FILOSOFÍA IMPURA.
Es necesario filosofar
socráticamente, pisar la calle, dialogar sin ese vocabulario abstruso y
sumamente preciso que siempre ha sido usado por la Filosofía.
Porque ¿de qué le sirve a la Filosofía su "pureza" si pierde su "vitalidad?
¿De qué le habría servido a
Prometeo robar el fuego a los dioses si no se lo hubiese entregado a los
hombres aun a riesgo de su mal uso (quemándose o quemar a los otros)?
Es necesaria una pedagogía
filosófica distinta con la pretensión de ayudar a pensar al hombre no experto,
al hombre de la calle, al que vive entre ruidos, en su vida cotidiana.
Ese es el título del libro de
Carlos Goñi.
NIETZSCHE
Es un heredero y
radicalizador crítico de la
Ilustración y se posiciona de manera indomable en el goce de
lo afirmativo, en la afirmación del goce.
Es verdad que es un
“dinamitador” (él mismo así se consideraba) pero también, y al mismo tiempo, es
un “dinamizador”, como una especie de “vitamina intelectual”.
ADELA CORTINA.
Afirma la filósofa que la
“moralidad” tiene como vecinos al “derecho” y a la “religión”, sin confundirse
ni fundirse con ninguno de ellos pues lo que afirma la “ley” y lo que exige la
“fe” no es lo que mueve y por lo que se rige
la “moralidad y a la Ética”, que no es otra cosa sino la razón y la
conciencia.
El mejor barómetro para medir
si una sociedad estima, o no, el ámbito de lo moral y de lo ético es comprobar
si su sistema educativo garantiza, en la práctica escolar, espacios y tiempos
adecuados para una educación en valores.
Una de las dimensiones
morales que la educación debe cultivar es la educación en valores que se juzgan
éticamente valiosos.
-
Valores de una
vida digna (paz, libertad, igualdad, justicia,…)
-
Valores de un
“ethos” democrático (responsabilidad, tolerancia, austeridad, razonabilidad,
participación, coherencia, esperanza,…)
-
La solidaridad,
como quicio de los valores anteriores, y que es el rostro humano de la
justicia.
ESPAÑA.
Antes de la unión de Castilla
y Aragón no puede, en realidad, hablarse de España.
Existía un territorio que
podía identificarse con la llamada Península Ibérica, invadida y ocupada, con
distinta intensidad y duración, por diversos pueblos: celtas, iberos, fenicios,
griegos, tartesios,…hasta que adquiere, con Roma, una cierta y primera unidad y
a la que se denomina “Hispania”.
Tras las sucesivas invasiones
y rupturas provocadas por los pueblos germánicos, vuelve, de nuevo, a lograr
cierta unidad político-religiosa con la conversión de Recaredo, el año 589.
Esta unidad vuelve a romperse
con la penetración islámica, el 711,
a partir de la cual una gran cantidad de territorios de
la península ibérica van a ir convirtiéndose en parte del imperio musulmán,
produciendo contactos de todo tipo entre las culturas cristiana y musulmana
(sobre todo).
Hay, por una parte, durísimos
enfrentamientos bélicos pero también se da una cierta convivencia, no gratuita,
pero enriquecedora en todos los aspectos (Toledo y Córdoba son símbolos de esa no
perfecta convivencia pero sí existencia conjunta y simultánea, entre los fieles
de las tres religiones: judía, cristiana y musulmana.
Desde de las montañas del
Norte Peninsular van a ir avanzando, poco a poco, metro a metro, las fuerzas
cristianas y van a dar lugar a lo que se
ha llamado la “lenta reconquista”.
Poco a poco España va a ir
configurándose como una “nación de naciones” y llegó a tener personalidad
propia con el matrimonio de Fernando de Aragón con Isabel de Castilla.
No antes.
ESPAÑA: UNAMUNO Y ORTEGA.
Unamuno y Ortega tenían una
idea diferente de la historia de España: el primero, “romántica”, el segundo,
“ilustrada”.
Unamuno pensaba España desde
la religión, mientras que Ortega la pensaba desde la cultura.
Pero ambos coincidían,
naturalmente, en la necesidad de regenerar España, esa misma que encontraba en
el desastre del 98 una amarga confirmación para su secular decadencia, una
España problemática, apartada de la modernidad y enquistada en la hipertrofia
de su diferencia, morbosamente complacida en la excepcionalidad de su atraso.
Toda Europa padecía la misma
enfermedad, la “enfermedad del siglo”: la fatiga del racionalismo, el virus
nihilista, el síndrome del alma trágica…. Un cierto hastío mezclado con hambre
de más allá y nostalgia de Dios o del Espíritu.
Unamuno lo pensaba con más
hondura, Ortega con más claridad.
Unamuno apostaba por librar
el “corazón”, salvarlo de la debacle, burlar la muerte con el heroísmo
agonístico de la palabra, mientras Ortega quería preservar la “razón”, aun
haciéndola “vital”, “histórica”, “dinámica”, “perspectivística”, “estimativa”,
“relativa”,…
El de “La Agonía del Cristianismo”
era consciente de que el mundo había sido desencantado por las ciencias positivas,
mientras el de “La rebelión de las masas” era consciente de que los valores de la Ilustración ya habían
mostrado sus sombras, sus limitaciones, sus perplejidades.
Ortega era un intelectual
puro que quiere modernizar y racionalizar España, mientras Unamuno, más que un
pensador, era un “sentidor”, un experimentador, un “espiritual”, por lo que no
se resignaba a que la lógica y la ciencia orientaran su vida porque, para él,
el valor viene de la imaginación, de ahí su quijotismo ético, su idealismo trágico.
Unamuno creía que la
regeneración de España dependía de la reforma de la religión, pues no puede
construirse un liberalismo contra una religión antiliberal, pero tampoco sin
religión.
Había que “desamortizar” el
evangelio, descatolizar el cristianismo, liberarlo de las manos de la iglesia
tradicional y ponerlo al día, de ahí que haga su interpretación del Quijote
como un evangelio de la salvación nacional.
Ortega, en cambio, era
bastante insensible al hecho religioso, su mentalidad era más deportiva y
estética.
Creía que la religión había
sido superada por la cultura moderna, por la ciencia, por el arte o la ética
formal, por lo que prefería que la filosofía buscara en estos ámbitos los
principios arquitectónicos de una mentalidad actual.
Unamuno estaría en la onda
del voluntarismo kantiano.
Si el mundo, tal como nos lo
describe el positivismo de la ciencia no tiene sentido, ni está cortado a la
medida del hombre…hay que actuar como si el mundo tuviera un fin y, así,
contribuir a que, de hecho, lo tenga.
Mientras que la inteligencia
sólo reconoce causas mecánicas allí donde proyecta su luz, es la voluntad la
que crea causas finales y propósitos inteligibles.
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