En el libro III escribes
sobre esa época en que llegaste a Cartago, siendo un joven estudiante: «me
encontré en medio de una crepitante sartén de amores impuros. Aún no amaba pero
deseaba amar, y hallándome en un estado de penuria más íntima, me hacía
aborrecible a mí mismo por no sentirme más indigente. Comencé la búsqueda de
algo que amar, pues amar quería».
Y me encontraste a mí.
Llevabas sólo un año en la
ciudad cuando nos conocimos; yo había nacido en ella.
Teníamos los dos casi
diecinueve años.
Recuerdo que me hallaba
sentada bajo una higuera en compañía, de tres o cuatro estudiantes.
Conocías a uno de ellos y
viniste hacia nosotros.
Yo tenía los ojos entornados
porque el sol me molestaba, pero te vi.
Debo decir que caíste
cautivado inmediatamente, pues clavaste tu mirada en la mía; luego miraste
desconcertado hacia el suelo un par de veces antes de volver a buscar mi
mirada.
Fue como si ya hubiéramos
vivido una vida juntos y supe entonces que podría llegar a amarte en cuerpo y
alma.
Que fuera a suceder aquella
misma noche era algo que no había temido ni soñado; si lo hubiera imaginado,
quizá lo hubiera temido y soñado a la vez.
El que yo estuviera sentada
con unos estudiantes no resultaba extraño, pero te llamó la atención que yo
interviniese en la conversación como si fuera uno de ellos.
Fue de lo primero que
hablamos cuando pudimos quedarnos a solas.
Creo recordar que tomaste
nota, con cierta extrañeza, de la naturalidad con que defendí la proeza amorosa
de Dido.
Fue como si me preguntaras,
con la mirada, si realmente una mujer era capaz de amar tanto a un hombre que
pueda llegar a quitarse la vida al saberse abandonada por él.
De repente me preguntaste si
había estado alguna vez en Roma, quizá porque en ese momento estábamos hablando
de Dido y Eneas.
Me parecía una pregunta
extraña, muy extraña, pues ni tú ni yo nos conocíamos, pero sin embargo te
interesaba saber si yo había estado allí.
Interpreté tu pregunta como una
búsqueda de unión entre tú y yo, pues te apresuraste a decir que tú tampoco
habías estado pero que era propósito tuyo el viajar allí en alguna ocasión.
Poco sabía yo entonces de que
muchos años después viajaríamos juntos a Roma.
Fue como si todo comenzara
con esa salida de Eneas de Cartago.
Acaso debiera añadir que,
también, fue allí donde todo acabó.
Como Eneas, también tú tenías
un cometido más grande y más importante que el amor.
Antes de quedarnos solos bajo
esa higuera, pienso que ya había surgido entre nosotros algo que desconcertó a
los demás, algo fuerte e intenso, como una invisible complicidad.
Luego me acompañaste a casa,
a mi humilde habitación, y allí pasaste la noche.
Un año más tarde nació
nuestro querido hijo, y permanecimos juntos hasta que Mónica o Continencia nos
separó a la fuerza, dejándonos a los dos con heridas sangrantes.
Nuestra vida en común se
sostenía desde el primer momento sobre una base intensamente sensual, pues los
dos rendíamos culto a Venus.
Hubo épocas en que ambos
éramos igual de irrefrenables; sin embargo, al leer hoy tus confesiones, tengo
la penosa sensación de que lo que ahora llamas «apetencias de la carne» es lo
único que nos unía.
A veces parece que tuvieras
un exagerado arrepentimiento y penitencia por tu vida anterior, me refiero a la
anterior a tu entrega total a Continencia.
Quizá sea nuestra profunda
amistad lo que más te avergüenza.
A muchos hombres les
avergüenza más el cultivar la amistad con una mujer que sembrar con ella el
amor de la carne, aunque luego culpan a este amor carnal de imposibilitar la
amistad sincera con una mujer.
Es lamentable que esto se
haga más evidente cuanto más instruidos son filosóficamente, y atribuyo gran
parte de esta culpa a los maniqueos y a los platónicos.
Sentí que empezabas a mirarme
de manera distinta después de haber leído el Fedón; la situación no mejoró
cuando leíste a Porfirio.
¡Tantas cabezas, tantos
pareceres!
No empecé a albergar temores
hasta que comenzaste a decirme Eva, pero eso no sucedió hasta que llegamos a
Milán e hiciste todo lo posible por entrar en el círculo que rodeaba a
Ambrosio.
Amar y ser amado era lo más
dulce para mí, sobre todo si llegaba a gozar del cuerpo de la persona amada.
Así ensuciaba la vena pura de
la amistad con la inmundicia y nublaba su candor con la sombra tartárea de la
lujuria».
