salvar tu alma que la perdición que la mía.


Yo me sentía feliz, pues no era agradable para ninguno de nosotros compartir la casa con Mónica.

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