“Qué eran los nombres puestos
a los hijos, al nacer, sino, deseos de los padres o padrinos a que los niños se
parecieran a lo que el nombre puesto significa? “Irene” (paz), “Teófilo” (amigo
de Dios), “Teodoro” (espada de Dios), “Amanda” (digna, merecedora de ser
amada), “Amador” (amante), “Eugenio-Eugenia” (bien nacidos)…
En eso sí que nos parecemos,
Maestro, yo, camino a mi gimnasio diariamente, Ud. en “nuestra incivil guerra
civil”, esa definida como la de “los justamente vencidos y la de los
injustamente vencedores”.
“Mi libretita y mi diccionario de
bolsillo hicieron la guerra conmigo. Fiel a mi costumbre de pasar páginas de
diccionarios y enciclopedias, metí en mi
macuto un pequeño Sopena y en los ratos libres o de espera iba pasando páginas
y anotando aquellas palabras que por algo llamaban mi atención”
Yo grapo y dejo presas en mi
libretilla las ideas volanderas antes de que se me esfumen para, cuando llegue
a casa, manosearlas, ordeñarlas, sacarle todo el jugo posible, hilvanar un artículo
y subirlo a/ colgarlo en este blog.
“In principio erat verbum”
(“en el principio era/fue la
Palabra ”), pero sólo el Verbum Divinum, que llevó a cabo la
creación con su palabra: “Y dijo Dios: “haya luz” y…Y dijo Dios “que las
plantas… que las aves…que los peces….que … y todo ocurrió según la “palabra
divina”.
Porque la palabra humana no
estaba en el principio, sino al final de un largo y tortuoso camino por el que
iba abriéndose paso la evolución.
“El lenguaje es el final de un largo y
difícil proceso creador”
No nos lo dio Dios, hemos ido
creándolo los hombres de distintas formas en distintos lugares y si ninguna
Torre de Babel por medio.
Y si la evolución nos ha ido
haciendo “hombres” (hominización) ha sido el lenguaje el que ha ido haciéndonos
“humanos” (humanización).
“El lenguaje da al ser humano sus alas
más poderosas para acercarse a la estrella con las cumbres de la poesía lírica
y la mística.
Por la palabra podemos salvarnos y con
ella dialogamos, sobre todo en el hablar consigo mismo durante el viaje de la
vida (…)
Porque el lenguaje, siendo esas alas,
también es cárcel, pues condiciona nuestro pensamiento y encarrila fácilmente
nuestro entendimiento, descarrilándolo también.
El lenguaje, con frecuencia, es una
trampa; se usa para engañar y persuadir con falsedades o encadenar con
creencias.
A veces se usa así con deliberada maldad
egoísta; otras veces se hace hasta con buena intención, por alguien que está él
mismo engañado.
El caso es que la palabra, como los
alimentos desconocidos o nuevos, debe ser recibida con criterio crítico, pues
puede ser un bálsamo o un veneno.
Finalmente, no sólo hay que reivindicar
siempre el derecho a la palabra, como máxima expresión de nuestra humanidad.
Pero también –y a esto se falta muchas veces- hay que cumplir el deber de
usarla en pro de la dignidad propia y ajena. Pues, como proclamó magistralmente
Martin Luther King, hay una conducta más escandalosa que la de los malvados, y
es el silencio de los hombres “buenos” que callan y miran para otro lado sin
protestar de las maldades”
Pecar por hablar, pecar por
no hablar, pecar por hablar demasiado, pecar por no hablar lo suficiente y
gritar a los cuatro vientos (asistimos, a diario, a la cruda realidad de los
refugiados).
La palabra tiene doble filo,
puede ser salvadora y condenadora, puede producirte placer y dolor, alegría y
tristeza, amor y odio.
Decía Aristóteles que conocer
una cosa era tenerla en la cabeza, no realmente, sino intencionalmente.
Dar nombre a algo es poseerlo
de cierta manera.
“Reducimos a palabras el mundo para
hacerlo inteligible y, luego nos extraviamos en la maraña verbal. Sin ella no
existiría el mal. No hay Maldad en el tigre, aunque mate: no conoce el vocablo
“crueldad”. La serpiente del Edén era el conocimiento; es decir, el lenguaje.