No ocultas, pues, el profundo
e intenso desprecio que sientes por Venus, por ella, Aurelio, que era el puente
cubierto de alhajas entre nuestras dos almas solitarias y asustadas.
Pero eso no es todo, también
desprecias ahora los demás placeres que ofrecen los sentidos.
Y aún hay más, pues incluso
llegas a despreciar a éstos.
En verdad te has convertido
en un eunuco.
Noto que andas perdido entre
los teólogos. ¡Qué profesión más miserable!
Hemos sido creados como seres
humanos, Aurelio.
Y hemos sido creados varón y
mujer.
En su tratado De Senectute (“sobre
la vejez”), Cicerón argumenta que el adolescente no desea tener la fuerza del
león o del elefante.
No debemos intentar vivir
como algo que no somos.
¿No sería eso burlarse de
Dios?
Somos seres humanos.
Primero debemos vivir, y
luego... luego podremos filosofar.
No me digas que para ti yo
era sólo un cuerpo de mujer.
Sabes que eso no es verdad.
¿Cómo puedes discernir entre
cuerpo y alma?
¿No es eso alterar la obra de
la creación de Dios?
Cuando me rasgabas con
afiladas caricias también desgarrabas mi alma, fiera desleal.
Describes en tu libro IV, y
de forma muy bella, la amistad, pero, ¡cuidado¡, sólo te refieres a la amistad
entre hombres: «Había todo un montón de detalles por parte de mis amigos que me
hacía más cautivadora su compañía: charlar y reír juntos, prestarnos atenciones
unos a otros, leer en común libros de estilo ameno, bromear, bromear unos con
otros”.
Al leer esto me sentí como
devorada, o mejor, devorada y vomitada a la vez.
¿No son esas palabras válidas
igualmente para nuestra amistad?
Charlábamos y nos reíamos
juntos, nos prestábamos atenciones uno a otro de sol a sol, nos enviábamos
pequeñas señales secretas, gestos «procedentes del corazón... que hallan su
expresión en la boca, la lengua, los ojos y en otros mil ademanes de extrema
simpatía»
Es cierto que tenías muchos
amigos en esa época, podría decir que muchísimos, pero el amor que sentíamos el
uno por el otro era diferente, por eso nunca llegué a sentir celos de tu
amistad con los hombres.
Entre nosotros surgían
llamas, llamas que no sólo encendían nuestras almas sino que también inflamaban
nuestros cuerpos.
No evitas confesar tu
arrepentimiento por nuestro amor carnal, vale, pero no olvides que yo era
además tu mejor amiga.
Insinúas que tan bajo
descendiste que llegaste a cultivar la amistad de una mujer.
Pero no te equivoques, yo no
soy un simple pellejo.
Tu mayor delito en aquel
entonces no era amar la carne, en eso no te distingues de otros.
Tu pecado más infame era que
amabas también el alma de Eva
Tal vez también haya un Dios
que nos conozca.
Si fuera así, tengo el
convencimiento de que habrá guardado todo cuanto de bueno nos regalamos el uno
al otro.
Pero si no existe, mi vieja
alma gemela, no hay nadie en todo nuestro vasto imperio que se conozca mejor
que tú y yo: me entregaste tu cuerpo y tu alma y yo en prenda te dejé los míos.
Donde tú estabas, allí estaba
yo; donde yo estaba allí querías estar tú.
Luego fueron interponiéndose
entre nosotros primero una madre, después maniqueos y Platónicos, por último,
teólogos y Continencia.
De alguna manera te alejaste
de mí aún más que Eneas hiciera de Dido. ¡Dios te ampare por tus errores!
¿No éramos tú y yo dos
cuerpos fundidos en uno solo, del mismo modo que un puente une dos orillas en
una?
Pero de pronto emerge del río
una poderosa deidad, o una idea abstracta llamada Continencia, que corta la
conexión entre esas dos orillas.
No, yo no creo en un Dios
así, honorable obispo.
He hablado muchas veces de
eso con el sacerdote de Cartago.
Sabe que he vivido con un
hombre, pero ignora que ese hombre eres tú.
¿No resulta irónico que hayan
sido tus confesiones lo que él un día me entregara?
¿O fuiste quizá tú quien le
incitó a que lo hiciera?
Espero que no tengas en el
olvido cómo tus caricias hacían que brotasen mis yemas.
¡Cuánto te gustaba
encontrarte después con mis flores y dejarte embriagar por sus aromas!
¡Cuánto te nutría mi savia!
Pero luego me vendiste a
cambio de la salvación de tu alma.
¡Qué traición, Aurelio, qué
traición! No, yo no creo en un Dios que exige sacrificios humanos.
No creo en un Dios que
destroza la vida de una mujer con el fin de salvar el alma de un hombre.
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