Fuiste a ver al obispo Ambrosio
a Milán.
Más tarde, en aquella
primavera, llegó Mónica; por tierra y por mar te había seguido, dices.
Se colocó frente a ti y de
espaldas a mí, aunque sabía que tú y yo éramos uno.
Vino con dos propósitos: el
primero era que recibieras el bautismo; el segundo, casarte con una muchacha de
posición elevada.
Creo que este último fue el
más importante.
Tú dudaste de todo, pero
decidiste, «en consecuencia, ser catecúmeno de la Iglesia de Roma”.
«Amaba la vida feliz, pero
temía acercarme donde ella estaba y la buscaba huyendo de ella. Pensaba que
habría de ser muy desdichado si me privaba de las caricias de una mujer»
Eran mis caricias de las que
temías privarte, Aurelio, lo hemos hablado muchas veces.
No has sido capaz de
escribirlo,
Lo que en verdad te
atormentaba era que un matrimonio, para el cual yo no era apta sencillamente
por carecer de bienes terrenales, implicaría tener que abandonarme.
¿No éramos almas gemelas,
entonces?
¿No estábamos tan unidos en
cuerpo y alma?
¿No tendríamos también que
haber pensado en Adeodato, con doce años ya cumplidos?
Mónica entró en mi cuarto.
Nunca olvidaré la mañana en
que se presentó de repente mientras me estaba aseando.
Acababas de irte a la Academia de Retórica,
donde ibas a permanecer todo el día.
Me ordenó que me fuera.
Todo estaba dispuesto y
organizado para mi regreso a África, aquella misma tarde salía un grupo de
viajeros hacia allí.
Tú ya habías hecho la
petición de matrimonio con una muchacha y te lo habían concedido.
Sus padres habían puesto como
condición que yo me fuera de tu lado cuanto antes.
Pensé que así se vengaba
Mónica de lo sucedido aquella noche en que la abandonamos en Cartago.
Ahora íbamos a ver cuál de
las dos era más fuerte.
Pero me dijo que eras tú
quien la había encomendado enviarme lejos porque no tenías valor para hacerlo
tú mismo, como un pastor que no tiene valor para matar a sus propios corderos.
¡Y yo la creí, ése fue mi
trágico error!
¡Fui abandonada por mi propio
marido por culpa del amor celestial! ¡Eso ocurrió, Aurelio, exactamente eso!
Me llegó tu carta en la que
me rogabas encarecidamente que no me entregara a otro hombre.
Incluso decías que
probablemente tu matrimonio no se llevara a cabo.
Pero lo más importante eran
las palabras con las que concluías esa carta enviada desde Milán: «¡Te echo de
menos, Floria!».
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