De regreso a África llegasteis
a Ostia Tiberina.
Allí MÓNICA y tú conversabais
«solos los dos, con gran dulzura», buscando «cómo sería la vida eterna de los
santos».
Llegasteis a la conclusión de
que «frente al gozo de aquella vida, el placer de los sentidos carnales, por
grande que sea y aunque esté revestido del máximo brillo corporal, no tiene
punto de comparación y ni siquiera es digno de que se le mencione»
Imagina si estuvieras
equivocado precisamente en punto tan decisivo.
Me inclino a pensar que
Adeodato y tú habríais vuelto a Cartago inmediatamente.
Así no habrías tenido
elección, también tú habrías tenido que vivir como un hombre aquí y ahora, y
creo que habrías tenido amor terrenal suficiente incluso para compartir conmigo
y otros más.
Primero debemos vivir,
Aurelio, luego podremos filosofar.
Pero no nos olvidemos de
MÓNICA.
En Ostia cayó en cama con
fiebres. Y tú oíste más tarde que ella, «con maternal confianza», habló con
unos amigos tuyos «sobre el desprecio de esta vida y el bien de la muerte».
MÓNICA era una persona
piadosa, quiero decir que supo despreciar esta vida. No obstante, me siento
obligada a añadir que tal vez eso equivalga a despreciar la obra de la creación
divina, ya que ignoramos si Dios nos ha creado algún otro mundo.
En mi opinión no es más que
soberbia el rechazar esta vida, con todos sus placeres terrenales, en favor de
una existencia que quizá no sea más que una abstracción.
Supongo que no habrás
olvidado la crítica de Aristóteles al mundo de las Ideas.
La vida es tan breve,
Aurelio, que tenemos derecho a albergar la esperanza de que exista una vida
después de ésta.
Pero no tenemos obligación de
maltratarnos como si esta vida que tenemos fuese un instrumento para alcanzar
una existencia de la que nada sabemos.
Deberías haberte planteado la
posibilidad de que exista una vida eterna para determinadas almas, pero con un
criterio de salvación distinto al que tú pareces dar por establecido.
En mi opinión, cultivar el
amor carnal con la mujer amada no es necesariamente un pecado mayor que separar
a esa mujer de su único hijo.
Yo disfruto pensando que ese
Dios que creó Cielo y Tierra es el mismo Dios que creó a Venus.
¿Recuerdas cuando yo estaba
encinta, o la época en que amamantaba al pequeño Adeodato?
Incluso entonces te atrevías
a tocarme, y no buscabas a ninguna otra.
¿Fue ésa la época en que más
lejos estabas de Dios?
No pretendo decir que sepa
algo de todo esto. Sólo digo que no sé nada. Ni siquiera digo que no crea en el
juicio de Dios. Sólo digo que tal vez crea también en lo condenable de dar la
espalda a todos los placeres, a todo ese calor y a toda esa ternura que ahora
rechaza el obispo de Hipona Regia.
¡Éstas son las confesiones de
Floria!
Mónica murió al noveno día de
su enfermedad, cuando ella tenía cincuenta y seis años y yo treinta y tres, fue
entonces cuando «aquella alma fiel y piadosa quedó liberada de su cuerpo».
Luego añades: «Al rendir ella
el último suspiro, mi hijo Adeodato rompió a llorar a gritos». Pero tú pensabas
«que no era decoroso celebrar aquel entierro entre gemidos y sollozos con los
que muchas veces se suele lamentar la miseria de los que mueren o su total
extinción.
Mi madre, ni moría miserablemente
ni moría del todo».
¡Que descanse en paz, obispo!
No ocultas que tú también
sufriste, que sufriste mucho y que, en cuanto te quedabas solo, dabas rienda
suelta a tus lágrimas; aunque también te avergüenzas de haber derramado
lágrimas por tu madre, ya que podía interpretarse como si aún tuvieras
sentimientos terrenales.
En una ocasión hablamos de la
soberbia de los héroes griegos.
Me parece oportuno recordarte
que tú no eres más que un ser humano.
Recordando a Cicerón: ¿“hasta
cuándo, Aurelio, vas a abusar de mi paciencia”?.
Luego llegó esa segunda carta
tuya.
Después del entierro de
MÓNICA en Ostia, marchaste a Roma con Adeodato y allí permanecisteis cerca de
un año.
Pero, honorable obispo, nada
dices en tus confesiones sobre ese año.
¿Por qué?.
¿Existe a pesar de todo un límite
para tu necesidad de confesarte?
«Confesar es medicina para el
que ha errado», escribe Cicerón. Pero tú no confiesas tus errores más
importantes.
NOTA.
(La tumba de MÓNICA fue
encontrada en el verano de 1945 delante de la iglesia de Santa Áurea por dos
muchachos que estaban excavando un agujero para colocar un poste de baloncesto).
Después de la muerte de
MÓNICA caíste, aparentemente, en un estado de duda y vacío.
