domingo, 9 de julio de 2017

SAN AGUSTÍN: CARTA DE FLORIA EMILIA A AURELIO AGUSTIN (1B)

¿Qué piensas hoy de lo que sucedió en Roma? No comprendo cómo pudo ocurrimos a nosotros, Aurelio. Quizá en aquel miserable cuartucho en el Aventino dieron comienzo tus exámenes de conciencia. Alguien te diría que llegué bien a Ostia. Allí tuve la posibilidad de embarcarme de inmediato;

Por segunda vez se me devolvía a África como una mercancía. De eso hace mucho tiempo y mis heridas están ya cicatrizadas.

Desde que volví de Milán, hace ahora casi quince años, he estado siguiendo tus pasos.

Leí todo cuanto encontré sobre filosofía porque necesitaba averiguar qué había en esta disciplina, capaz de separar a unos amantes.
Si te hubieras entregado a otra mujer, también habría deseado conocerla.
Pero mi rival no era otra mujer a la que poder mirar con los ojos, sino un principio filosófico.

Mi rival no era sólo mi rival. Era la rival de todas las mujeres, era el ángel de la muerte del amor.
Tú te refieres a ella como Continencia y en el libro VIII escribes: «iba abriéndose paso la noble dignidad de la Continencia. Aparecía ante mí serena y sonriente, sin malicia. Recatada y delicadamente me invitaba a que me acercara a ella sin miedo, extendiendo sus piadosas manos hacia mí dispuestas a recibirme y abrazarme»

No niego que mi corazón hervía de celos cuando leí esas palabras.

¿Acaso no te entregaste a mí de ese modo en nuestra ardiente juventud? ¿No te seduje yo «recatada y delicadamente»?

“Cuando un necio quiere evitar cometer un error, incurre en el error contrario”.

Empecé leyendo a Cicerón, como habías hecho tú con el Hortensius.

Desde que nos separaron, he consagrado mi vida a la Verdad, del mismo modo que tú te entregaste a la Continencia.
Sigues siéndome muy querido, aunque debo añadir que hoy la Verdad me es más querida, (¿Recodáis “Amicus Plato, sed magis amica veritas”?)

Ahora soy considerada una mujer erudita y se me permite instruir a otros aquí en Cartago.

¿No te resulta curioso que sea ahora yo quien enseñe Retórica?

Cuando estábamos juntos bromeábamos y nos reíamos desde la puesta del sol hasta el amanecer.
Quizá hoy digas que el humor es sinónimo de «sensualidad» y de «avidez de placeres».

Ninguna otra obra me ha explicado mejor por qué me abandonaste para esperar a que una muchacha de once años estuviera preparada para el matrimonio, y por qué luego elegiste adorar a esa diosa a quien llamas Continencia.

Tácito ha dicho que “a la mujer conviene llorar las pérdidas y al hombre recordarlas”. ¡Pero tú ni siquiera recuerdas!

Ante mí tengo TRES CARTAS.
Una me la enviaste desde Milán, nada más haber decidido no casarte. Eso sucedió pocos meses después de mi partida.
Recibí luego la carta que me escribiste desde Ostia, cuando MÓNICA murió. !Qué conmovedor que dejaras a Adeodato escribir un pequeño saludo a su madre¡.
Un par de años más tarde volví a recibir noticias tuyas. Fue cuando la muerte te arrebató al pobre niño.

Confío en que no pienses que el niño murió porque “fue concebido en pecado”.
Si lo dudo es debido a algo que has escrito en el libro IX, donde hablas de Adeodato como «fruto de mi pecado», aunque luego añades: «Tú, Señor, le habías hecho bueno».

Escribes que no tenías más parte en ese muchacho salvo tu pecado. ¡Deberías sentir vergüenza, tú que le diste por nombre “Adeodato”!
No creas  que el Señor lo apartó de tu camino por ayudarte en tu carrera sacerdotal y episcopal.

¡Dios tenga piedad de tus errores!

Es la muerte de un hijo, Aurelio. Deberías haber acudido a mí para que los dos la hubiéramos llorado juntos. Aún no habías sido ordenado sacerdote, no tenías ningún compromiso y Adeodato era nuestro único hijo.

¿Acaso estabas tan avergonzado por lo que sucedió en Roma que no tuviste el valor de encontrarte conmigo? ¿O quizá tenías miedo de que volviera a ocurrir lo mismo?

¡Ni siquiera permitiste que tu propio hijo derramara lágrimas al despedirse de su abuela paterna, de MÓNICA!

Pero yo pienso que es más «carnal» reprimir el llanto, pues si no nos permitimos llorar, el dolor nos quedará dentro como una pesada carga.

¡Que el niño descanse en paz!





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