sábado, 18 de febrero de 2017

ACOMPAÑANDO A J.L. SAMPEDRO (41-2) LA PALABRA

“Qué eran los nombres puestos a los hijos, al nacer, sino, deseos de los padres o padrinos a que los niños se parecieran a lo que el nombre puesto significa? “Irene” (paz), “Teófilo” (amigo de Dios), “Teodoro” (espada de Dios), “Amanda” (digna, merecedora de ser amada), “Amador” (amante), “Eugenio-Eugenia” (bien nacidos)…

En eso sí que nos parecemos, Maestro, yo, camino a mi gimnasio diariamente, Ud. en “nuestra incivil guerra civil”, esa definida como la de “los justamente vencidos y la de los injustamente vencedores”.

“Mi libretita y mi diccionario de bolsillo hicieron la guerra conmigo. Fiel a mi costumbre de pasar páginas de diccionarios  y enciclopedias, metí en mi macuto un pequeño Sopena y en los ratos libres o de espera iba pasando páginas y anotando aquellas palabras que por algo llamaban mi atención”

Yo grapo y dejo presas en mi libretilla las ideas volanderas antes de que se me esfumen para, cuando llegue a casa, manosearlas, ordeñarlas, sacarle todo el jugo posible, hilvanar un artículo y subirlo a/ colgarlo en este blog.

“In principio erat verbum” (“en el principio era/fue la Palabra”), pero sólo el Verbum Divinum, que llevó a cabo la creación con su palabra: “Y dijo Dios: “haya luz” y…Y dijo Dios “que las plantas… que las aves…que los peces….que … y todo ocurrió según la “palabra divina”.

Porque la palabra humana no estaba en el principio, sino al final de un largo y tortuoso camino por el que iba abriéndose paso la evolución.

“El lenguaje es el final de un largo y difícil proceso creador”

No nos lo dio Dios, hemos ido creándolo los hombres de distintas formas en distintos lugares y si ninguna Torre de Babel por medio.

Y si la evolución nos ha ido haciendo “hombres” (hominización) ha sido el lenguaje el que ha ido haciéndonos “humanos” (humanización).

“El lenguaje da al ser humano sus alas más poderosas para acercarse a la estrella con las cumbres de la poesía lírica y la mística.
Por la palabra podemos salvarnos y con ella dialogamos, sobre todo en el hablar consigo mismo durante el viaje de la vida (…)
Porque el lenguaje, siendo esas alas, también es cárcel, pues condiciona nuestro pensamiento y encarrila fácilmente nuestro entendimiento, descarrilándolo también.
El lenguaje, con frecuencia, es una trampa; se usa para engañar y persuadir con falsedades o encadenar con creencias.
A veces se usa así con deliberada maldad egoísta; otras veces se hace hasta con buena intención, por alguien que está él mismo engañado.
El caso es que la palabra, como los alimentos desconocidos o nuevos, debe ser recibida con criterio crítico, pues puede ser un bálsamo o un veneno.
Finalmente, no sólo hay que reivindicar siempre el derecho a la palabra, como máxima expresión de nuestra humanidad. Pero también –y a esto se falta muchas veces- hay que cumplir el deber de usarla en pro de la dignidad propia y ajena. Pues, como proclamó magistralmente Martin Luther King, hay una conducta más escandalosa que la de los malvados, y es el silencio de los hombres “buenos” que callan y miran para otro lado sin protestar de las maldades”

Pecar por hablar, pecar por no hablar, pecar por hablar demasiado, pecar por no hablar lo suficiente y gritar a los cuatro vientos (asistimos, a diario, a la cruda realidad de los refugiados).

La palabra tiene doble filo, puede ser salvadora y condenadora, puede producirte placer y dolor, alegría y tristeza, amor y odio.

Decía Aristóteles que conocer una cosa era tenerla en la cabeza, no realmente, sino intencionalmente.

Dar nombre a algo es poseerlo de cierta manera.

