FLORIA EMILIA SALUDA A
AURELIO AGUSTÍN, OBISPO DE HIPONA.
Me resulta curioso el
saludarte con estos términos. Hace tiempo habría escrito sencillamente «a mi
pequeño y divertido Aurelio». Pero han pasado más de diez años desde que por
última vez me estrechaste entre tus brazos; mucho ha cambiado todo desde
entonces.
Te escribo porque el
sacerdote de Cartago me ha dado a leer tus Confesiones.
Él piensa que tus libros
pueden resultar edificantes para una mujer como yo.
Durante muchos años he
pertenecido a esta iglesia en calidad de catecúmena, pero no quiero recibir el
bautismo, Aurelio. No me lo impide el Nazareno, tampoco los cuatro evangelios,
pero no quiero ser bautizada.
Bien sabes que nuestra unión
fue algo más que un común y fugaz concubinato, tan propio del hombre antes del
matrimonio.
Convivimos en fidelidad
durante más de doce años y también nació nuestro hijo.
No pocas veces la gente con
la que nos topábamos nos tomaba por marido y mujer según la ley. A ti te
gustaba, pues pienso que te hacía sentir orgulloso, aunque hay muchos maridos
que se avergüenzan de sus mujeres.
Es cierto que hice la promesa
de no conocer a otro hombre, pero no se la hice a Dios. ¿Acaso no me pediste
que te hiciera esa promesa a ti? Estoy segura de ello, porque fue mi único
consuelo en el camino de regreso desde Milán. Todavía sentías algo, aunque
fuera poco, por mí.
Pensé que tal vez MÓNICA
recapacitaría y podríamos volver a estar juntos, pues no se pide fidelidad a
alguien a quien se rechaza por odio o por ira.
Los dos sabemos que no fui
apartada de tu lado únicamente porque MÓNICA hubiera encontrado la muchacha
adecuada, aunque ésa fuese la razón de MÓNICA, pues ella pensaba en el futuro
de la familia. O quizá tuvo celos de mí. Me lo he preguntado muchas veces.
Nunca olvidaré aquella primavera cuando llegó a Milán decidida a interponerse
entre nosotros.
Entre los dos me apartasteis
de tu camino, pero tu razón principal para hacerlo no fue ese matrimonio
planeado, al menos existía también otra razón.
Me repudiabas “porque me
amabas demasiado” - dijiste.
Lo natural es permanecer
junto al ser querido, pero tú no lo hiciste porque habías comenzado ya a sentir
desprecio por el amor carnal entre un hombre y una mujer.
Pensabas que yo te ataba al
mundo de los sentidos y que no tenías paz ni tranquilidad para concentrarte en
la salvación de tu alma.
Así, y todo, tampoco se llevó
a cabo tu matrimonio.
Que “Dios prefiere que el
hombre viva en celibato” - escribes.
Yo no tengo ninguna fe en un
Dios así.
¡Qué infidelidad, Aurelio!
¡Qué gran traición cometiste al repudiarme!
La causa era que amabas más
la salvación de tu alma que a mí.
¿No se ve agravado el
adulterio cuando se abandona a la amada para salvar el alma?
Sería más fácil a una mujer
que un hombre la abandonara para casarse con otra o bien por haber preferido
otra amante. Pero no había otras mujeres en tu vida, simplemente amabas más la
salvación de tu propia alma que a mí.
Ese matrimonio no era más que
una obligación filial ante tu madre. Pero ni siquiera te casaste
Y luego el hijo; ante Dios tú
eras el padre carnal de Adeodato, pero yo era su madre.
Yo lo llevé en mi vientre, yo
lo amamanté porque no teníamos ama.
¿Y escribes que “yo dejé que
se quedara contigo”?. Ninguna madre hace algo así por voluntad, ninguna
abandona a su único hijo sin que le produzca el más profundo de los dolores.
Pero sin ti a mi lado yo nada
podía ya exigir; como sabes yo no tenía ninguna fortuna.
¿No fue por esto por lo que
MÓNICA anhelaba saberte casado con alguien de posición elevada?
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