Pero yo la engañé cuando
estaba firmemente asida a mí, tratando de convencerme de que desistiera de mi
propósito o bien le permitiera ir en mi compañía».
La engañamos, Aurelio.
Le hiciste pasar la noche en
aquel templo de Cipriano y nos hicimos a la mar, amparados por la oscuridad,
con el pequeño Adeo-dato a sus once años.
Si íbamos a emprender una
vida juntos, debíamos dejar atrás a Mónica.
Pero ninguno de los dos nos
sentíamos próximos a esas palabras sobre el fuego y los tormentos eternos.
Éramos demasiado cultos para
ello.
Siempre me dejabas acompañarte,
especialmente cuando ibas a conocer gente nueva.
Te sentías orgulloso, un
triunfador, por tenerme a tu lado; no tanto por haberme elegido como porque yo
te hubiera elegido a ti.
En ese tiempo conseguiste un
puesto imperial como maestro para enseñar Retórica en Milán.
A orillas del Arno.
¿Recuerdas cómo nos quedamos
extasiados contemplando las colinas cubiertas de nieve que surgían detrás de
los árboles?
Pero me temo que tú sólo
puedes recordar ideas o pensamientos, no te siento capaz de asistir a las
experiencias que se aprehenden con los sentidos.
Cruzamos el río y te
aproximaste a mí mientras atravesábamos el puente.
Ibas hablando con alguien
pero, de repente, apareciste a mi lado.
Me abrazaste tiernamente y
susurraste: «¡La vida es tan breve, Floria!»
Pero esto sucedió antes de
que Mónica llegara a Milán, antes de que planeara tu matrimonio, antes de tu
encuentro con los teólogos.
Lo que sucedió sobre el Arno
no estaba causado por un «apetito carnal» o un «deseo sensual», honorable
obispo.
Allí, en ese puente, hiciste
algo que sabías que me gustaría, fue un gesto hacia mí, una muestra de que me
reconocías como tu elegida, aunque las leyes no te lo reconocieran.
Fue una muestra de alivio el
poder movernos, por fin, libremente, en una tierra apartada de Monica.
Éramos como dos fugitivos.
Crees que tu Dios te condena
por haber encontrado placer en el aroma de mis cabellos y que, para redimir
pecados de tan baja índole, hizo clavar en la cruz a su único hijo.
También a ti y a mí nos
acompañaba un hijo en ese viaje, un hijo que saltaba y corría alrededor de su
padre y su madre.
¿Lo verías clavado en una
cruz en nombre del amor?
Espero, por la salvación de
tu alma, que tu Dios tenga un sentido
del humor tan desarrollado como el tuyo antes del encuentro con tus teólogos.
Incluso quizá tenga un sentido del humor aún más macabro y piense que tu alma
se ha deteriorado tanto desde que cruzamos juntos ese río que ya no es posible
salvarla.
“Donde hay más ingenio,
honorable obispo, suele haber menos amor”
Al otro lado del puente había
unos comerciantes; a ellos les compraste el camafeo que ahora tengo apretado en
mi mano.
Dios me perdone por
concentrarme en algo «carnal», pero es todo lo que tengo.
Yo no he visto ningún
resplandor en mi interior, ni he tenido visiones ni oído voces, en ese aspecto
soy una mujer simple.
No te deseo más que el bien
para la salvación de tu alma.
La vida es breve y yo sé muy
poco.
Pero imagina, Aurelio, que no
hubiera ningún cielo sobre nosotros, imagina que hayamos sido creados sólo para
vivir esta vida.
En ese caso, ojalá nuestras
almas vuelen sobre el Amo eternamente; pues fue en Florencia donde floreció
Floria y fue bajo el sol de un áureo atardecer en el Arno cuando tu frente,
Aurelio, brilló como el oro.
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