Te encontrabas solo, con un
hijo, Mónica había desaparecido y me echabas de menos a mí; Aurelio, me echabas
de menos.
Lo mismo le ocurriría a
Adeodato, que hacía dos años que no me veía.
Nunca más me volvería a ver,
tampoco yo a él.
En esa carta me decías que
MÓNICA había muerto.
Tenías mucho interés en
decirme que tu compromiso de matrimonio se había roto hacía ya tiempo y que
probablemente nunca te casarías.
Quizá convenga que te
recuerde la despedida de la carta: «¡Te echo de menos, Floria! ¡Desearía tanto
que estuvieses ahora junto a nosotros! Quiero verte, y a la vez no quiero.
Quiero pero no puedo, y no puedo aunque quiero».
Permitiste a Adeodato
escribir un pequeño saludo a su madre. ¡Qué conmovedor, Aurelio, qué
consideración hacia él!, ya que supongo que se alegraría, después de haber
transcurrido dos años desde que él y yo nos viéramos por última vez
La añoranza era recíproca, y
yo interpreté tu carta como una señal de que querías verme, por ese motivo me
dispuse a partir hacia Roma.
Tuve suerte y al cabo de unos
días me surgió la posibilidad de embarcar.
Al cabo de un par de días,
nos encontramos en el monte Aventino y pudimos por fin abrazarnos de nuevo.
Permanecimos enlazados
durante un largo instante, mirándonos profundamente a los ojos,
Entonces exclamaste, quizá lo
recuerdes: ¡Te quedarás conmigo para siempre! No tuviste «caída» cuando durante
algunas semanas reanudamos nuestra anterior vida en común.
Es mi opinión que renaciste
tras haber vivido en el valle de las sombras de los teólogos y, por ello, que
no hace falta confesar ni a Dios ni a los hombres lo que ocurrió durante ese
tiempo.
Espero que el motivo por el
que no escribes nada en tus libros sobre este período sea por lo que sucedió
más adelante.
Nos quedamos contemplando
desde el foro la nieve que se había posado sobre los palacios imperiales.
Notaste que tenía frío y me
estrechaste tan fuerte contra tu cuerpo que pude notar cómo se calentaba tu
sangre.
Recuerdo que me volví hacia
ti y te dije que eras un libertino. Pero yo quería lo mismo que tú. Éramos dos
seres con una única voluntad.
No podíamos vivir bajo el
mismo techo, porque no querías que Adeodato lo supiera, al menos no tan pronto,
dijiste. Yo ansiaba estar con él, pero tú considerabas que quedaría muy
decepcionado si, finalmente, no llegaba a hacerse realidad nuestra
reconciliación definitiva.
Pagaste por una habitación en
el Aventino, un lugar donde podíamos vernos completamente a solas
¿Cómo poder olvidarnos de ese
invierno, Aurelio?.
De nuevo estábamos cerca de
Venus, jugando libremente en sus brazos.
Entonces dijiste que te
sentías como un árbol marchito que de repente hubiese renacido, porque por fin,
tras una larga sequía, había llegado la lluvia.
Ahora seré breve, y no sólo
con el fin de protegerte a ti.
Una tarde, cuando habíamos
compartido de nuevo los regalos de Venus, te volviste de pronto airado hacia mí
y me golpeaste. ¿Recuerdas que me golpeaste?
¡Tú, precisamente tú, que
antaño fuiste un respetable profesor de Retórica, me pegaste brutalmente porque
te habías dejado tentar por mi ternura! Sobre mí recayó la culpa de tu deseo.
Ya te cité a Horacio, y gustosamente vuelvo a hacerlo: Cuando un necio quiere
evitar cometer un error, incurre en el error contrario.
Obispo, pegaste y gritaste
porque me había convertido de nuevo en una amenaza para la salvación de tu alma.
Cogiste una vara y me
golpeaste de nuevo.
Pensé que querías acabar con
mi vida porque eso hubiera sido para ti lo mismo que castrarte.
Pero yo no temía por mi vida,
sólo estaba destrozada, tan decepcionada y avergonzada de ti que recuerdo
claramente que deseé que me mataras ya de una vez.
De repente, me convertí en
algo a lo que no podías sencillamente dar la espalda con el fin de salvar tu
alma: me había convertido en el sangrante chivo expiatorio necesario para que
se te abrieran las puertas del cielo.
No olvidaré cómo lloraste
luego.
Habías dejado de golpearme,
pero mi cuerpo tenía ya heridas que sangraban.
Llorabas y me consolabas,
rogándome perdón. Que todo había cambiado mucho desde la ausencia de Mónica,
argumentabas.
Juntaste las manos y nos
pediste perdón a Dios y a mí.
Fuiste a buscar telas para
vendar mis heridas.
Yo sólo sentía frío y miedo,
frío porque sangraba, miedo porque había visto una especie de maldad que no
sospechaba.
Me enviaste de vuelta a
Cartago.
Luego no volví a saber nada
más de ti hasta que, dos años más tarde, murió Adeo-dato.
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