Como he escrito, me prestó
tus confesiones el sacerdote de Cartago.
Son “mis confesiones”, si lo
prefieres, pues considero esta carta algo más que un saludo personal: es
también una carta dirigida al obispo de Hipona Regia.
Han pasado los años y muchas
cosas han cambiado desde que tú y yo nos amamos.
Puede mi carta ser
considerada, entonces, una carta a toda la Iglesia cristiana por ser tú hoy hombre con
influencia.
Acepto que ello me inspira
miedo, pero ruego a Dios que también la voz de una mujer sea escuchada por los
hombres de Iglesia.
«Nadie está limpio de pecado
delante de Ti, ni siquiera el niño que vive desde hace un día...” ¿Porque haya nacido en delito y haya sido
concebido en pecado?.
O en amor, honorable obispo,
un niño es concebido en amor: tan hermosa y sabiamente ha organizado Dios el
mundo haciendo que no se conciba por gemación.
MÓNICA no permitió tu bautizo
siendo un niño: «pensando que después del bautismo la culpa sería mayor y más
peligrosa si volvía a mancharme con el pecado».
¿Pecado porque Dios nos ha
creado hombre y mujer con una gran riqueza de sentidos y necesidades?
O de instintos, si lo
prefieres, o apetitos excitables.
A ti puedo decírtelo sin
rodeos, a ti que solías ser mi compañero de juegos en el lecho.
El «deseo de los sentidos» y
los «deseos pecaminosos».
¿Se te ha ocurrido pensar que
tal vez seas tú quien desdeña los dones de Dios?
Quizá tu desprecio por el
mundo de los sentidos proceda de los maniqueos y de los platónicos más que del
propio Nazareno. Porque los mismos sentidos, y, no lo olvides, también son obra
de Dios.
«De la seducción de los perfumes no me cuido
demasiado. Ni los busco cuando no los tengo, ni los rechazo cuando los tengo,
dispuesto como siempre estoy a verme privado de ellos» -dices.
Te avergüenzas, incluso, de
que de vez en cuando comes porque te gusta la comida. Pero ahora Dios te ha
enseñado que debes «tomar los alimentos como si fuesen medicinas». Te felicito,
aunque la sola idea me produce náuseas.
«Si bien la razón de la
comida y de la bebida es mantener la salud, ésta lleva consigo un compañero
peligroso e inseparable: el deleite».
Hay que comer, Aurelio,
tienes derecho a disfrutar de los alimentos.
Espero, también, que no hayas
abandonado tu aseo.
Cuando se ve una flor hermosa
se tiene derecho a aspirar su aroma, aunque hoy lo llames «apetito del cuerpo».
Deberías avergonzarte.
¿Recuerdas que cuando
cruzamos el Arno te detuviste para olerme el pelo? ¿Por qué lo hacías, Aurelio?
¿Fue acaso el «deseo del cuerpo» lo que se hizo sentir? No, no lo creo.
Lo que pienso es que antaño
sabías qué era el amor auténtico, ahora temo que lo hayas olvidado.
Entre la clara luz del amor
casto y la oscuridad de la lujuria.
“Amor y lujuria hervían
juntos dentro de mí y arrastraban mi corta edad hacia acantilados de vanos
deseos, anegándome en un mar de pecados»
Ese terrible «delito» que
cometiste a los dieciséis años cuando, junto con otros muchachos, robaste sus
frutos a un peral.
Palabras de Pablo que dicen
«Bueno es al hombre no tocar mujer».
Pero, mi querido Aurelio,
¿por qué citas sólo ese versículo?
Sigo creyendo que arrastras
algo de los maniqueos.
¿No aprendiste en la escuela
de Retórica el peligro de sacar una frase de su contexto?
Es cierto que Pablo escribe
que es bueno para el hombre no tocar mujer, pero a continuación aclara que, “con
el fin de evitar la lujuria, cada hombre tenga su propia mujer y cada mujer su
propio marido”.
También nos dice que la mujer y el hombre
serán un solo cuerpo y que han de entregarse el uno al otro para no caer en la
tentación de cometer adulterio si no pueden guardar continencia.
¿Es inteligente creer que uno
puede salvarse de «los apetitos pecaminosos» eligiendo la continencia?
Te soy sincera: tu obsesión
por ello parece superior a la de otros hombres de tu edad, aunque ya casi han
pasado quince años desde que te lanzaste en brazos de la Madre Continencia.
Como haces tú cuando sugieres
que “para conseguir entrar en el reino de los cielos hubiera sido mejor
castrarse”.
Ese versículo fue el que
incitó a algunos de los primitivos cristianos a dejarse castrar, entre ellos a
Orígenes (185-254), padre de la
Iglesia.
¡Pobre Aurelio!, te
avergüenzas de ser varón. Justamente tú, que fuiste todo un hombre a mi lado.
Incluso ahora, años después
de haber elegido a Continencia, te lamentas ante Dios de echar aún de menos a
una mujer a tu lado.
En el libro X, honorable
obispo, escribes: «En mi memoria, de la que tan extensamente he hablado, siguen
viviendo las imágenes de aquellas cosas que quedaron grabadas por la costumbre.
Cuando estoy despierto se agolpan sobre mí languidecidas, pero es en sueños
cuando me arrastran a la delectación e incluso al consentimiento y a algo muy
parecido al acto real».
Me alegro que, a veces, me
eches de menos, que sean los recuerdos sobre mí y nuestras antiguas
«costumbres» quienes te visitan en sueños.
Espero que no te hayas
castrado, Aurelio, tú que fuiste verdadera viga en mi lecho.
Podrías arrancarte los ojos,
como hizo Edipo, o sesgar tu lengua; aunque estoy segura de que echas aún de
menos nuestros besos.
Tu sexo era también un órgano
sensual.
¿O acaso piensas que tus ojos
o tus oídos son una creación divina superior a tu sexo?
¿Piensas, de verdad, que
algunas partes del cuerpo son menos dignas ante Dios que otras?
Tu dedo corazón, por ejemplo,
¿es más respetable que tu lengua?
No olvides que de él también
hiciste uso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario