¿Qué piensas hoy de lo que
sucedió en Roma? No comprendo cómo pudo ocurrimos a nosotros, Aurelio. Quizá en
aquel miserable cuartucho en el Aventino dieron comienzo tus exámenes de
conciencia. Alguien te diría que llegué bien a Ostia. Allí tuve la posibilidad
de embarcarme de inmediato;
Por segunda vez se me devolvía
a África como una mercancía. De eso hace mucho tiempo y mis heridas están ya
cicatrizadas.
Desde que volví de Milán,
hace ahora casi quince años, he estado siguiendo tus pasos.
Leí todo cuanto encontré
sobre filosofía porque necesitaba averiguar qué había en esta disciplina, capaz
de separar a unos amantes.
Si te hubieras entregado a
otra mujer, también habría deseado conocerla.
Pero mi rival no era otra
mujer a la que poder mirar con los ojos, sino un principio filosófico.
Mi rival no era sólo mi
rival. Era la rival de todas las mujeres, era el ángel de la muerte del amor.
Tú te refieres a ella como
Continencia y en el libro VIII escribes: «iba abriéndose paso la noble dignidad
de la
Continencia. Aparecía ante mí serena y sonriente, sin malicia.
Recatada y delicadamente me invitaba a que me acercara a ella sin miedo,
extendiendo sus piadosas manos hacia mí dispuestas a recibirme y abrazarme»
No niego que mi corazón
hervía de celos cuando leí esas palabras.
¿Acaso no te entregaste a mí
de ese modo en nuestra ardiente juventud? ¿No te seduje yo «recatada y
delicadamente»?
“Cuando un necio quiere
evitar cometer un error, incurre en el error contrario”.
Empecé leyendo a Cicerón,
como habías hecho tú con el Hortensius.
Desde que nos separaron, he
consagrado mi vida a la Verdad ,
del mismo modo que tú te entregaste a la Continencia.
Sigues siéndome muy querido,
aunque debo añadir que hoy la
Verdad me es más querida, (¿Recodáis “Amicus Plato, sed magis
amica veritas”?)
Ahora soy considerada una mujer
erudita y se me permite instruir a otros aquí en Cartago.
¿No te resulta curioso que
sea ahora yo quien enseñe Retórica?
Cuando estábamos juntos bromeábamos
y nos reíamos desde la puesta del sol hasta el amanecer.
Quizá hoy digas que el humor
es sinónimo de «sensualidad» y de «avidez de placeres».
Ninguna otra obra me ha
explicado mejor por qué me abandonaste para esperar a que una muchacha de once
años estuviera preparada para el matrimonio, y por qué luego elegiste adorar a
esa diosa a quien llamas Continencia.
Tácito ha dicho que “a la
mujer conviene llorar las pérdidas y al hombre recordarlas”. ¡Pero tú ni
siquiera recuerdas!
Ante mí tengo TRES CARTAS.
Una me la enviaste desde
Milán, nada más haber decidido no casarte. Eso sucedió pocos meses después de
mi partida.
Recibí luego la carta que me
escribiste desde Ostia, cuando MÓNICA murió. !Qué conmovedor que dejaras a
Adeodato escribir un pequeño saludo a su madre¡.
Un par de años más tarde volví
a recibir noticias tuyas. Fue cuando la muerte te arrebató al pobre niño.
Confío en que no pienses que
el niño murió porque “fue concebido en pecado”.
Si lo dudo es debido a algo
que has escrito en el libro IX, donde hablas de Adeodato como «fruto de mi
pecado», aunque luego añades: «Tú, Señor, le habías hecho bueno».
Escribes que no tenías más
parte en ese muchacho salvo tu pecado. ¡Deberías sentir vergüenza, tú que le
diste por nombre “Adeodato”!
No creas que el Señor lo apartó de tu camino por
ayudarte en tu carrera sacerdotal y episcopal.
¡Dios tenga piedad de tus
errores!
Es la muerte de un hijo,
Aurelio. Deberías haber acudido a mí para que los dos la hubiéramos llorado
juntos. Aún no habías sido ordenado sacerdote, no tenías ningún compromiso y
Adeodato era nuestro único hijo.
¿Acaso estabas tan
avergonzado por lo que sucedió en Roma que no tuviste el valor de encontrarte
conmigo? ¿O quizá tenías miedo de que volviera a ocurrir lo mismo?
¡Ni siquiera permitiste que
tu propio hijo derramara lágrimas al despedirse de su abuela paterna, de MÓNICA!
Pero yo pienso que es más
«carnal» reprimir el llanto, pues si no nos permitimos llorar, el dolor nos
quedará dentro como una pesada carga.
¡Que el niño descanse en paz!
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