“Reducimos a palabras el mundo para hacerlo inteligible y, luego nos extraviamos en la maraña verbal. Sin ella no existiría el mal. No hay Maldad en el tigre, aunque mate: no conoce el vocablo “crueldad”. La serpiente del Edén era el conocimiento; es decir, el lenguaje. Sólo el hombre puede ser malo, pues sólo la palabra le distingue de la naturaleza. Siempre esclavo de las palabras; nunca puede vivir –hacerme- sin ellas. Siempre me dominaron”

“Los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo. Allí donde están las fronteras de mi lengua están los límites de mi mundo” nos decía Wittgenstein en el Tractatus lógico-philosophicus.

Recuerdo en mis clases cuando, todos los años, al tratar el tema de la voluntad y el conocimiento, de la elección, de la decisión, les hacía ésta o parecida pregunta: “¿os gustan los caretinómicos”? Se quedaban con la boca abierta y su pregunta, automática, era: “y eso, ¿qué es?”. A veces le seguía la broma y les decía que eran unas galletas típicas de Ponferrada, cuyos componentes principales eran turrón, helado, chocolate….” Y, sólo entonces algunos decían que sí les gustarían, otros decían que no, porque odiaban el chocolate.
Luego, después, les aclaraba que “caretinómicos” era una palabra vacía que me había inventado para que cayeran en la cuenta de lo absurdo que es “elegir-optar” por algo sin “conocer-saber” qué es.

O lo que es lo mismo: “nada es (debe ser) querido si no es conocido” y querer algo sin saber qué es, es algo absurdo, inconsecuente.

El diccionario, como conjunto de palabras, además de ser un círculo vicioso porque unas palabras de definen por otras y éstas por otras y siempre sin salir del diccionario, es, a la vez, como un gran almacén lleno de cajas en las que metemos las cosas.
Pero llega un momento en que el almacén (el diccionario) puede colocar algunas cajas (palabras) más, pero es que la realidad no cabe del todo.
No hay una caja (una palabra) para cada cosa y llega un momento en que en una misma “caja” (palabra) tenemos que meter cosas muy distintas.

Imaginaos la caja (palabra) “león” y en ella tenemos que meter una Provincia española, una Ciudad, un Animal, una Persona normal, un Papa, una cualidad (estás hecho un “león”)…

Sólo conociendo el contexto en el que se encuentra esa palabra, en que se usa esa palabra, podemos saber a qué realidad se refiere.
Estamos refiriéndonos a la “equivocidad” de las palabras.

De hecho, un chiste, no es más que otra interpretación de la palabra que se confunde con la interpretación usual de la misma.

Así como la música no es como Napoleón la definía: “el menos molesto de todos los ruidos” o, también he leído “el más bello de los ruidos”.
La música, la melodía, es más y distinto a un ruido, y no basta el oído para captarla y sentirla, hace falta una sensibilidad especial.

Si en otro tiempo “creer la palabra de otro” era algo normal, hoy la descreencia en ella es lo normal.

Cuando veo una acción y la califico como injusta no tiene las mismas consecuencias que si es un juez el que la juzga así.

La “palabra” (sentencia) de un juez tiene efectos sociales, la mía no.

Un tipo de los “actos del habla” es el “declarativo”, que es aquel que provoca un cambio en el mundo por medio de esos actos.

Ya hemos dicho lo de la “sentencia” de un juez, pero también “bautizar”, “casarse”, “vetar”, “levantar una sesión”.
No es igual decir “sí, quiero” ante un juez o un cura que decirlo en una discoteca.
En los dos primeros casos produce el efecto del “matrimonio” con todas sus ventajas y sus inconvenientes, el tercero no, sólo sirve, quizá, para llevar al huerto a la otra persona.

Luego hay “palabras tabú”, que no deben pronunciarse por si acaso tiene efectos no deseados (tengo en el blog una entrada con el título: “el tabú de la palabra” pero habrá que preguntárselo al que lo sabe casi todo, Google).

Quitadle al acto sexual la palabra, deja de ser un hecho humano y queda convertido en un hecho natural, fisiológico, como lo haría un toro o un perro, pura y simple “genitalidad”

“Añadir literatura, palabra, al sexo, es añadirle cultura, es transformar un acto natural, previsto biológicamente para la reproducción de la especie, en un acto humano”


Si para practicar sexo basta y sobra con los genitales, para la sexualidad son tantas o más necesarias las palabras, en forma de susurro, de gemido, de piropo, de murmullo,…

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