Pero no habrá escapado a tu
memoria lo difícil que resultó que Mónica te permitiera vivir en su casa con
Adeo-dato y conmigo.
Ya entonces tuve la sensación
de que os ataban lazos que no eran naturales entre una madre y un hijo.
Esto lo repites, como para
dejar muy claro lo que quieres decir: Donde ella está, allí estás también tú.
Mónica y tú, madre e hijo,
Se dice que un hijo ha de
abandonar a los padres y convivir con una mujer, y que los dos han de ser una
sola carne.
Pero ella se interpuso entre
nosotros y acabó ganando el duelo.
Era una mujer poderosa, con
grandes ambiciones para sí misma y para su hijo.
Describes tu dolor por su
muerte, acaecida en Ostia: «sentía el alma herida y lacerada mi vida, que había
llegado a ser una sola con la suya».
Veo que no sientes vergüenza;
pareces haber olvidado la historia de Edipo y Yocasta, su madre.
El se sacó los ojos, pero tú
hubieras preferido verte castrado.
Sentiste un vacío en tu vida
y quizá por eso me llamaste a tu lado.
Pero muy pronto pusiste a
Dios en el lugar de tu madre.
Él (Dios) era para ti lo
único que te quedaba de ella, una nueva madre.
Primero Mónica ocupaba el
lugar de Dios, pero, al morir ella, invertiste el orden.
Primero ella se interpuso
entre nosotros, luego ocupó el lugar de ella el Dios del Nazareno.
¿No fue entonces cuando
elegiste a Continencia, al saber que no se llevaría a cabo el matrimonio
planeado?
Cuando hubimos cruzado el
Arno, me detuviste poniéndome una mano cariñosa en el hombro y me pediste
permiso para olerme el cabello.
«Vita brevis», dijiste.
¿Por qué dijiste eso?
¿Por qué querías oler mi
cabello?
¿Qué era lo que querías
sellar?
Como tú mismo insinúas,
vivíamos juntos como esposo y esposa; nos diferenciábamos de los otros en que
fue una decisión libre, sin intervención de nuestros padres.
Si no me hubieras querido,
habrías tenido a otras mujeres o habrías frecuentado los prostíbulos.
«La vida con ella me hizo ver
por propia experiencia la distancia que hay entre el amor conyugal, pactado
para generar los hijos, y el pacto del amor lascivo, en el que los hijos nacen
contra el deseo de los padres, aunque, una vez nacidos, se sientan obligados a
quererlos».
Floria ni siquiera se molesta
en comentarlo.
Ella deseará subrayar lo
contrario, es decir, que convivieron como cónyuges.
Siempre nos tuvimos el uno al
otro y, tras la muerte de tu amigo, yo fui tu único consuelo.
Entonces empezaste a buscar
una verdad que salvara a tu alma de todo lo perecedero.
Yo te decía: abrázame fuerte,
la vida es muy breve y no es seguro que haya una eternidad para nuestras
frágiles almas, tal vez sólo vivamos aquí y ahora.
Pero nunca estabas de acuerdo
en eso.
Tú buscarías sin descanso
hasta encontrar la eternidad para tu alma.
De alguna manera era más
importante para ti salvar tu alma que la perdición que la mía.
Yo me sentía feliz, pues no
era agradable para ninguno de nosotros compartir la casa con Mónica.
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