Sólo el hombre puede ser malo, pues sólo la palabra le distingue de la
naturaleza. Siempre esclavo de las palabras; nunca puede vivir –hacerme- sin
ellas. Siempre me dominaron”
“Los límites de mi lenguaje
son los límites de mi mundo. Allí donde están las fronteras de mi lengua están
los límites de mi mundo” nos decía Wittgenstein en el Tractatus
lógico-philosophicus.
Recuerdo en mis clases
cuando, todos los años, al tratar el tema de la voluntad y el conocimiento, de
la elección, de la decisión, les hacía ésta o parecida pregunta: “¿os gustan
los caretinómicos”? Se quedaban con la boca abierta y su pregunta, automática,
era: “y eso, ¿qué es?”. A veces le seguía la broma y les decía que eran unas
galletas típicas de Ponferrada, cuyos componentes principales eran turrón,
helado, chocolate….” Y, sólo entonces algunos decían que sí les gustarían,
otros decían que no, porque odiaban el chocolate.
Luego, después, les aclaraba
que “caretinómicos” era una palabra vacía que me había inventado para que
cayeran en la cuenta de lo absurdo que es “elegir-optar” por algo sin
“conocer-saber” qué es.
O lo que es lo mismo: “nada
es (debe ser) querido si no es conocido” y querer algo sin saber qué es, es
algo absurdo, inconsecuente.
El diccionario, como conjunto
de palabras, además de ser un círculo vicioso porque unas palabras de definen
por otras y éstas por otras y siempre sin salir del diccionario, es, a la vez,
como un gran almacén lleno de cajas en las que metemos las cosas.
Pero llega un momento en que
el almacén (el diccionario) puede colocar algunas cajas (palabras) más, pero es
que la realidad no cabe del todo.
No hay una caja (una palabra)
para cada cosa y llega un momento en que en una misma “caja” (palabra) tenemos
que meter cosas muy distintas.
Imaginaos la caja (palabra)
“león” y en ella tenemos que meter una Provincia española, una Ciudad, un
Animal, una Persona normal, un Papa, una cualidad (estás hecho un “león”)…
Sólo conociendo el contexto
en el que se encuentra esa palabra, en que se usa esa palabra, podemos saber a
qué realidad se refiere.
Estamos refiriéndonos a la
“equivocidad” de las palabras.
De hecho, un chiste, no es
más que otra interpretación de la palabra que se confunde con la interpretación
usual de la misma.
Así como la música no es como
Napoleón la definía: “el menos molesto de todos los ruidos” o, también he leído
“el más bello de los ruidos”.
La música, la melodía, es más
y distinto a un ruido, y no basta el oído para captarla y sentirla, hace falta
una sensibilidad especial.
Si en otro tiempo “creer la
palabra de otro” era algo normal, hoy la descreencia en ella es lo normal.
Cuando veo una acción y la
califico como injusta no tiene las mismas consecuencias que si es un juez el
que la juzga así.
La “palabra” (sentencia) de
un juez tiene efectos sociales, la mía no.
Un tipo de los “actos del
habla” es el “declarativo”, que es aquel que provoca un cambio en el mundo por
medio de esos actos.
Ya hemos dicho lo de la
“sentencia” de un juez, pero también “bautizar”, “casarse”, “vetar”, “levantar
una sesión”.
No es igual decir “sí,
quiero” ante un juez o un cura que decirlo en una discoteca.
En los dos primeros casos
produce el efecto del “matrimonio” con todas sus ventajas y sus inconvenientes,
el tercero no, sólo sirve, quizá, para llevar al huerto a la otra persona.
Luego hay “palabras tabú”,
que no deben pronunciarse por si acaso tiene efectos no deseados (tengo en el
blog una entrada con el título: “el tabú de la palabra” pero habrá que
preguntárselo al que lo sabe casi todo, Google).
Quitadle al acto sexual la palabra,
deja de ser un hecho humano y queda convertido en un hecho natural, fisiológico,
como lo haría un toro o un perro, pura y simple “genitalidad”
“Añadir literatura, palabra, al sexo, es
añadirle cultura, es transformar un acto natural, previsto biológicamente para
la reproducción de la especie, en un acto humano”
Si para practicar sexo basta
y sobra con los genitales, para la sexualidad son tantas o más necesarias las
palabras, en forma de susurro, de gemido, de piropo, de murmullo,…
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