Tal vez exista un ser
incorruptible que haya creado el mundo y todos sus seres vivos, incluidos mujeres
y niños.
Pero, para mí, siguen siendo
un misterio las conclusiones que deduces de tu fe: «Mi vida mundana me
desagradaba profundamente y ya era para mí una carga muy pesada».
Y explicas lo que quieres
decir cuando hablas de «vida mundana»: «Me veía aún fuertemente encadenado a la
mujer. Ya sé que el Apóstol no me prohibía el matrimonio, aunque me aconsejaba
un estado mejor, al desear que todos los hombres fueran como él”.
«De este modo, mis dos
voluntades, una vieja y otra nueva, una carnal y otra espiritual, luchaban
entre sí, destrozando mi alma con su enfrenta-miento».
Tuvo que ser en esa época
cuando me escribiste una carta en la que proclamabas cuánto echabas de menos
nuestros abrazos.
Pero no te preocupes por esa
carta, no se la enseñaré al sacerdote.
Y relatas cómo fue librándote
Dios de las cadenas de la concupiscencia de la carne, de los ojos y la ambición
del mundo.
«Dame la castidad y la Continencia , pero no
ahora», le ruegas y luego dices: «Temía que respondieras de inmediato a mi
petición y me sanaras demasiado pronto de mi concupiscencia, que yo quería
satisfacer más que apagar».
Finalmente tu nueva Amada fue
a tu encuentro y te estrechó entre sus brazos, «serena y sonriente, sin
malicia».
Casi siento deseos de
felicitarte, porque a pesar de todo es como si te hubieras casado.
Con una reina invisible, bien
es verdad, pero era a Ella a quien deseabas.
De esa forma te casaste sin
que una nueva mujer tuviera que entrar en la casa de tu madre; así obtuvo Mónica
el control de todo, la supongo muy feliz, hecho que tú tampoco intentas
ocultar.
Consiguió que te casaras y
bautizaras a la vez.
“Solté las riendas de mis
lágrimas y se desbordaron como dos ríos desde mis ojos, sacrificio que Te es
aceptable, Señor».
Volviste a buscar refugio
bajo una higuera, cerrando así el círculo, pues segura estoy de que pensaste en
la nuestra de Cartago.
Escribes: «Después nos
dirigimos Alipio y yo a ver a mi madre. Le contamos todo, con gran gozo de su
parte.
Un gozo mucho más pleno de lo
que ella había deseado, era un gozo mucho más íntimo y casto que el que ella
esperaba encontrar en los nietos nacidos de mi carne».
¿No te apresurabas demasiado
en desechar las posibilidades de Adeodato en su descendencia?
En aquel momento no podías
prever su infeliz destino.
¿O el pobre muchacho se dejó
también abrazar por Continencia?
¿Quizá ya no lo considerabas
hijo tuyo?
De acuerdo, era bastardo, lo
sabemos, pero aún falta por llegar el último acto de la tragedia...
Escribes sobre el viaje de
vuelta con Alipio desde la finca de Verecundo: «También llevamos en nuestra
compañía al joven Adeodato, nacido de mi carne y fruto de mi pecado. Tú, Señor,
le habías hecho bueno. Era de quince años apenas, mas, por su ingenio,
aventajaba a muchos varones doctos y afamados.
Dones tuyos eran.
De este muchacho sólo era mío
el pecado.
Aunque entonces sólo tenía la
edad de dieciséis años.
Aquella agudeza mental suya
me daba miedo.
¿Y quién, sino Tú, podía ser
el autor de tales maravillas?.
Pronto arrancaste su vida de
este mundo.
Yo no sé si fue Dios quien
arrancó a Adeodato de esta tierra. Sólo sé que fuiste tú quien lo arrancó de su
madre.
¡Adeodato era mi único hijo,
honorable obispo!
¿No fue extinguiéndose bajo
tu custodia, hasta que finalmente murió, dejándonos solos a los dos?
Qué tranquilo estarás ahora,
libre ya de la preocupación de que también Adeodato pudiera ser tentado bajo
una higuera por una mujer caprichosa.
Pero yo me habría preocupado
aún más si también él se hubiera arrodillado un día ante Continencia, como su
esclavo y sometido esposo.
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